Por
las tardes, su rostro angélico era observado a través de las rejas del cancel
igual que una criatura inválida. Ella ocultaba las ansias de demostrar los
sentimientos cuando el reloj marcaba las horas de extremo retiro. Su fobia por
el ambiente exterior la obligaba a recluirse, pero también la sentenciaba a
palpar la frigidez de témpano de quienes la rodeaban porque Pilar no reclamaba
salir del encierro, no pedía nada, no lloraba… pero esperaba. Quería recoger
sus restos en mutación completa y obligar a que el mundo la viera como si fuera
inteligente. La muerte de su padre la había marcado a fuego igual que a
Salvador y los había convertido, con los años, ya de adultos, en personas
endebles.
A
la sombra de las cortinas, escuchaba el llanto de Úrsula que no veía más allá
de sí misma y de su adorado Salvador. Ellos no reparaban en sus ojos fijos y en
sus monosílabos de infante. Decían que se parecía a la abuela Margarita que se
había sometido al rigor psicológico de su esposo, pero Pilar era soltera y tal
vez nunca tendría un novio porque era incapaz de entregar su corazón castigado
por el rechazo de una vida inexistente.
Afuera,
se rellenaban los espacios con la agitación de las pasiones de quienes se
atrevían a enfrentar las luchas como indios de Gujarat con voluntad y
determinación. A la casa, que olía a sándalo, no entraban esos juicios porque
la mansedumbre cubría como una telaraña la desnudez de las culpas.
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