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Tu sillón vacío (Cap I-Las seis hermanas.tercera parte)

 


         ‒Lavo la piel del alma con la gracia del agua fresca que otra vez bautiza ‒dijo don Cándido, el dueño del almacén al ver pasar a Dolores del brazo de su amada madre Asunción.

‒No pierda el tiempo, don.

‒¿Por qué mi querida señora?

‒Estas hijas mías son amargas y no se les conoce ni el llanto ni la risa.

‒Yo sé esperar…

Doña Asunción continuaba su camino entre risas y Dolores miraba a Cándido por encima de los hombros, con soberbia. No sabía que la belleza era sólo un envase efímero y que lo que importaba en la vida eran los sentimientos: la bondad, el amor, la sinceridad, dar con humildad a quien lo necesitaba sin esperar nada.

 

En el campo el gaucho acudía desde grandes estancias a las pulperías aprovechando los días festivos. Le gustaba el asado y algunas bebidas, cantaba y bailaba danzas regionales. Frecuentemente, competían algunos cantores y payadores improvisando versos o repitiendo coplas, acompañándose con sus guitarras.

No faltaban además otra clase de juegos, las consabidas carreras de caballos y diversas pruebas realizadas con lazos y cuchillos que manejaban con asombrosa destreza.



En una especie de altillo de techo bajo con tejuelas coloniales, alejado del bullicio de la calle y de las conversaciones familiares, vivía la abuela Blanca, madre de don Pedro. La criada negra no permitía, por orden del patrón, que nadie se acercase a ella porque decía que estaba muy anciana y que hacía comentarios absurdos y fuera de lugar. Tal vez, tenía miedo que la noble señora fuera a decir algo que comprometiera a alguien.

‒Afuera está la luz mala y las víboras venenosas ‒gritó Blanca desde la ventanita cerrada con los postigones. No se le veía la cara pero sí se escuchaba su voz. Parecía una prisionera.

‒¿Qué dice la abuela? ‒preguntó Angustias pues tenía intenciones de ir a buscarla para que tomara un poco de sol.

‒¡Nada! ‒contestó la criada Tadea quien tenía órdenes de no dejar el camino libre para que nadie se acercara a Blanca. Don Pedro la había sentenciado y ella cumplía el mandato como una sierva que era desde tiempos inmemoriales.

‒Madre, ¿por qué la abuela está encerrada?

‒Esos no son asuntos nuestros, es tu padre el que toma las decisiones.

‒Me da lástima. Ella no se merece vivir así ‒exclamó Camila que era la más sensible de las hermanas.

‒¡Qué significan esas preguntas! ‒dijo, de repente, don Pedro que llegaba de hacer unos negocios en su galera.

‒Nada, padre, disculpe. Le quería avisar, ya que lo encuentro presente, que en unos días van a bautizar a María de la Cruz, la hija de nuestra hermana Consolación y me ha pedido que sea la madrina.

‒Está bien, le doy permiso. Todos iremos a esa celebración para ver, con dolor, en la miseria en que vive mi pobre hija. No me resigno a la existencia que lleva pero ella se lo ha buscado. Me enfrentó como ninguna hija debe hacerlo y allí están las consecuencias. Eso es lo que ocurre cuando desobedecen al padre.

‒Ella estaba enamorada de Celestino, padre. ¿Eso no cuenta?

‒Pues, no para una mujer con dinero. No se habla más del tema. Estoy agobiado por la falta de respeto de algunas de ustedes.

‒Yo lo escucho, padre.

‒Más vale.

De repente, golpearon a la puerta.

‒Yo voy ‒dijo Dolores más apurada que de costumbre antes de que don Pedro se lo impidiera.

Eran los chasquis que traían un mensaje. Por lo general, ellos se conducían habitualmente en galeras pero cuando la correspondencia era de carácter urgente llegaban veloces caballos que recorrían las extensas distancias. Algunas veces entregaban su correspondencia a otros chasquis que los aguardaban en las postas. El jinete cambiaba de caballo y proseguía la carrera.

