VII
LA HIPOCRESÍA
Atlántico Norte, abril de 1912
Mark
Cooper y Alan nuevamente solos. Silas ya se había ido pero antes le había advertido
al joven que allí, en primera clase, no se podía quedar. El anciano, sin
moverse de su sillón, lo miraba con amargura. ¿Qué habría hecho mal para
merecer lo que le estaba pasando?
Alan
solamente observaba la valija que se hallaba fuera de su alcance. Era
perturbador y desconcertante descubrir que usaban, desde épocas inmemoriales,
las mismas palabras para justificar los reclamos y para olvidar los reproches.
Alan se paseaba de un lado a otro nervioso como si fuera un temible demente que
estuviera preparando una guerra en el medio de un patio junto a un perro
guardián.
‒¿Por
qué me haces la vida difícil? ‒le preguntó el abuelo agotado de su cinismo‒.
Necesito que tu padre o que tu madre se ocupen de ti porque yo tengo demasiados
problemas.
‒Yo
ya soy grande y puedo hacer lo que quiero.
‒Entonces…
¡Para qué me buscas! ‒gritó Mark con todas sus fuerzas y sintió en el pecho una
leve arritmia.
‒Bueno,
alguien tenía que sacarme del problema.
‒¡Vete
ya! Vuelve a tercera clase y espera que lleguemos a Nueva York. ¡No quiero
verte más!
Alan,
sin decir una palabra, salió de la habitación pero antes miró de reojo la casi
invisible maleta de Mark. Luego caminó por el estrecho pasillo con
indiferencia. Ya se había olvidado de la celda en la que se hallaba recluido y
señalado como un don nadie, una
alimaña, el hueso roído de una familia sin nombre.
El
olor acre le trajo recuerdos de su infancia y la soledad le dejó la boca sedienta,
pero no le importaba. De lejos, en la cubierta, vio a su tía Rebeca sola. La
consideraba una mujer reprimida y sin carácter, dominada por un marido
ambicioso.
De
repente, ella se dio vuelta y lo vio. Le provocaban pánico aquellos ojos
dispersos. Alan huyó dejando un hipnótico enigma. En esa urdimbre secreta, la
vida danzaba con sus brazos terminales hacia otros horizontes. Dolía tanto la
verdad como la mentira que a veces resultaba necesaria.
‒Me
parece que vi a mi sobrino Alan‒le dijo Rebeca a Wilson que venía en su busca
ya que el aire era demasiado fresco para su pobre salud.
‒No
puede ser. Te habrás confundido. Ese muchacho no tiene una libra para subir a
un barco como éste. Aunque creo que es un ratero y que husmea por los rincones
como un sabueso en busca de limosnas y de monedas.
‒¿Cómo
sabes eso?
‒Lo
dice siempre tu padre que reniega de sus pedidos y de sus apariciones
intempestivas en medio de la noche. A veces, lo vigila cuando trabaja en el
despacho o recorre los cuartos desiertos.
‒Parece
que tuviera un instinto grave de felino‒comentó Rebeca sonriendo.
‒No
es para tomarlo a risa, ese joven es un perdido. ¿Acaso el padre es un buen
ejemplo?
‒No, es un resentido que envidia al que más tiene y que piensa que él merece recibir cuando no da nada a cambio.
‒Pues
el hijo sostiene esa forma de vida y multiplica la avaricia.
Como
si le mordiera la piel el ardor de los trópicos, Wilson se llevó a Rebeca para
el interior de la nave con la convicción de que incendiar a los parientes era
acercarse a la confianza de Mark: su suegro. Tal vez, estaban confabulados.
Wilson
ejercía sobre Rebeca, su mujer, cierta custodia psicológica. La ahogaba de manera sutil como si
estuviera celoso de perder algo demasiado valioso. Ella estaba enferma, no se
justificaba la reacción, pero quizá no quería que nadie le tuviera lástima y
demostraba sólo un aspecto de su carácter: el marido protector que amaba
demasiado.
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