El
segundo hijo de Felicitas, que acababa de nacer, murió a las pocas horas.
La
familia desconcertada no sabía a quién culpar. Se preguntaban una y otra cosa.
¿Qué habían hecho mal? ¿Por qué les tocaba ese destino tan azaroso. Felicitas
no se merecía tanto dolor, pero allí estaba presa de sí misma y del llanto.
Martín
de Álzaga, con la pérdida, parecía un moribundo. No ayudaba a nadie y
permanecía pálido y recostado en un sillón con las piernas estiradas y los ojos
cerrados. Doña Felicitas entraba y salía
de la habitación, hablaba a los gritos con las empleadas, parecía no recuperar
la cordura y el silencio de un duelo impensado. Don Carlos sólo hablaba
monosílabos; no quería oír el llanto ni los lamentos, le hacía mal como
aquellas personas que no pueden hacerse cargo, que no sienten empatía y que
prefieren huir. Igual trataba de fortalecerse tomando algo fuerte en la sala,
lejos de los lamentos y de la dejadez mortuoria de su yerno.
−Pobre
niña –decía la empleada secándose las lágrimas con el delantal de cocina.
−¡Es
la vida!
−Injusta
y mucho. Hay que llamar al médico para que atienda al patrón porque lo veo mal.
−Demasiado
flojo resultó…
−Eso
no se puede manejar cuando el dolor aprieta el pecho.
−Sensiblería
de mujeres –agregó don Carlos y se marchó sin decir más palabras y con
demasiadas ideas desubicadas en la cabeza. Debía recomponer los minutos y
sacarle provecho al día, buscar papeles, asegurar la herencia, romper otros,
desoír reclamos, y descansar en el silencio de su casa. El tiempo lo borra todo
y ordena, con ayuda, las cosas que han perdido el rumbo. Busca senderos con más
beneficios y menos quejas.
Doña
Felicitas se acercó a su hija que permanecía con los ojos estáticos. Le dolía
hasta el último hueso y de su alma quedaba poco. El cuarto, en sombras, estaba
tan despoblado que dejaba su halo de sepulcro en cada rincón, en la ropita del
bebé, en la mirada y en sus ojos imaginados. Era como morir dos veces, y la
soledad se apropiaba del consuelo que no hallaba consejos posibles.
El
hombre de la casa no era el sostén que esperaba. Todos y cada uno habían
arruinado el futuro de alguien inocente y se habían llevado la esperanza. ¿Eran
culpables? Sí, por manejar las vidas.
−Hijita,
no sé qué decir…
−No
digas nada porque todo sobra.
−Ya
saldrás adelante. Eres tan joven; los años por venir serán de mucha luz y el
camino más fácil.
−Gracias,
pero nadie sabe qué pasará cuando comiencen a andar los días, todos iguales,
despoblados, sin ilusión. Por favor, necesito silencio.
−Tu
marido no está bien.
−Que
se arregle; no me puede pedir a mí nada porque yo estoy peor.
Doña
Felicitas se retiró despacio contando los pasos en ese mutismo sepulcral.
Martín de Álzaga permanecía dormido en el sofá, sin advertir la presencia de
nadie. Tenía la respiración acelerada. Eso le llamó la atención a doña
Felicitas que buscó al marido hasta en la cocina y no lo pudo encontrar. Se
había evaporado.
“Ya
lo imaginaba”, pensó con un suspiro, agotada de hacer sola y de resolver la
mayoría de los problemas domésticos.
−¿Mi
esposo?
−Se
fue hace media hora –dijo la empleada con los ojos húmedos.
−Vigila
a mi hija y cualquier cosa me envías a buscar con el cochero. Yo vuelvo a la
tarde, tengo que ver qué hace mi marido. Es tan disperso con la familia. Todo
le resbala.
−Sí,
señora.
−Mira
también a Martín. Parece haber perdido el aliento; otro flojo más.
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario