−Qué
me cuenta del fusilamiento de Martín de Álzaga en 1812 –le comentó don Aurelio,
en la sala tomando un ron, al adusto Carlos Guerrero a quien consideraba su
amigo.
−Mi
yerno es el sobrino nieto. Mejor no hablemos de esos temas crudos e injustos.
−Dicen
que traficaba esclavos y que fue héroe de las invasiones inglesas. Se lo acusó
de conspirar contra el gobierno.
−Para
mí la ejecución fue una sentencia injusta, pero son opiniones que mejor dejar
pasar.
−Pobre
familia.
−Sí,
dejó una mujer y trece hijos. Las consecuencias de su muerte fueron demasiado
trágicas. Sobre todo para la vida de sus descendientes que tomaron distintos
caminos y enlutaron más el apellido.
−Eso
no es mancharlo.
−De
alguna forma sí.
−Todos
tenemos vergüenzas e incoherencias que ocultar en nuestra vida privada –agregó
don Aurelio−, pero al fin entre tanta miseria lo que queda es la gloria de ser
libre y responsable del futuro. Para bien o para mal.
−No
me gustan las frases hechas –respondió don Carlos Guerrero y se puso de pie.
−¿Y
la rancia aristocracia? –exclamó don Aurelio con ironía.
−No
sé, no la conozco.
−¿Le
parece?
Doña
Felicitas, quien escuchaba detrás de los cortinados la conversación, se
presentó en la sala y don Aurelio se levantó, apoyó la copa en la mesa, saludó
a la dama y se puso el sombrero.
−Buenas
tardes, permiso. Me retiro, ya es hora de seguir con mis ocupaciones – dijo
porque entendió que la presencia de la señora de la casa se debía a su apretada
charla.
−Cuando
guste… −exclamó don Carlos algo incómodo.
Don
Aurelio se subió al carruaje que manejaba Timoteo, su chofer, y se perdió por
la calleja mojada por la lluvia. Ese día no había llevado a Milagros.
La
sensación de incomodar a Guerrero a don Aurelio Correa Viale le daba seguridad.
Disfrutaba mucho cuando lo ponía en peligro, al límite, porque sabía de sus
astucias. Aunque él no se quedaba atrás. El militar siempre quería humillarlo
porque le fastidiaba su carácter y la manera absurda de ocultar los deslices:
la ambición que lo cegaba.
Don
Carlos, quien siempre había luchado por mantener el control, que se escapaba
del miedo interno y de las tinieblas del ayer, era atrapado, a menudo, por el
militar. Pensaba como un pusilánime, un paranoico, que otros querían atrapar
para sacar algún provecho.
“El
secreto de la existencia está en no asustarse, en no ver enemigos por todos
lados. En definitiva, ¿yo que he hecho mal? ¿Alguien puede juzgarme? ¿Se
atreven? Nadie es más fuerte que yo y más implacable. Quizá me equivoqué con mi
hija, le mentí…Eso fue un error que reconozco, pero fue por su bien aunque las
cosas hayan salido mal”, pensó caminando de un extremo a otro de la sala.
−¿Qué hago con el niño pobre? –preguntó doña Felicitas.
−¿Cuál?
−El
de todos los días, el que merodea la casa y los umbrales vecinos. ¿No sé qué
busca?
−Seguro
que robar.
−No,
para mí, no. Le veo los ojos húmedos y la cara golpeada. Camina dolorido y no
tiene fuerzas. Me parte el corazón.
−Cierra
los ojos y que la cocinera le dé algo de comida. Lo de siempre. ¿Qué quieres,
mujer? ¡Qué lo adoptemos!
−No,
eso no.
−Entonces,
¡no me preguntes! Haz lo de siempre. Qué culpa tenemos nosotros de vivir en una
sociedad desigual, donde los que hacen bien las cosas tengan que sentir culpas
por los otros que nunca hicieron nada para superarse.
−Es
verdad, pero me da pena.
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