Aluen,
el otro día en la iglesia, no quiso ir a leer versos con Luisa al orfanato y se
quedó mirando por el ventanuco como una viejecita centenaria.
‒Hija,
necesito unos pepinos y cebollas de la huerta. ¿Me los alcanzas? ‒dijo el padre
Hilario al pasar y ella sintió indiferencia de parte de él, como si no le
importara más su situación.
Fue
al patio y buscó las verduras entre la delicia de los árboles y de los trinos.
El sol le golpeaba el rostro igual que la risa del niño, en ese lugar donde
habían jugado y reído muchas veces. Sintió impotencia y dolor, incomprensión.
Por el camino de piedras, detrás de la iglesia, había un caballo atado a un
barral. Era de algún indio manso que vendía leña. Aluen dejó la cesta con las
verduras y abrió la puerta de tejido rústico, salió a la calle y se detuvo para
mirar a un lado y al otro del camino. Al rato, desató el caballo, subió como
sabía hacerlo cuando era niña en la tribu y desapareció…
‒¡Y
los pepinos! ‒gritó el padre Hilario a la media hora cuando se asomó al patio.
Nada. Vio la puerta abierta y se imaginó lo peor, juntó las manos en forma de
cruz, sacó el rosario, miró el cielo y tembló como una hoja ante el trueno.
‒Se
fue ‒murmuró.
*
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