‒Gracias ‒respondió Dolores y sacó de su bolsillo un dinero para el hombre que la miraba extenuado por el viaje‒. ¿Quiere un vaso de agua?

‒Por favor.

‒Espere aquí que ya vengo.

‒La criada Tadea interrumpió el paso de la niña Dolores, por orden de don Pedro, y fue ella misma quien le entregó el agua al sediento mensajero de las pampas.

‒Gracias, doña.

‒De nada, cuídese ‒exclamó Tadea con benevolencia y por lo bajo.

Cuando llegó a la sala vio que la carta era para Camila y que Dolores, con lágrimas en los ojos, no se la quería entregar.

            Don Pedro observaba todo detrás de la puerta del patio de invierno

Tu sillón vacío (Cap I-Las seis hermanas. Segunda parte)

 


La familia constituía el centro de la vida de la colonia y los padres, a los que no sólo los hijos sino también los servidores y los esclavos profesaban respeto profundo y absoluta obediencia, determinaban y juzgaban las acciones de sus hijos y también la de todos aquellos que congregaban la institución patriarcal.

Pedro era un hombre de mucho carácter, de allí venía el genio de sus hijas. El gesto adusto lo convertía en un caballero de temer, muy inteligente para los negocios pero demasiado altanero con las personas del lugar. Con su esposa Asunción hablaban todo el tiempo de negocios, se enojaban mucho y entonces nadie entendía nada.

‒¡Piedad!‒gritaba Asunción cansada de los autoritarios modales de su esposo.

Ella tenía sesenta años pero parecía de noventa; su rostro se hallaba delineado por surcos y contornos áridos. Los vestidos largos armados con miriñaques y llenos de volados le daban un aspecto de anciana dormida entre el sopor del estío y sin retorno. Llevaba una capota roja coronada por un moño atado en el cuello que la sepultaba bajo la ceniza de los años. Ya no tenía esperanzas ni metas, como si todo lo que hubiera deseado en la vida lo hubiera alcanzado. Comía y dormía igual que los animales felices.

Es que como el jefe de la familia era don Pedro, ella se limitaba a mantener las costumbres y la armonía del hogar. Allí adquiría prestigio y respeto. Lo sabía. Sus hijas le prestaban total obediencia y reconocimiento a ambos porque sabían que no se podía discutir o violar los mandatos.

La vida era ordenada y sencilla, religiosa y hogareña. Pedro presidía los actos habituales como los rezos, las comidas y las reuniones. Después de la cena, que se servía temprano, jugaban a los naipes y a la lotería. A veces, había música y bailaban… Esas tertulias no se prolongaban más allá de la medianoche.

Las diversiones públicas, además del teatro, que funcionaba en Buenos Aires y Montevideo consistían en corridas de toros, doma de potros y los festejos de carnaval.

Cobraban gran solemnidad las festividades religiosas, los actos de homenaje a los reyes y la celebración de algunos acontecimientos oficiales, como la llegada del virrey o de funcionarios importantes.


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Consolación veía cómo vivían sus hermanas en La Escalada. A la residencia llegaba el señor Asencio Ugarte, una especie de sanador que había estudiado algo de medicina en Europa, a atender a la madre que siempre alguna dolencia la aquejaba porque era muy frágil de salud. Ellas se peleaban por recibirlo y lo acosaban de manera sutil y diplomática con el anhelo de lograr su cariño. Él era demasiado inteligente y suponía, de antemano, esos argumentos que le causaban gracia. No imaginaba rendirse ante los requerimientos amorosos de esas mujeres un tanto absurdas en el manejo de los sentimientos.


¿Por qué ellas se confundían tanto? Es que no sabían amar de verdad. Esa conducta las precipitaba a un retiro obligado. Es que resultaban ser tan especiales: sagaces, calculadoras, ambiciosas y bonitas, pero nada de eso alcanzaba para lograr la felicidad que las hermanas no tenían a pesar de los esfuerzos y el dinero.

La gente del pueblo las conocía y ningún hombre se atrevía a acercarse a hablarles porque seguramente sería desestimado con un epíteto grotesco. Sólo tenían que ser caballeros de alto rango.

