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Aluen (Cap 4-Namba. Primera parte)

 

4-NAMBA

 

CASA DE HUÉRFANAS

AMADO PEDRO

 

   Un año después, al oír el canto de los pájaros, Pedro salió a la calle donde transitaban algunas carretas con las damas vestidas de raso y tocados en el pelo que iban a la procesión de las cinco de la tarde en la iglesia.

‒¿En qué piensas?

‒Hace un año que por acá pasó Aluen corriendo con ese tal Leiva detrás. ¿Recuerdas, amigo? Juntos la vimos.

‒Sí, es cierto. ¿Qué fue de ella?

‒No sé nada. He visitado el templo muchas veces y el padre Hilario, quien la protegía, me ha dicho que nunca más tuvo noticias de Aluen. Yo creo que miente.

‒Dicen que la vieron a orilla de los ríos; tal vez, decidió terminar con su vida.

‒No creo.

‒Algunas personas cuentan que acompañaba a  un extraño indio llamado Namba: el médico y hechicero de la colonia.

‒¡Qué tonterías son ésas! Ella era una muchacha educada con las mejores familias. Nunca podría haberse unido a esos indígenas.

‒Bueno, no te enojes. Yo te cuento lo que escuché…‒exclamó el amigo de Pedro, que no imaginaba que iba a tomar tan mal la noticia.

‒¿Y dónde queda eso?

‒Más al sur, creo. ¿No me digas que piensas ir?

‒No sé ‒respondió Pedro dudando. Necesitaba intentarlo todo por encontrarla y no quería desaprovechar la oportunidad. Aluen era tan maga como sus ojos que sabían hablar el idioma del amor y él conocía de memoria aquel diálogo.


El camino era una trampa de animales salvajes. Nadie se atrevía a andar cerca de aquel pueblo primitivo. Cuando Pedro los vio de lejos, practicando sus rituales, se estremeció de solo pensar que Aluen podría estar allí compartiendo aquella práctica escalofriante. Se escondió detrás de unos junquillos junto a un canal de agua verde y maloliente. Los toldos eran coloridos, pero parecían endebles frente a las inclemencias del tiempo. Algunos indios utilizaban un arado en forma de pala o palo duro de madera, afilado en una de sus puntas. Con esas herramientas hacían hoyos en el suelo donde depositaban las semillas, pero poco sabían de esa tarea. Eran torpes. Para evitar que los animales salvajes destruyeran los sembrados, los protegían con cercos de ramas espinosas. También ahuyentaban a los loros colocando sobre las sementeras máscaras de vivos matices.


   El extraño médico Namba se dirigía apurado a una carpa a atender a un enfermo. Tenía la cara horriblemente tatuada y llevaba en la cabeza adornos de plumas pintadas.

Los demás indios acostaron fuera de la carpa al enfermo para que el sol sanara un poco su cuerpo y Namba palpó la parte dolorida.

‒Dentro, espíritus malignos ‒dijo.

Sin perder tiempo, dando gemidos, apretó la parte afectada hasta que consiguió extraer la sangre. Allí comenzaron a salir, como escapando, los causantes del daño.

Al rato, comenzó a golpear fuertemente el tambor mientras bailaba alrededor del enfermo una danza escalofriante. De tanto en tanto, le hacía beber una tisana amarga preparada con hierbas.

Al anochecer, el ritual continuaba con bailes, ruegos y gritos.

         Pedro miró atónito aquella ceremonia devastadora donde no podía hallarse Aluen. No entraba dentro de sus razonamientos lógicos. Algunos indiecitos arañaban la tierra árida y se divertían arrojando piedras. Ése era un lugar de pesadilla. Se fue antes de que lo vieran porque si no estaría en serios problemas. El camino era largo y no podía cansar mucho al caballo.

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