‒Dime, ¿de quién es el hijo?
Aluen
volvió a ponerse esquiva; tenía vergüenza.
‒¿Es
de Leiva?
La
muchacha parecía no entender la pregunta y se quedó dormida; después de tanto
llorar y lamentarse se desplomó como si fuera un animal herido. Lo era en su
alma maltratada y en su cuerpo ultrajado, lo era porque sentía y amaba, porque
tenía un corazón frágil y afectuoso, un corazón indio que buscaba paz.
La sombra de mi
alma
huye por un
ocaso de alfabetos,
niebla de libros
y palabras.
¡La sombra de mi
alma!
Ha llegado la línea
donde cesa
la nostalgia
y la gota de
llanto se transforma
alabastro de
espíritu…
Federico G. Lorca
Los
meses pasaron y Pedro Medina la buscó una y mil veces, pero nadie sabía nada de
ella. Algunos campesinos aseguraban haberla visto cerca del río cuando aquella
vez se ocultó detrás de los peñascos. Aluen se había convertido en una sombra,
como les sucedía a otros indígenas en lugares diversos de la Argentina que se
arrojaban a las aguas y se convertían en flores. Así lo decían las leyendas:
Una pareja de hermanos
habían quedado huérfanos. Con el tiempo, él se transformó en un apuesto muchacho
que se destacaba por su bondad y por su valor en la caza de animales feroces.
Ella era una joven hermosa, de profundos ojos negros, largo pelo, y suave
sonrisa en los labios rojos, como la flor de ceibo.
Vivían entre la
barranca ribereña, en medio de la enmarañada selva que les servía de refugio.
Cerca había una laguna de juncos y espadañas en su orilla, donde él cazaba
sábalos y surubíes, a flechazos. Allí esperaba con su lanza a los yaguaretés
que bajaban a beber o a buscar su presa. Con las pieles, la hermana le hacía
abrigadas mantas para el invierno.
Sólo en algo no estaban
de acuerdo. La muchacha quería viajar, visitar lugares distantes. El río, el
Paraná, a cuyas orillas vivían, era su obsesión.
¿Desde qué maravillosas
regiones vendría y hacia dónde iría?
Muchas veces, le pidió
a su hermano que la llevara en su canoa hacia aquellos lugares extraños, pero
él se negaba pues quería mucho el rincón que lo vio nacer y en donde se había
criado.
Un día, la joven se
peleó con su hermano porque se negó una vez más a complacer sus deseos. Sentada
al borde de la barranca, con sus ojos empañados por las lágrimas, miraba el río
de turbias aguas que corría allá abajo, en eterna marcha hacia desconocidas
regiones.
Tan absorta estaba
mirando deslizarse la corriente, tanto se inclinó sobre el abismo que el
vértigo la atrajo y cayó en medio de los remolinos.
A sus gritos corrió su
fiel hermano y se arrojó al agua, pero no pudo salvarla. La vio agitar sus
brazos, dar rápidas vueltas y perderse en medio del canal. A él también lo
envolvió el remolino, pero luchó con tanta fuerza que fue arrastrado lejos,
entrando en la boca de la laguna, cuyo fondo recogió su cuerpo.
El dio Tupá, al ver el triste fin de los hermanos, resolvió convertirlos en las dos flores más bellas que existen en el Paraná.
A él, que quería
entrañablemente el lugar de su nacimiento, lo transformó en irupé: magnífica
flor cuya planta crece en las lagunas y arroyos poco profundos, donde se
arraiga en el fondo con poderosísimos tallos y raíces que ninguna corriente
puede desprender.
La joven se quedó
convertida en flor de aguapé, de delicados pétalos violáceos y suave aroma que
lleva la corriente del río en su viaje hacia el mar lejano.
Muchas veces se ve a
Aguapé junto a Irupé. Son las visitas que aquella hace a su hermano. Pero,
arrastrada por el influjo que ejercen sobre ella las lejanas tierras, se deja
llevar por el agua. Puede vérsela como el día que cayó al río, girar en
remolinos y alejarse en busca de las regiones que tanto ansiaba conocer.
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