“No
puedo creer lo que está pasando en la residencia de los Guerrero. Se hablan
tantas cosas que mejor guardar las opiniones, ya veremos cuando regrese Aurelio
y me cuente un poco las habladurías del populacho. ¡Qué horror, la gente
siempre se ocupa de lo ajeno! ¿Es que no tienen vida propia?”
−¿El
té solo? –preguntó Bernarda a Dolores en la galería que daba al patio-jardín
donde se hallaba sentada esperando a su marido. Siempre esperando…
−¿Qué?
–preguntó dispersa.
−¿El
té lo va a tomar con galletitas o con tarta. Tengo una de frutillas deliciosa.
−No
me gustan mucho las de frutillas porque les pones demasiada crema.
−Es
que a mí me encanta –agregó Bernarda presa del regocijo de comer.
−Es
que cocinas solamente para ti en esta casa.
−No,
señora.
−Pues,
no lo parece. ¿Y Milagros? Ya es tarde, envía a Timoteo a buscarla.
−Es
que se la llevó don Aurelio.
−¿Dónde?
−Al
campo, y luego dijo que iba a pasar por la casa de los Guerrero como hace
siempre.
−Que él haga lo que le plazca, pero que no lleve a la niña a esos lugares. No tiene
edad para estar escuchando las necedades de los grandes; sobre todo porque no
son un buen ejemplo. Después la escuchas hablar con palabras de otro,
influenciada por ideas de locos.
−Usted
sabe que con don Aurelio no se puede ni abrir la boca.
−Sí,
es verdad. Bueno, trae esa bendita tarta que ya me dio curiosidad.
−Vio
que es una delicia.
−¡No
sé! ¡No me gusta que me domines, Bernarda!
Corría
una brisa suave en esa tarde de primavera. El verde del patio traía la paz con
sus duraznillos y helechos.
“La
soledad no es tal cuando se siente tranquilidad interior, aunque a veces me
asaltan las dudas y pienso, y la cabeza teje y desteje. Aurelio y sus negocios.
Limpios, sucios… ¿Quién podrá saberlo? Mejor no, porque si supiera algo me
transformaría en cómplice”, pensó Dolores comiendo sola la tarta de fresas que
Bernarda había elaborado sólo para ella como era su costumbre.
El
sol se ocultaba con sus últimos destellos detrás de los tilos.
“Esta
soledad es como una crucifixión”.
−Pensando
alguna teoría matemática –exclamó don Aurelio con el sombrero en las manos y
dispuesto a sentarse a tomar algo con Dolores.
−Por
fin llegas. ¿Y Milagros?
−Se
fue al cuarto con unas revistas que le regaló doña Felicitas en la casona vieja
de los Guerrero.
−No
me gusta que la niña vaya a esa residencia. ¿Por qué la llevas? Siempre me
desautorizas.
−¿Y
qué tiene de malo?
−Es
que escucha conversaciones. Sabes cómo es de curiosa.
−Sí,
como los gatos.
−No
te rías. Tenemos una sola hija que criar y educar.
−Por eso. ¿Para qué te preocupas tanto?
Milagros,
en su habitación, tenía unas revistas europeas que le había regalado la doña de
la casa para que se entretenga. Ella la vio entrando a la cocina donde la mujer
de servicio estaba horneando el pan y comenzó a preguntar sobre sus costumbres,
una y otra cosa. Apareció luego Juliancito; entonces, doña Felicitas la tomó de
un brazo y la sacó a empujones.
“Qué
niña tan molesta”, pensó.
−¿Por
qué no esperas a tu padre en la sala?
−Porque
me aburro.
−Ése
no es mi problema.
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