‒¿Qué tiene nuestra madre? ‒le preguntó Gertrudis que era la más sensata de todas.

‒Es que su señora madre es una persona débil, de riesgo. Tiene que cuidarse la presión arterial porque un disgusto puede ocasionarle un infarto o cualquier otra enfermedad grave.

‒Bueno… Asencio. Usted puede venir todos los días ‒agregó Dolores quien era  a la más provocativa y bella con sus rulos como el sol y una sonrisa cargada de sueños casi pueriles.

‒Es mi deber ‒respondió Asencio Ugarte quien tomó su maletín y rápidamente salió de la casa como escapando del asedio descontrolado de esas mujeres que hilaban la trama de una novela inverosímil todos los días.

Más tarde, se reunían a tejer o a bordar en el amplio comedor donde reinaba el mutismo de capilla. Casi no transitaban las veredas, solamente cuando acompañaban a su madre a misa en la iglesia del Pilar. La Escalada  tenía una calle principal con arboledas de lapacho rosado, tilos y ceibos. La mayoría de los habitantes eran campesinos que vivían entre la llanura y la población; necesitaban tener un lugar donde permanecer los últimos años o cuando la lluvia les cerraba arteramente los caminos rurales y no podían regresar a sus ranchos o estancias.

Tu sillón vacío
La Revolución de Mayo
-1810-

Tu sillón vacío. (Cap I-Las seis hermanas. Primera parte)

 



1-SEIS HERMANAS 

ARGENTINA

LA ESCALADA-1806

 


Durante el lapso de setenta y ocho años en el caserío que constituyó la primitiva Santa Fe subsistió su fundación en pleno dominio de los indios calchaquíes, mocoretás y quiloazas; los esforzados pobladores no hicieron otra cosa que defenderse, unas veces de los ataques de los aborígenes y otras de los avances del desbordado río Paraná. Dado lo inapropiado de su emplazamiento, el Cabildo dispuso su traslado y en el año 1651 se instaló con el nombre de Santa Fe de la Vera Cruz, en el rincón de Lencinas, junto a la desembocadura del río Salado. Allí, sobre la ruta obligada de tránsito hacia el norte y el oeste, comenzó a progresar con más firmeza.

Las construcciones eran de cañas y de barro, encaladas y con amplios aleros y las calles de tierra se hallaban a menudo convertidas en lodazales. Sólo un siglo y medio después de su fundación, se levantaron en Santa Fe los primeros edificios de material. Para esa época, la población inicial de setenta y cinco mancebos de tierra y cinco españoles, se había convertido en un millar de habitantes y en 1795, según datos del naturalista español don Félix de Azara, pasaba de cuatro mil almas.

El gobierno de la ciudad, en manos del Cabildo, era una corporación elegida popularmente que estaba presidida por dos alcaldes y se integraba por cierto número de vocales y corregidores.

Estos funcionarios, vecinos calificados de la población, conocían bien sus necesidades y trataban de resolverlas en la medida de sus recursos, habitualmente bastante reducidos.

La vida social, las costumbres y las ocupaciones de los habitantes eran en las ciudades del interior del país muy semejantes a las existentes en Buenos Aires, la Gran Aldea.

Las habituales reuniones familiares y las tertulias y saraos festejando acontecimientos tales como los días del rey o el santo del gobernador, eran motivos para hacer sociabilidad y practicar danza y música.

Aparte de esta clase de distracciones, la población ocupaba su tiempo en cumplir sus deberes religiosos que respetaban fielmente. Las tareas domésticas en su mayor parte atendidas por negros y mulatos esclavos, ellos servían en los trabajos de mostrador y de oficina desempeñados por jóvenes de clase acomodada.

 

Lujos de pobres, miserias ricas…

 

‒¡Qué bonita!‒decían las tías tan frías y ausentes que la maternidad les resultaba algo molesto y lejano, con demasiadas responsabilidades y poca libertad.

