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Aluen. (Cap 3-José Asturias. Segunda parte)

 


          ‒Dime, ¿de quién es el hijo?

Aluen volvió a ponerse esquiva; tenía vergüenza.

‒¿Es de Leiva?

La muchacha parecía no entender la pregunta y se quedó dormida; después de tanto llorar y lamentarse se desplomó como si fuera un animal herido. Lo era en su alma maltratada y en su cuerpo ultrajado, lo era porque sentía y amaba, porque tenía un corazón frágil y afectuoso, un corazón indio que buscaba paz.

 


La sombra de mi alma

huye por un ocaso de alfabetos,

niebla de libros

y palabras.

¡La sombra de mi alma!

Ha llegado la línea donde cesa

la nostalgia

y la gota de llanto se transforma

alabastro de espíritu…

 

                Federico G. Lorca

 

 

Los meses pasaron y Pedro Medina la buscó una y mil veces, pero nadie sabía nada de ella. Algunos campesinos aseguraban haberla visto cerca del río cuando aquella vez se ocultó detrás de los peñascos. Aluen se había convertido en una sombra, como les sucedía a otros indígenas en lugares diversos de la Argentina que se arrojaban a las aguas y se convertían en flores. Así lo decían las leyendas:

Una pareja de hermanos habían quedado huérfanos. Con el tiempo, él se transformó en un apuesto muchacho que se destacaba por su bondad y por su valor en la caza de animales feroces. Ella era una joven hermosa, de profundos ojos negros, largo pelo, y suave sonrisa en los labios rojos, como la flor de ceibo.

Vivían entre la barranca ribereña, en medio de la enmarañada selva que les servía de refugio. Cerca había una laguna de juncos y espadañas en su orilla, donde él cazaba sábalos y surubíes, a flechazos. Allí esperaba con su lanza a los yaguaretés que bajaban a beber o a buscar su presa. Con las pieles, la hermana le hacía abrigadas mantas para el invierno.

Sólo en algo no estaban de acuerdo. La muchacha quería viajar, visitar lugares distantes. El río, el Paraná, a cuyas orillas vivían, era su obsesión.

¿Desde qué maravillosas regiones vendría y hacia dónde iría?

Muchas veces, le pidió a su hermano que la llevara en su canoa hacia aquellos lugares extraños, pero él se negaba pues quería mucho el rincón que lo vio nacer y en donde se había criado.

Un día, la joven se peleó con su hermano porque se negó una vez más a complacer sus deseos. Sentada al borde de la barranca, con sus ojos empañados por las lágrimas, miraba el río de turbias aguas que corría allá abajo, en eterna marcha hacia desconocidas regiones.

Tan absorta estaba mirando deslizarse la corriente, tanto se inclinó sobre el abismo que el vértigo la atrajo y cayó en medio de los remolinos.

A sus gritos corrió su fiel hermano y se arrojó al agua, pero no pudo salvarla. La vio agitar sus brazos, dar rápidas vueltas y perderse en medio del canal. A él también lo envolvió el remolino, pero luchó con tanta fuerza que fue arrastrado lejos, entrando en la boca de la laguna, cuyo fondo recogió su cuerpo.

El dio Tupá, al ver el triste fin de los hermanos, resolvió convertirlos en las dos flores más bellas que existen en el Paraná.


A él, que quería entrañablemente el lugar de su nacimiento, lo transformó en irupé: magnífica flor cuya planta crece en las lagunas y arroyos poco profundos, donde se arraiga en el fondo con poderosísimos tallos y raíces que ninguna corriente puede desprender.

La joven se quedó convertida en flor de aguapé, de delicados pétalos violáceos y suave aroma que lleva la corriente del río en su viaje hacia el mar lejano.

Muchas veces se ve a Aguapé junto a Irupé. Son las visitas que aquella hace a su hermano. Pero, arrastrada por el influjo que ejercen sobre ella las lejanas tierras, se deja llevar por el agua. Puede vérsela como el día que cayó al río, girar en remolinos y alejarse en busca de las regiones que tanto ansiaba conocer.

 

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