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La última mujer (Cap III. Magnates y Banqueros 2da parte)

 


Cuando todo estaba listo para partir del puerto de Southampton, una huelga de mineros del carbón-que peleaban por conseguir un salario mínimo-impidió el abastecimiento y hubo que postergar la salida. Para juntar las seis mil toneladas necesarias para mover la nave, los empresarios de la White Star debieron apelar a los sobrantes de carbón que quedaban en los depósitos de los barcos que acababan de llegar y se encontraban en proceso de descarga.

Superado ese escollo, en el mismo momento de la partida-el mediodía del 10 de abril-hubo otro episodio considerable: la poderosa succión de las hélices del Titanic rompió las amarras del buque New York, cuya popa derivó rápidamente hacia el Titanic. Sólo las maniobras del capitán Edward Smith y de los remolcadores que lo guiaban pudieron evitar el choque.

A pesar de los bombos y platillos con que anunciaron su viaje inaugural para primera y segunda clase se vendió menos de la mitad de los pasajes y para tercera no se llegó a dos tercios de su capacidad.

Algunos viajeros como Astor, quien estaba de luna de miel con su segunda esposa, poseían grandes fortunas: el magnate minero Benjamín Guggenheim, Henry Harry`s, fundador de la tienda Macry`s, Isador Strauss… También hubo ausentes como el banquero John Pierpont Morgan y el rey del acero Henry Clay Frick, quienes habían hecho reservas pero luego las cancelaron.


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Rebeca no dejaba de admirar el glamour de las damas y de los caballeros que circulaban por el andén. Agradecía haber tomado la decisión de formar parte de esta experiencia inolvidable. Su mirada ávida de saber recorría aquellos cuerpos envueltos en tejidos combinados con faldas rectas y sobrefaldas. Los vestidos llevaban cintas que cruzaban en la espalda con encajes, botones, frunces y volantes.

‒Permiso‒dijo una dama con un sombrero inmenso y llamativo que tenía plumas costosas de avestruz.

‒Mira ‒le comentó Amy.

Se acercaba una señora con un clásico traje sastre de sarga oscura con adornos de terciopelo y cuello de piel de pantera muy de moda en París.

‒Se usa también la chinchilla de pelo plateado y hasta el zorro negro‒dijo Rebeca extasiada frente a ese desfile de modas de la alta sociedad.


‒¡Vamos! ‒exclamó Wilson tomando del brazo a Rebeca para subir a la nave entre el gentío, el alboroto, los gritos y saludos de despedida‒. Ya verás a todos ellos en el barco cuando nos inviten a alguna de sus tertulias o fiestas.

‒No es maravilloso, amiga.

‒Es único.

Mark se mantenía alejado de ellos y de la multitud. Se sentía viejo, cansado y aburrido. Ya nada podía sorprenderlo, estaba de vuelta de la vida.

‒¡Papá, no se quede atrás! ‒le gritó Rebeca.

‒Sí, hija. No te preocupes.

‒Wilson, vigila a mi padre que es muy mayor y le puede pasar algo. Entre tanta gente tengo temor que se pierda o que alguien lo lastime.

‒Ya está acá, amor.

Mark los miró con una sonrisa piadosa y el deseo de que la tierra o el agua se lo tragase. No tenía ganas de estar con gente ni de poner cara de felicidad. Fingir era una tarea muy difícil para él. Ya se encontraba en el último escalón de la vida, sin apremios económicos pero, en los últimos años, muy vacía.

‒Es muy bonito.

‒¡Bonito es poco, papá! ¡Es alucinante!

‒Hijita, te mereces mucho más. Disfruta.

‒Gracias‒respondió Rebeca y le dio un abrazo apretado a Mark a quien se le nublaron los ojos.

*
La última mujer.
La última cena.

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