Aluen (Cap 4. Namba-Segunda parte)

 


La vida de Aluen se tornaba monótona, pero ya no tenía miedo. Junto a la iglesia había una Casa de Huérfanas donde iba todas las tardes a ayudar con las labores; algunas jóvenes leían en voz alta para las ancianas y también para ella misma porque todavía no había aprendido a interpretar los textos. Sí a hablar correctamente porque el padre le había dado clases especiales. Le gustaban mucho los libros de poesías que guardaba en su habitación como un tesoro del cielo. Es que le transmitían emociones impensadas y le revivían otras que quería olvidar y no podía. Pensaba que cuando estuviera preparada le gustaría enseñar a los niños a escribir versos.

El padre Hilario, en ocasiones, la llevaba a retiros espirituales, pero el encierro despertaba en ella una especie de rebeldía. Su espíritu indio permanecía en su interior y se manifestaba cuando le quitaban el oxígeno. Ya no odiaba, ése era un mal sentimiento. Se lo decía siempre el párroco, no solamente a ella sino cuando daba la misa.

En aquel universo desierto, tanto como las almas de las muchachas que vivían al lado de la iglesia, ella, Aluen, la luz de la luna, ya no tenía deseos de soñar, sólo vivía el día a día. Ese presente que le tocaba en suerte, con la paz que había alcanzado a fuerza de voluntad y sacrificio.

Aquello fue como una ráfaga

igual al principio de las cosas,

como ver a Dios…

 

Por las tardes, cuando la iglesia estaba en silencio, se sentaba cerca de las ventanas que daban al patio para ver la claridad de la tarde y, a través de los ñandutíes, dibujaba con la vista arcos en el piso de ladrillos y en las alfombras del telar. Eran corazones de amor que luego se disipaban con el viento y se los llevaba lejos. Ya no recordaba a Namba y sus parientes porque su vida había cambiado, era otra mujer: tan digna como la joven de la mejor familia.

‒El niño está llorando ‒dijo el padre y ella corrió a atender a su amado Pedro.

 

 

Manuel Leiva había quedado viudo. Su mujer falleció por una negligencia médica al suministrarle una medicina que su cuerpo rechazó pues era alérgica.

‒Es que yo no conocía bien a la paciente ‒dijo el médico de turno donde la habían llevado porque querían protegerla. En Carmen de Patagones no había recursos.

Desde ese día don Manuel empezó a vagar por las calles, parecía encaprichado con la vida. Quizá, seguía como Pedro, buscando inconscientemente el rastro de Aluen en algún sitio. El pueblo comentaba que vivía con los indios en el sur, pero Pedro Medina cuando los visitó se dio cuenta de que allí no podía estar. Ella era una nativa refinada, una muchacha que no pertenecía a esa familia de siervos de la tierra.

En aquellas paredes pálidas y desnudas de la iglesia Virgen de las Rocas, Aluen criaba a su hijo. Al principio había querido rechazarlo porque no era el fruto del amor, pero después, al verlo, se dio cuenta que esa personita era solo de ella: su continuación. Vio sus mismos ojos verdes y una débil sonrisa de dicha cuando lo arropó en sus brazos. Sabía que jamás lo abandonaría y que viviría para él porque no le hacía falta nada más ni quería… Estaba bien así porque el padre Hilario la protegía, tenía trabajo y se sentía útil cuando acompañaba a las huérfanas que se consumían entre los floridos años.

En un momento, oyó un ruido y se sobresaltó; un gatito maullaba desde el otro lado de la pared, como si estuviera aprisionado. Aluen cruzó la sacristía y buscó al pequeño felino que se hallaba en un altillo carcomido que separaba la iglesia de la Casa de Huérfanas. Y desde allí, refugiado y muerto de miedo, la miraba con ojos de niño abandonado que necesitaba con urgencia un ama de crianza.

‒Ven, bebé, que a la luz del día sentirás que eres libre, pero ya no me abandones porque soy tu madre.

Aluen era, al extremo, una mujer tierna, tan sensible como aquellos que han sufrido mucho y que cargan heridas sin sanar. A pesar de eso, tenía amor de sobra para dar y estaba dispuesta a entregarlo sin esperar nada a cambio.

‒¡No quiero gatos! ‒gritó el párroco que llegaba arrastrando la sotana desde la calle. Vio a Aluen que se paseaba con el animalito que acababa de rescatar.

‒Pobrecito, mire que ojitos tan dulzones que tiene… ¿no se parecen a los de Pedro? Déjeme que cuidaré de los dos, no mejor de los tres porque usted también necesita de mí. ¿Verdad?


‒Bah ‒rezongó‒. ¡Qué linda eres! Has ganado mi cariño, hija. Te mereces eso y mucho más.

En medio de la charla, se oyeron unos pasos y Aluen intentó refugiarse en la habitación, pero no le alcanzó el tiempo y quedó en evidencia.

‒No te escondas, muchacha, que yo ya sé desde hace bastante que vives aquí con tu hijo ‒comentó, a viva voz, doña Ramona que llegaba con la sobrina. Traía la ropa para los necesitados y los alimentos en la canasta.

‒¡Por favor! Le pido que no le cuente a nadie que me vio. Por lo que más quiera. Yo sé que usted es una buena mujer, solidaria y caritativa.

‒Pero… ¡Qué bien te expresas! ¡Buen trabajo, padre!

‒Es lo menos que podía hacer por ella, después de todo lo que tuvo que padecer.

‒Usted perdone…‒dijo Ramona‒. ¿Por qué les mintió?

‒¿A quiénes?

‒Primero a todos y después a Pedro y a Aluen.

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ALUEN (Novela plagiada en Amazon)
------La Patagonia rebelde, Los indios tehuelches, La colonización galesa, Carmen de Patagones, el sur argentino.

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