En la modesta casa, donde nació aquella niña en medio de la llanura, recibían a todos los familiares. Consolación y Celestino Peña eran sociables y repartían sus horas entre la cocina, las festividades religiosas y los reclamos de trabajo. Pasaban noches con velas encendidas esperando el ataque de los indios frente al campo inhóspito.


El tiempo solía ser exiguo frente a las necesidades porque nadie les regalaba nada; luchaban frente a los enemigos antagónicos: la sequía, la ignorancia y el menosprecio.

Consolación tenía varias hermanas que vivían en un pueblo pequeño y cercano llamado La Escalada. Ellas eran de elevada clase social. Habitaban la residencia con los padres Asunción y Pedro Aguirre; ellos eran descendientes de labradores quienes habían llegado de España con la finalidad de encontrar un porvenir en estas tierras de gauchos. En realidad, habían logrado más de lo que esperaban: una fortuna digna, un apellido ilustre, la manera de ocupar un sitio en ese círculo caótico con oportunidades y demasiados obstáculos.

Tu sillón vacío

Los hijos de la patria ya son libres...

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Tu sillón vacío. La Revolución de Mayo de 1810

 

Argentina

La Revolución de Mayo
-1810-

Los hijos de la patria ya son libres...

Don Pedro Aguirre y su familia vivían en La Escalada, un pueblo de pocos habitantes en el interior del país. El caudillo había heredado unas tierras de sus antepasados labradores. Era poderoso y soberbio y ejercía la autoridad moral en una época de demasiados prejuicios y leyes propias y ajenas que sus hijas debían cumplir. La honra frente a la sociedad era lo que había que defender sin miramientos. Vivir para los demás era lo primero. No valían los sentimientos ni la sensibilidad, todo era supervisado por él. Manejaba matrimonios arreglados por cuestiones políticas y sociales.

Tenía varias hijas solteras que, a pesar de las costumbres y del rigor de los mandatos, se rebelaban contra su padre y ese pueblo. Luego llegaban los reproches, los castigos, las amenazas y el aislamiento impuesto.
Don Pedro, a pesar de las apariencias, no era perfecto y la gente de La Escalada no lo estimaba, aunque él creía lo contrario. Guardaba demasiados secretos tras los muros de aquella casa fastuosa: vidas sombrías, llantos entre encajes y costuras, un hijo al que no quería ni aceptaba y una madre, la abuela Blanca, oculta en una buhardilla durante cuarenta años.


Tendrían que salir a defender el amor aunque les costara la vida. Lo sabían todos. Cada uno luchaba con la convicción de que los sentimientos eran el sostén y los cimientos del futuro.

¿Se puede construir desde el reclamo y la negación?
Buscar la felicidad es el único camino.


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Gracias a todos los que bajaron en formato PDF la novela
"El silencioso GRITO de Manuela"
Se la dedico a mi querida profesora del Taller Literario "Encuentros" (al que asistí durante quince años).
Ella siempre decía: el libro tiene que circular, no importa cómo...

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El enlace está habilitado, pueden descargarla si así lo desean. Infinitas gracias.

Miedo a sufrir...

 


Manuela era una mujer sumisa que parecía niña. Cuando la conocí pude ver su inocencia tras ese velo que, como los ángeles, parecía diáfano.

Tenía demasiado amor para dar, pero se ocultaba tras las oraciones buscando el refugio, sus alas extraviadas. Y no sabía cómo resolver los problemas, tampoco buscaba salir de ellos...

Entre sus gritos silenciosos se acordaba de buscar flores para el retrato de la niña, esa locura de amor la aferraba a las cruces y a los campanarios que sonaban a las siete de la tarde.

Preguntaba...

Tenía miedo de sufrir por el presente y el futuro. Por eso se escondía entre los salmos, por eso no quería escuchar reclamos, ni palabras demasiado fuertes porque aturdían su silencio.

Pensaba en la muerte súbita, en la libertad y los secretos, en el sillón de su madre y en sus hijas solteronas. Las quería así... fuera de todo peligro.

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA

Pueden descargar, si así lo desean, el PDF de esta novela en la publicación anterior.

