4-NAMBA
CASA DE HUÉRFANAS
AMADO PEDRO
‒¿En
qué piensas?
‒Hace
un año que por acá pasó Aluen corriendo con ese tal Leiva detrás. ¿Recuerdas,
amigo? Juntos la vimos.
‒Sí,
es cierto. ¿Qué fue de ella?
‒No
sé nada. He visitado el templo muchas veces y el padre Hilario, quien la
protegía, me ha dicho que nunca más tuvo noticias de Aluen. Yo creo que miente.
‒Dicen
que la vieron a orilla de los ríos; tal vez, decidió terminar con su vida.
‒No
creo.
‒Algunas
personas cuentan que acompañaba a un
extraño indio llamado Namba: el médico y hechicero de la colonia.
‒¡Qué
tonterías son ésas! Ella era una muchacha educada con las mejores familias.
Nunca podría haberse unido a esos indígenas.
‒Bueno,
no te enojes. Yo te cuento lo que escuché…‒exclamó el amigo de Pedro, que no imaginaba
que iba a tomar tan mal la noticia.
‒¿Y
dónde queda eso?
‒Más
al sur, creo. ¿No me digas que piensas ir?
‒No
sé ‒respondió Pedro dudando. Necesitaba intentarlo todo por encontrarla y no
quería desaprovechar la oportunidad. Aluen era tan maga como sus ojos que
sabían hablar el idioma del amor y él conocía de memoria aquel diálogo.
⇹
El
camino era una trampa de animales salvajes. Nadie se atrevía a andar cerca de
aquel pueblo primitivo. Cuando Pedro los vio de lejos, practicando sus rituales,
se estremeció de solo pensar que Aluen podría estar allí compartiendo aquella
práctica escalofriante. Se escondió detrás de unos junquillos junto a un canal
de agua verde y maloliente. Los toldos eran coloridos, pero parecían endebles
frente a las inclemencias del tiempo. Algunos indios utilizaban un arado en
forma de pala o palo duro de madera, afilado en una de sus puntas. Con esas
herramientas hacían hoyos en el suelo donde depositaban las semillas, pero poco
sabían de esa tarea. Eran torpes. Para evitar que los animales salvajes
destruyeran los sembrados, los protegían con cercos de ramas espinosas. También
ahuyentaban a los loros colocando sobre las sementeras máscaras de vivos
matices.
Los
demás indios acostaron fuera de la carpa al enfermo para que el sol sanara un
poco su cuerpo y Namba palpó la parte dolorida.
‒Dentro,
espíritus malignos ‒dijo.
Sin
perder tiempo, dando gemidos, apretó la parte afectada hasta que consiguió
extraer la sangre. Allí comenzaron a salir, como escapando, los causantes del daño.
Al
rato, comenzó a golpear fuertemente el tambor mientras bailaba alrededor del
enfermo una danza escalofriante. De tanto en tanto, le hacía beber una tisana
amarga preparada con hierbas.
Al
anochecer, el ritual continuaba con bailes, ruegos y gritos.
Pedro miró atónito aquella ceremonia devastadora donde no podía hallarse Aluen. No entraba dentro de sus razonamientos lógicos. Algunos indiecitos arañaban la tierra árida y se divertían arrojando piedras. Ése era un lugar de pesadilla. Se fue antes de que lo vieran porque si no estaría en serios problemas. El camino era largo y no podía cansar mucho al caballo.
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