Julián
se encontraba comiendo algo sentado en la escalinata del orfanato; se oía el repiqueteo
de las campanas de la iglesia. La gente pasaba sin reparar en él y en su triste
aspecto. Estaban acostumbrados a verlo ir y venir, no le tenían miedo porque no
sabían en el ambiente donde había crecido.
−Oye…
¿Qué te dije yo el otro día?
Cuando
Julián vio que Milagros se acercaba, se puso de pie igual que un caballero,
pero se mantuvo con el sombrero en la mano y la vista baja, en el suelo, ése
mismo que pisaba a diario y que lo conocía tanto.
−Buenos
días, señorita.
−No
te hagas el educado conmigo que te falta mucho. ¿Todavía por la calle? ¿Qué te
aconsejé?
−Que
busque trabajo. No lo voy a hacer. Mire lo que soy. ¿Usted cree que con esta
ropa alguien me va a respetar?
−Bueno,
tienes razón. Tampoco te pido que vayas a servir copas a una confitería. Ven
conmigo –dijo Milagros y lo arrastró por el brazo.
−¡No!
¡Qué se piensa!
−¡Necio!
Ven…
Julián
se debatía entre la vergüenza y el miedo. No quería ir con esa señorita fina.
¿Qué buscaba? ¿Por qué lo molestaba tanto? ¿A ella qué le importaba de él?
−Tonto
y más tonto. Te quiero ayudar.
−¡Déjeme
en paz, quiere!
Milagros
se fue con Timoteo en la calesa y Julián se quedó mirando hasta que se
perdieron en el horizonte. Le dolía ser pobre, un indigente. Imaginaba poder
llegar a ser su amigo. ¡Qué linda que era! ¿Por qué el destino se empeñaba en
abandonarlo a su suerte! ¿Por qué no le daba una oportunidad?
−¡Hay
que buscarla! –seguro le gritaría Milagros y con razón. Él no quería moverse de
ese sitio de confort porque así estaba bien.
“Ser pobre molesta. Lo sé. Quizá, ella piensa que soy peligroso. Crecí a fuerza de golpes y eso me hizo débil y miedoso. Ni la voz me sale. Cuando oigo un ruido tiemblo y me doy vuelta despacio para ver de dónde viene: de un puño cerrado, de un trozo de madera, de un tacho viejo… La violencia no tiene nombre y aparece para castigar al más débil, a la víctima, al que no tiene defensa. Yo podría ser como ellos, mi familia, qué más da… pero no quiero. Aunque indirectamente han sido y son una rara influencia en mi carácter y en mis impulsos. ¿Cómo pueden pensar que alguien me dará trabajo? Ni para barrer un sótano. La sociedad no para de cargar injusticias contra aquellos solitarios que si murieran tirados en un lodazal nadie los vería por meses. Total, no han perdido nada. El mundo seguirá andando con indiferencia y cada uno sabrá dónde estará el oxígeno para vivir un día más”, pensó Julián mientras se iba caminando despacio rumbo a la Sociedad Rural, donde se juntaban los productores agropecuarios. Quizá, alguno de ellos reparara en su presencia y le hiciera algún hueco en su estancia, pero eran tan copetudos; de esos que jamás miran para arriba porque creen que son el punto más alto.
“Estos
ni se embarran las botas”, reflexionó Julián mirándolos de lejos, como
queriéndoles hablar con los ojos. Sentía más curiosidad que otra cosa y también
el abismo que los separaba, un hueco tan oscuro que parecía noche.
Entre
los productores vio a don Aurelio Correa Viale, el padre de Milagros; parecía
un domador por la forma en que estaba vestido. Era de atropellar a cualquiera y
el orgullo le brotaba de sus gestos adustos y hasta crueles. Le recordaba al
padre que le pegaba: la misma mirada, el mismo grito, los movimientos bruscos y
secos. Se oían relinchos de caballos en los coches estacionados y el paso de
los tacos de las botas que asomaban sobre los pantalones de telas finas. Alguno
llevaba poncho lanar y bigotes largos y blancos.
−Estos
les deben buscar maridos a sus hijas y al revés, para que todo quede entre
ellos y así contar más billetes. Están llenos de heridas por dentro, de esas
que no causan dolor, pero que lastiman al otro.
−¿Funciona
ser pobre, che? –le dijo alguien y le tocó el hombro.
−No
le entiendo.
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