La
vida de Aluen se tornaba monótona, pero ya no tenía miedo. Junto a la iglesia
había una Casa de Huérfanas donde iba todas las tardes a ayudar con las
labores; algunas jóvenes leían en voz alta para las ancianas y también para
ella misma porque todavía no había aprendido a interpretar los textos. Sí a
hablar correctamente porque el padre le había dado clases especiales. Le
gustaban mucho los libros de poesías que guardaba en su habitación como un
tesoro del cielo. Es que le transmitían emociones impensadas y le revivían otras
que quería olvidar y no podía. Pensaba que cuando estuviera preparada le
gustaría enseñar a los niños a escribir versos.
El
padre Hilario, en ocasiones, la llevaba a retiros espirituales, pero el
encierro despertaba en ella una especie de rebeldía. Su espíritu indio
permanecía en su interior y se manifestaba cuando le quitaban el oxígeno. Ya no
odiaba, ése era un mal sentimiento. Se lo decía siempre el párroco, no
solamente a ella sino cuando daba la misa.
En
aquel universo desierto, tanto como las almas de las muchachas que vivían al
lado de la iglesia, ella, Aluen, la luz de la luna, ya no tenía deseos de
soñar, sólo vivía el día a día. Ese presente que le tocaba en suerte, con la
paz que había alcanzado a fuerza de voluntad y sacrificio.
Aquello fue como
una ráfaga
igual al principio
de las cosas,
como ver a Dios…
Por
las tardes, cuando la iglesia estaba en silencio, se sentaba cerca de las
ventanas que daban al patio para ver la claridad de la tarde y, a través de los
ñandutíes, dibujaba con la vista arcos en el piso de ladrillos y en las
alfombras del telar. Eran corazones de amor que luego se disipaban con el
viento y se los llevaba lejos. Ya no recordaba a Namba y sus parientes porque
su vida había cambiado, era otra mujer: tan digna como la joven de la mejor
familia.
‒El
niño está llorando ‒dijo el padre y ella corrió a atender a su amado Pedro.
Manuel
Leiva había quedado viudo. Su mujer falleció por una negligencia médica al
suministrarle una medicina que su cuerpo rechazó pues era alérgica.
‒Es
que yo no conocía bien a la paciente ‒dijo el médico de turno donde la habían
llevado porque querían protegerla. En Carmen de Patagones no había recursos.
Desde
ese día don Manuel empezó a vagar por las calles, parecía encaprichado con la
vida. Quizá, seguía como Pedro, buscando inconscientemente el rastro de Aluen
en algún sitio. El pueblo comentaba que vivía con los indios en el sur, pero
Pedro Medina cuando los visitó se dio cuenta de que allí no podía estar. Ella
era una nativa refinada, una muchacha que no pertenecía a esa familia de
siervos de la tierra.
En
aquellas paredes pálidas y desnudas de la iglesia Virgen de las Rocas, Aluen
criaba a su hijo. Al principio había querido rechazarlo porque no era el fruto
del amor, pero después, al verlo, se dio cuenta que esa personita era solo de
ella: su continuación. Vio sus mismos ojos verdes y una débil sonrisa de dicha
cuando lo arropó en sus brazos. Sabía que jamás lo abandonaría y que viviría
para él porque no le hacía falta nada más ni quería… Estaba bien así porque el padre
Hilario la protegía, tenía trabajo y se sentía útil cuando acompañaba a las
huérfanas que se consumían entre los floridos años.
En
un momento, oyó un ruido y se sobresaltó; un gatito maullaba desde el otro lado
de la pared, como si estuviera aprisionado. Aluen cruzó la sacristía y buscó al
pequeño felino que se hallaba en un altillo carcomido que separaba la iglesia
de la Casa de Huérfanas. Y desde allí, refugiado y muerto de miedo, la miraba
con ojos de niño abandonado que necesitaba con urgencia un ama de crianza.
‒Ven,
bebé, que a la luz del día sentirás que eres libre, pero ya no me abandones
porque soy tu madre.
Aluen
era, al extremo, una mujer tierna, tan sensible como aquellos que han sufrido
mucho y que cargan heridas sin sanar. A pesar de eso, tenía amor de sobra para
dar y estaba dispuesta a entregarlo sin esperar nada a cambio.
‒¡No
quiero gatos! ‒gritó el párroco que llegaba arrastrando la sotana desde la
calle. Vio a Aluen que se paseaba con el animalito que acababa de rescatar.
‒Pobrecito, mire que ojitos tan dulzones que tiene… ¿no se parecen a los de Pedro? Déjeme que cuidaré de los dos, no mejor de los tres porque usted también necesita de mí. ¿Verdad?
‒Bah
‒rezongó‒. ¡Qué linda eres! Has ganado mi cariño, hija. Te mereces eso y mucho
más.
En
medio de la charla, se oyeron unos pasos y Aluen intentó refugiarse en la
habitación, pero no le alcanzó el tiempo y quedó en evidencia.
‒No
te escondas, muchacha, que yo ya sé desde hace bastante que vives aquí con tu
hijo ‒comentó, a viva voz, doña Ramona que llegaba con la sobrina. Traía la
ropa para los necesitados y los alimentos en la canasta.
‒¡Por
favor! Le pido que no le cuente a nadie que me vio. Por lo que más quiera. Yo
sé que usted es una buena mujer, solidaria y caritativa.
‒Pero…
¡Qué bien te expresas! ¡Buen trabajo, padre!
‒Es
lo menos que podía hacer por ella, después de todo lo que tuvo que padecer.
‒Usted
perdone…‒dijo Ramona‒. ¿Por qué les mintió?
‒¿A
quiénes?
‒Primero
a todos y después a Pedro y a Aluen.
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