La
joven india se quedó inmóvil al escuchar aquella confesión. No sabía que Pedro
la había buscado en este tiempo, aunque lo suponía. Con el padre Hilario nunca
hablaron de él. Ella no preguntó jamás.
‒Yo
le dije al padre que me ocultara y que me protegiera de los hombres de este
pueblo ‒exclamó Aluen para defender al sacerdote.
‒Pero,
Pedro te quería bien. Yo sabía que tú te hallabas aquí, también lo del niño,
pero nunca se lo comenté y lo dejé ir con el rostro cansado de tanto buscar tu
huella. Vivía para ti, para soñar con el encuentro, para demostrar que ese amor
podía salvarte del daño que te habían hecho.
‒¡Mejor
así! ‒gritó el padre.
‒¡Mejor
no! ‒replicó doña Ramona que estaba harta de esconder secretos.
‒¡Hija!
Estás en la casa de Dios.
‒¿Le
parece bien tanta injusticia? Si Aluen sufrió, ¿por qué obligaron a padecer las mismas
miserias a Pedro Medina que es un santo, un hombre de bien?
‒¿Él
preguntó por mí?
‒Un
millón de veces y me quedo corta.
‒Pobre.
Tiene que comprender mi situación. Usted no sabe todo, Ramona. Yo era una
desgraciada mujer sin fuerzas y sin ganas de vivir. Quería morir. ¿Sabe lo que
eso significa? Estaba esperando un hijo y no lo deseaba. Lo rechacé muchas
veces, quería regalarlo… No sé. ¿Me comprende? Igual no le diga a Pedro, por
favor, sigamos así que estamos bien. Mi vida ha cambiado, soy otra persona.
‒Sí,
me doy cuenta.
‒Entonces,
buena señora calle como lo hizo hasta ahora. No puedo contarle más, pero si la
quiere realmente a Aluen debe seguir manteniendo oculto su paradero. Se lo digo
por el bien de todos.
‒Yo
no sé del amor, pero me parece que están cometiendo un error que no tiene
retorno. Mejor vamos. Acá le dejo todo padre y si necesita remendar calcetas me
las envía por alguna niña del asilo.
‒Ve
con Dios.
Aluen,
con el gato en brazos, se fue al cuarto. Pedro dormía. Lo miró y se le cayeron
las lágrimas al recordar a aquel caballero que la había salvado. El único
hombre que la había respetado y que le había dado su lugar de mujer: el que
muchos pisotearon con injurias y abusos porque ella era una india, un ser
inferior, de otra raza, de una cultura despreciable, de un color distinto y de
un origen humillante. Pedro era un ser único, pero debía ignorar su escondite y
alejarlo de su vida. Él merecía una mujer diferente, sin pasado, pura de cuerpo
y alma, sin manchas. Así debía ser y por eso el padre jamás le habló de la
búsqueda y de las horas que pasó entre el dolor y el miedo a ser descubierta.
Doña Ramona nunca dijo nada, pero no se podía confiar más en su discreción
porque se la notaba batalladora y sobre todo justiciera.
El
viento arrastraba las hojas secas de los árboles y se llevaba retazos de
existencias pasadas. La nostalgia se colaba por aquellos zaguanes, y en los
patios de hortensias aparecía, como alma descubierta por algún agorero, una
voz:
‒Cuando
hay hortensias la niña no se casa.
Allí
se detenía el tiempo con los susurros y el revuelo de algún malón. Mientras
tanto se respiraba paz, esa tranquilidad de claustro que inquieta en demasía,
que necesita gritos y que desordena las ideas.
A caballo, y seguido a una distancia prudencial por la sobrina de doña Ramona, iba Pedro rumbo al centro del pueblo a buscar unos comestibles. Francisca se sentó en las escalinatas de la iglesia de los Virgen de las Rocas. El templo estaba cerrado y se veía algún movimiento al lado en la Casa de las Huérfanas, sobre la misma vereda, donde titilaba el candil. Cuando Francisca lo vio se puso de pie y lo detuvo con la mano en alto.
‒Necesito
hablar con usted.
‒No
tengo tiempo. Estoy muy ocupado en el Fuerte y quiero llegar con la mercadería
antes de la noche. Me vigilan, sabe. No es un juego de niños mi vida para
detenerme a conversar tonterías. Me disculpa ‒dijo Pedro de malhumor.
‒Es
sobre Aluen.
‒Otra
mentira más. Su tía, una mujer egoísta, por cierto, nunca me quiso ayudar y
siempre trató de poner obstáculos en la búsqueda. Estoy agotado de tantos
enigmas y misterios, de lecciones de moral, de consejos de abuelas que no hacen
nada en todo el día.
‒No
sea injusto. Yo sé dónde está la indiecita.
‒¡Basta
ya! ¡Me va a decir que bailando con los tehuelches al sur! Esa farsa ya la
conozco. Usted es una señorita, no permita que me salga de mi eje y le diga
cualquier necedad.
‒¡Está
en la iglesia! ‒gritó Francisca y se fue tan rápido que no le dio tiempo a
Pedro de decir otra cosa. Ni reproches, ni insultos, el mutismo total.
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