Milagros
Correa Viale con sus quince años parecía una princesa: rubia, alta, elegante, con
los rizos sobre los hombros, igual que Dolores; más bella que Felicitas, la
joven que ella admiraba tanto. Su curiosidad, la que la torturaba años
anteriores, seguía latente, pero ahora leía mucho, se interesaba por todos los
temas: desde políticos hasta médicos.
−Yo
tengo que dejar de sufrir por los demás –dijo en el cuarto mientras Bernarda
acomodaba los almohadones.
−¿Por
quién sufre, niña?
−¿Te
das cuenta lo que hizo Felicitas? Perdió un hijo, pobrecito, de tres años y
cuando todavía latía su recuerdo fue a buscar otro. ¡No pudo esperar! Lo
reemplazó como yo con los vestidos. ¿Te das cuenta, Bernarda? ¿Lo puedes ver?
Yo que la admiraba tanto, me defraudó.
−Es
que usted lo ve así. A veces, otro niño trae la alegría que se fue. Jamás lo
reemplaza, sino que llena los espacios vacíos para poder seguir viviendo.
−No
lo creo. Me duele y me lastima. Es egoísmo personal de grandes sin cerebro,
pero sobre todo sin corazón.
De
pronto, entró Dolores a la habitación nerviosa.
−Me
dicen que Felicitas está por dar a luz
nuevamente.
−Y a nosotras que nos importa –respondió Milagros y se quedó mirando el cielo gris de aquel día, con la certeza de que los seres humanos son diferentes y que el amor, a veces, no puede manejar los hilos de los corazones fríos−. ¡Cuánta gente mezquina! –dijo.
−¿Qué,
querida?
−No
le haga caso, señora. Milagros está enfadada con Felicitas Guerrero porque dice
que es frívola, y que no debía tener otro hijo tan rápido.
−Los
hijos llegan solos.
−¡Qué
tontería absurda! ¿Los traen de París en el pico de las aves?
−¡Deja
de cuestionar los actos de los demás, hija!
−Madre,
no puedo. Soy demasiado sensible. Me horrorizan ciertas actitudes de la gente,
me perturban, todo me afecta.
−Debería
llevarte al médico.
−No.
Los males del alma no los curan esos señores aburridos que escriben y cierran
los ojos porque se duermen cuando la gente les cuenta sus problemas. Lo hacen
porque no les importa nada.
−Dios…
¿A quién has salido? Crees que lo sabes todo, no seas tan soberbia –exclamó
Dolores tratando de que Milagros dejase de mirar al lado para que viese su
propia existencia−. Necesitas ocuparte en algo aparte de tus estudios y
labores.
−¡Tú
no entiendes nada! –gritó y se fue dando un portazo.
Bernarda
y Dolores se quedaron perplejas. Demasiada madurez y falta de respeto a los
mayores en ese cuerpo adolescente.
−¿Qué
hago con ella?
−Está
en una edad difícil.
−Me temo que va a ser así toda la vida. Pobre, mi niña, porque va a sufrir. Sentir como propios los problemas ajenos no es más que cargar con una cruz infecunda. Sin presente ni futuro.
−Yo
creo que le ha afectado lo de Felicitas porque la conocía desde niña y la veía
como un ejemplo a seguir, igual que a una hermana mayor. Casarse sin amor con
un hombre grande ya la golpeó porque Milagros es muy romántica, y ahora lo del
niño fallecido fue un golpe que la desestabilizó por completo. La inmensa torre
en donde había colocado a su amada Felicitas se derrumbó. Milagros es muy
idealista.
−El
padre la va a poner en su lugar.
−No
diga así, doña Dolores, y usted perdone. Yo no soy nadie para opinar, pero me
parece que hay que tratarla con más amor cuando los jóvenes son así. El rigor
no es el camino.
−Esperemos
que no cometa una locura.
−No,
es demasiado buena.
Dolores
se quedó pensando desconcertada. Su hija resultaba ser una mujercita difícil.
¿Cómo le hablaría de ahora en más? No hallaba palabras.
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