‒Hemos
llegado a la conclusión, después de investigar, que te quedarás acá hasta que
lleguemos a Nueva York. No queremos tener problemas con los superiores ni con
los pasajeros ‒le dijo Silas Pyland a Alan cuando lo visitó esa tarde.
‒¡No! ‒gritó
Alan Cooper‒. No hay derecho. ¿De qué me acusa?
‒De
espía.
‒¡Qué
risa! ¡Por favor! ¡Soy inocente! La verdad es que ustedes son ridículos y
estúpidos.
‒Mida
las palabras porque le irá peor ‒lo amenazó Silas poniendo distancia y giró para
retirarse‒. ¿Se olvida del incendio?
‒Es
que estaba desesperado.
‒Pues
no suplique más, ni de rodillas, porque no será escuchado.
Silas,
sin paciencia, se retiró rápidamente y dejó un rumor en torno a la bodega donde
Alan se quedaría los días que faltaban de viaje. La gente, conmocionada,
pensaba que se trataba de un asesino peligroso.
El
Titanic, un barco majestuoso, llevaba
entre sus pasajeros a un delincuente. Era inaudito pensar que podían dejarlo
suelto. Sin embargo, él estaba pensando de nuevo en escapar. ¿Por dónde? No lo
sabía.
Habían
pasado veinte minutos y el cielo antes rojo se oscureció. Los murmullos
llegaban desde el comedor. Alan imaginaba venir a un hombre de aspecto brutal
que agitaba un látigo de caza y que le preguntaba:
‒¿Qué
demonios quiere?
Comenzó
a temblar por el pánico y ya no podía articular palabra. Sentía el corazón en
la garganta y el pecho a punto de estallar.
‒Moriré ‒alcanzó
a decir en voz baja, como pudo, porque la mandíbula parecía desarticulada y le
castañeteaban los dientes‒. ¡Llame a alguien! ‒gritó con la voz rota. Nadie lo
escuchó‒. Por favor ‒volvió a decir débilmente.
‒¿Qué
busca? ‒respondió un guardia detrás de la puerta.
‒Necesito
hablar con un tal Silas Pyland.
‒Él
ahora no puede venir. Está ocupado. No moleste más.
‒Por
favor ‒balbuceó Alan pegado a la puerta de rodillas.
‒Voy
a ver si logro que lo atienda, no le prometo ‒contestó el vigía que se hallaba
expectante del otro lado.
Alan Cooper se encontraba vencido y preso de un ataque de nervios que lo convertía en una frágil víctima.
¿Hasta
dónde puede llegar la ambición? Eso Harry, su padre, lo sabía muy bien.
El placer de recibir
favores sin la cultura del trabajo no lleva a ningún camino.
Aquel
niño educado sin valores había perdido la dignidad. Nieto de un acaudalado
hombre de negocios, era considerado un perdido. Esa juventud que no se
recuperaba más y que, según los entendidos, volvería a delinquir. ¡Cuánto
tiempo perdido! Aquella valija de su abuelo era su barrote de condenado y lo
poseía, cual demonio, amarrado a los vicios y a una vida sin futuro. Harry, en
su casa, estaba esperando el tesoro, como esos padres que envían a sus hijos,
pequeños, a mendigar limosnas por las calles sin medir las consecuencias y sin
pensar en el daño psicológico.
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