Mi gracias por todas las muestras de cariño. Me hacen muy feliz.

El silencioso grito de Manuela (Cap III-tercera parte)

 


Julián compraba coches último modelo para agasajar a sus hijas mientras trataba de adivinar un futuro detrás de las cortinas tejidas al crochet, pero sólo lograba aturdirse con su propia ambición sin alcanzar a ver que aparecían sombras furtivas, irreconocibles, sospechosas, que luego dejaban un hueco que, en la ventolina, parecían un tenue cachetazo.

Letizia y Encarnación, como reinas con sus vasallos, eran la clave para entender el porqué de los misterios que perturbaban la casona; la huida hacia lugares remotos con la convicción de llevar el cuerpo y el alma unidos era la solución y la necesidad. ¿Sabían dónde se hallaba ese sitio alumbrado por las teas o era simplemente la resignación de entender que si escapaban existía la separación?
No debían demostrar temor ante Manuela porque con ello avivaban su pesimismo, pero estaban cansadas de vivir a la sombra de los otros.

Letizia, de todas maneras, rezaba para ocultar las conspiraciones, las demoras y los titubeos. Cuando miraba el retrato de Rocío, los nubarrones aclaraban el firmamento y las ideas volvían a un lugar reverenciado donde Manuela ubicaba los cuchillos y los credos.
La muerte esperaba que el dolor se atenuara con la melancolía de las noches y la hipocresía de la calle y su provocación, pero Manuela se redimía con los anatemas de los sacerdotes, arrodillada desde el atrio hasta el altar, detenida siempre en el futuro…

Encarnación, acalorada e impaciente, se encontraba con Alejandro Roca en el invernadero entre el sopor de las begonias y los lirios. Parecía una calandria en estado de gracia, moribunda y despierta, casi degollada por Manuela pero sin ningún límite. Tenía la prudencia del peligro bajo su anatomía y Alejandro ya no pensaba en las rejas cuando la casa brillaba con el llanto de una voz egoísta.

No había violines pero sí se escuchaban las cítaras en novena sinfonía de réquiem entre los musgos; Encarnación parecía una alhaja de oro que traía sus llamaradas a envejecer junto a otro cuerpo sin edad.
Ella miró a Alejandro a los ojos; no quería hablar. La mujer que existía en su interior intentaba ser prudente, aunque fuera en apariencias. Forcejeó para huir pero él la amarró con fuerza. Algo se transformó en esa mirada que, a veces, parecía distante. Un breve gesto de alegría apareció en su rostro como si escondiera un secreto.

Alejandro encendió un cigarrillo y decidió que pronto tendría que visitar a Julián y a Manuela. Tenía poca experiencia pero estaba dispuesto a hablar de cualquier tema: de su pasado y del amor, de la familia humilde a la cual pertenecía, ¿del casamiento con Encarnación?...


Recuerden que si quieren leer la novela completa pueden descargar el PDF en la publicación anterior.

La última mujer

 


-1912- 

TRAGEDIA DEL TITANIC

Rebeca Cooper Taylor pertenecía a una familia adinerada de Inglaterra. Su esposo y sus amigos, Amy y Carl, le habían preparado una sorpresa ya que no estaba pasando por un buen momento de salud: un viaje de placer por el coloso, el barco más grande del mundo, el que ni Dios podía hundir...


Rebeca aceptó con la condición de que también viajara su padre Mark Cooper, de ochenta años: hombre de negocios, displicente y austero. Él, como todo anciano, aferrado a sus afectos, llevaba un baúl del que nunca se separaba porque decía que allí guardaba un tesoro.


Con aquella valija misteriosa emprendió la travesía en el famoso Titanic, sin advertir el peligro que provoca la codicia y el egoísmo. Ese itinerario, mucho antes del naufragio, se transformó en un verdadero infierno para todos; sin embargo, una mujer, la última, pudo rescatar la vida de lo poco que quedaba a salvo.


Una novela de amor profundo y de supervivencia, de valores y renuncias.

¿Cómo enfrentamos una situación límite?

Siempre aparece un ángel.

El silencioso grito de Manuela (Cap III-segunda parte)




Alejandro Roca la venía a buscar en su auto para llevarla a  dar unas vueltas por la ciudad. Encarnación estaba fascinada con la personalidad de ese hombre que la trataba como si ella fuera una princesa agitada y sin control. Intentaba, por momentos, quedarse quieta, no hablar, y frenar esa vehemencia como si fuera un juego de infantes. Encarnación, acalorada, se rendía ante los encantos de ese hombre que le daba un lugar de mujer que nadie le otorgaba por ser la menor de la familia.

Mientras tanto el amor de Letizia por José iba creciendo lentamente entre los malvones y las madreselvas, con los conejos y los gatos y bajo su piel de efigie modelada por un Dios crucificado. Las sensaciones iban desapareciendo con el correr de los meses, sin conjeturas, con la paz de un alma diligente que no sabía de egoísmos y que continuaba con vergüenza o cobardía los designios de sus padres.

Ella seguía con sus remilgos de virgen las órdenes de Manuela que como buena cristiana le enseñaba las reglas y la importancia de ser “una señorita”, pero su anatomía quería rebelarse ante la ternura de José que la perturbaba por completo. A Letizia le gustaban los hombres niños, indefensos y carentes de afecto que despertaban en su alma sus más inaudibles suspiros. Sin embargo, sabía muy bien controlar sus impulsos y esperar el momento adecuado para abandonar la castidad sin enterrarse en la culpa. La sabiduría del cuerpo le decía que el alma podía amar a todos y cada uno de los seres terrenales que eran objeto de su merecida pasión. Tiempo era lo que sobraba para cavilar sobre el futuro que Manuela, por los diálogos fantasmagóricos, ya conocía.

-Encarnación es un diablillo-decía la abuela con la vista fija y desconcertada.
-Déjala, está jugando… o acaso se halla enferma-dijo Manuela sobresaltada por el comentario de la madre que no entendía de diferencias generacionales.
-¡No, mujer!-respondió en un grito-Vigila a esa criatura más que a Letizia porque te va a dar una sorpresa.

Manuela no pensó en nada sólo rezó una plegaria a la Virgen con un gesto retorcido de servidora de la Biblia como si el mundo empezara y terminara en los salmos.
De nada servían las misas y confesiones porque absolutamente todo se había desbarrancado, aunque Letizia seguía amarrada a una soga con poco hilado que, tal vez, pronto terminaría rompiéndose por el miedo asfixiante de Manuela.


El silencioso grito de Manuela (Cap III-primera parte)



Después de terminar el colegio secundario a destiempo por la enfermedad, Letizia se enamoró de José Rodríguez.
Ella necesitaba volar de la persecución de Manuela pero ese amor le trajo más problemas y el acoso injustificado de una madre que no sabía simplificar las cosas.

-Morirás en esta prisión-decía Manuela desconsolada porque perdía el control de sus nervios y descuidaba a Encarnación que ya no estaba en cautiverio porque había conocido a alguien que iluminaba su torpeza de adolescente contradictoria.
Un paredón se elevaba entre las hermanas que se ahogaban…, una en la fe de Dios, otra en las pasiones terrenales.

Julián estudiaba a los candidatos que jugaban a conquistar; taimados, ignorantes, crueles o bondadosos eran observados como animales de presa con miedo o lástima.
En ese palacio de salas hexagonales, parecían hombres de piedra con todas las presiones de las dinastías. ¿Por qué tanto sacrificio? No había tiempo para enmendar errores porque estaban expuestos hasta sus pensamientos. Las bayonetas de Julián destrozaban la piel de esos hombres que no abandonaban la espada.

Letizia les servía jerez a cada uno y se sentaba a esperar respuestas, pero sólo hallaba miradas desgastadas y vigilantes. Manuela surgía desde las ignominias del castigo para pecar de soberbia aunque todos se daban cuenta de sus limitaciones.
La vida estaba cambiando con las generaciones pero el oprobio de los días se volvía crónico y definido por las distancias que se acortaban.

Para Manuela lo inasible era perder, entre lo real y lo imposible estaba la fobia escrita con la palabra “adiós”, el sermón entre sus labios apretados, la espera, el perdón como la única manera de salvarse.
Letizia salía, a menudo, con su novio agricultor; Encarnación la acompañaba, por pedido de Manuela, después ya no quiso soportar el tedio que le causaban esos dos enamorados. Ella también escribía su historia con desenfreno, entusiasmo, sin tanta magia porque sus pies estaban en la tierra.
-¡Ya no necesito tener coraje, soy valiente, tengo poder cuando todos se debilitan, sé reconocer el vértigo de la libertad y de la transgresión, no vivo en el pasado aunque esté entre cuatro paredes!-decía Encarnación a los gritos frente a un desmantelado espejo en el ala derecha del caserón de su abuela Francisca.

-Niña, calla, deja esa pantomima y compórtate como una señorita.
-Como una señorita boba, dirás.
-Eres una niña bien educada y debes demostrarlo…
-¡Soy una mujer!
A la abuela le resultaba imposible intimar con ella porque cercenaba cada uno de sus consejos con su forma de ver la realidad: un presente que sus padres querían imponerle a fuerza de presiones y de amenazas.


El silencioso grito de Manuela (Cap II-quinta parte)

 



Sin embargo, a los quince años tuvieron que operarla por un problema que quedó puertas adentro. Fue trasladada desde Barbastro a Italia para la cirugía que, según los facultativos, era demasiado compleja.

Letizia se recuperó rápido porque esos nuevos aires la alejaron del control de su madre. Julián, quien la acompañó en el viaje, superó las expectativas pues se comportó como un padre contenedor que arrojó luz sobre los oscuros pensamientos de su hija, de la sociedad morbosa y de su círculo familiar. Sumergida en la medianía de una ciudad diferente, Letizia parecía haber crecido por esa experiencia triste que el destino le impuso sin estar preparada.

Manuela hablaba poco del tema pero dirigía su mirada a Encarnación que le alteraba los ánimos con su alboroto. Sus pupilas dilatadas hacían de esos ojos un abismo tan impenetrable como su alma abandonada al castigo de los miedos. Ella seguía siendo una criatura que sufría el desamparo de la muerte en conexión con la supervivencia. La Inquisición habitaba su vieja casona y quería devastar su futuro incierto.
Mientras cocinaba los buñuelos de acelga empapada con sus lágrimas, las hornallas se apagaban… Las horas transcurrían en monosílabos completos hasta la noche cuando, sentada frente al retrato de Rocío, oraba con el rosario de perlas en las manos. Existía tanta nada a su alrededor, simplezas y lujos, la incapacidad completa… A Manuela le parecía escuchar los grillos de la gata Máxima, las chicharras en los veranos de su infancia, los zorzales de los cuentos… Sentía el desapego del amor que se alejaba hacia un fin esperado y vivido de antemano.


Esa noche, Manuela no pudo descansar. Se recostó en la cama con la memoria desganada y miró los tirantes de madera, donde alguna araña había petrificado los cristales de la lámpara. Ella sabía que Letizia estaba por regresar porque el miedo, con sus vahos, se había colado por los pliegues de los herrajes, en los muros y en la crueldad de los sonidos noctámbulos. Cada día le recordaba una próxima separación.
Permaneció sentada bajo la montaña de escombros, ceñida a su esqueleto y emitiendo juicios como si eligiera las muertes con sus víctimas. El miedo era su verdad y la quebrantaba igual que si estuviera esperando un invierno más crudo, más anciano, pero endiablado por su furia. Manuela podía adivinar los pasos del futuro, la luz al final y el carrusel; muchos secretos aún no develados pero latentes.

¿Algún día terminaría la tortura de ser mártir?
El escalofrío de su cuerpo le decía que nadie volvería a pisar la tierra y se congelarían las tumbas de tanta indiferencia.
Manuela percibía que algo la derribaba frente a Dios. Ella lo amaba humildemente como su sierva pero no podía asumir las pérdidas; decía que allá, en el paraíso, estaría mejor pero en el fondo deseaba ser inmortal. El hecho de que algún día desaparecería de la faz del mundo era un tema difícil e inaceptable cargado de interrogantes que se fracturaba con las oraciones y le mostraba un edén posible. Exponía los salmos que le resultaban inconclusos porque no alcanzaban para suplir el desorden existencial en el que se hallaba perdida.
El miedo era tan fuerte que la paralizaba porque ya no podía dignificar los santos credos, aunque, a veces, la rescataban de la insensatez y aclaraban la desidia de su memoria.

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Un libro es maravilloso (para mí), es alma... y perdura en el tiempo y pasa de generación en generación dejando al menos algo de su autor.


El vacío del alma suele ser más cruel que todas las batallas

 

PUERTO soledad
La guerra de Malvinas
-1982-


PRIMER COMBATE

 

Tiempo…

Arquitecto de horas doradas y de vuelo de lágrimas,

 deja la guerra para otro tiempo que no es el tuyo,

alumbra…

Cobija tus párpados en la prisión de tu encierro:

trae la sabiduría de la lucha,

lleva el grito inesperado de la herida

 y camina muy despacio…

para que podamos seguir viviendo.


LA MARGINACION

  

¿Tranquilidad de una vida absurda o delirio de un olvidado?

Emilio no podía volver a nacer pero estaba a punto de abandonar un terreno que lo llevaba por un túnel de víctimas, mojado con los pies hinchados, soportando la tristeza como un ser que se escapaba de la corrupción. Sabía que tendría dificultades para sentirse vivo en un círculo demasiado indiferente pero gritaba con toda la voz sin rendir cuentas:

‒¿Dónde estoy?¿Quiero seguir?

Esas preguntas retóricas no esperaban contestación porque no estaban dirigidas a nadie en particular; eran sólo el retorno, sin pausa y sin límite, a los días de retiro en un absurdo cielo sepultado bajo la tierra.

Los espectros de sus amigos con las piernas amputadas hablaban dentro de sí mismo; esas verdades aumentaban más la angustia que era tan grande y venía cargada de una época que no entendía de cobardías.

Emilio vegetaba de a ratos; tejía una tela de relatos sin fin y veía, en la calma después de aquella tempestad, a un oficial arrancándose las insignias para pasar por soldado y no ser prisionero. El horror se mezclaba con el estupor en un espacio residual, bajo las estrellas y frente a un mar enemigo. Él buscaba risas, emociones y oxígeno en la paz de la siesta para conformarse y ver un destino límpido. Hubiera querido enfrentar a los hombres que lo llevaron a las sombras, identificar sus escudos e insultarlos hasta caer rendido pero su apatía lo expulsaba de la batalla y lo dejaba casi sin razonamiento, libre de pecado, como una cruz en la soledad del sur, desnudo…

Su mirada no respondía a los interrogantes de quienes compartían su presencia díscola de militar sin graduación inmerso en un pasado de cadáveres. Se dormía para no llorar, tiritaba abrumado por las pesadillas pero sabía que debía continuar: resistir la obligada disputa de la supervivencia. Él era frágil pero inteligente, dueño de los secretos que le daban miedo y de una tristeza que le quitaba fuerzas.

El vacío del alma suele ser más cruel que todas las batallas.

El soldado en el escritorio-biblioteca comenzó a ver, a través de una niebla, un futuro que podría llegar a ser posible y que, tal vez, cambiaría su vida: la verdadera guerra.

 


Emilio Torres terminó de leer La Muralla China. Franz Kafka fue un autor de obras extrañas por la profundidad de sus ideas. Escribió para defenderse de sí mismo, encerrado en un presente visiblemente real de personajes que hablaban por la inhumana lucidez del pensamiento. Sus obras representan, en términos surrealistas, los terrores y frustraciones de la vida moderna que abruman a las personas atormentadas.


2 de abril.
Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas
Un homenaje sentido para todos ellos.