VI
GRACIAS,
ABUELO
Atlántico Norte, abril de 1912.
Al
otro día, Rebeca en el desayuno se sintió mal y hubo que llamar a un médico que
se hallaba en el lugar tomando el té de la mañana. Mark tembló de miedo ante
tales circunstancias y quedó paralizado. Pensó que todo acababa allí y las
lágrimas del día empezaron a brotar. Wilson, como era de esperar, sólo miraba
de lejos. Parecía ausente, otro hombre.
‒Se
le ha bajado la presión arterial‒dijo el doctor‒. Que tome café y que coma algo
salado.
‒Sí,
gracias ‒contestó Mark‒. Muy amable por atenderla.
‒Es
mi obligación.
‒Sentí
mucha debilidad y como si me hubiera quedado ciega, a oscuras, sólo quería
arrojarme al piso ‒respondió Rebeca con dificultad.
‒No
te preocupes, hija. Toma el café y ve a descansar.
‒¿Qué
le pasa a tu esposa? ‒preguntó Carl quien llegaba desde las habitaciones‒. A mí
no me engañas, amigo, algo tiene. Los veo a todos muy herméticos y extraños,
como si ocultasen algo.
‒Nada,
Carl. ¿Cómo se te ocurre que no te lo contaría? Eres mi mejor amigo. ¿No?
‒Yo
lo creo así, no sé tú.
‒Por
supuesto.
Wilson
no quería reconocer el mal de Rebeca. Lo que más le dolía era que la gente la
mirara con lástima. Su herida crecía y era amarga. Debía, por caridad,
conservar el secreto aunque estuviera destruido por dentro. Sabía que ella
tampoco diría nada y por eso la respetaba. El Titanic era el refugio sanador que le devolvería la risa y las
ganas de vivir.
Rebeca
se acurrucó, silenciosa, en un rincón del cuarto y miró con fijeza a Wilson que
acababa de entrar. Sus ojos le enfriaron la sangre y lo hicieron temblar.
Estaba pálida y ausente.
‒No
quiero seguir con este viaje ‒dijo.
‒¿Qué?
‒¿No
escuchas? Necesito bajar, ir urgente a Inglaterra. No me siento bien y quiero
empezar con el tratamiento lo más rápido posible.
‒No
se puede. Estamos en medio del Atlántico rumbo a Nueva York. Cuando lleguemos a
destino nos tomaremos un avión, si quieres, y regresaremos a casa. Hay que
esperar.
‒¡No! ‒respondió
Rebeca llorando.
Le
costaba sostener la realidad visible, tangible, de los ojos de Mark y de
Wilson; se llenaba de pánico y de depresión. Destruía por completo cualquier
leve duda que hubiera podido acariciar hasta ese momento en relación con el diagnóstico
de casi un año atrás.
‒Rebeca
tienes que ser fuerte como lo has sido hasta hoy y esperar unos días. Todo
estará bien.
‒Me
siento muy sola.
‒Busca
a Amy que es tu gran amiga. Ella será mejor contención que yo en estos
momentos. Entre mujeres se entienden mejor.
‒¡Es
que no quiero decirle que estoy enferma! ¿Comprendes? ¡Y tú debes callar! Ella
es pura chispa y a mí me hace mal la gente feliz. Me siento aún más
desprotegida frente al gozo del otro. ¡Allí afuera son frívolos! ¡No reparan en
el sufrimiento ajeno!
‒Son
ricos ‒respondió Wilson casi con resentimiento.
‒¿Y
eso qué tiene que ver?
‒Que
lo que quieren lo consiguen…
‒La
salud no se compra con billetes. ¡Ya me ves! Igual tengo la suerte de contar
con el caudal suficiente para consultar con los mejores médicos de Inglaterra.
‒No
ves que tengo razón.
En
ese momento, entró Mark a preguntar por la salud de Rebeca.
‒Padre,
me parece que va a tener que abrir el baúl viejo.
‒¿Por
qué? ‒preguntó el anciano asustado.
‒Porque
lo voy a necesitar para el tratamiento.
‒Claro,
hija ‒respondió con actitud poco entusiasta Mark Cooper. Temblaba de solo pensar
que tendría que abrir aquel cofre que amaba. Su tesoro no tenía precio.
‒Hay que amar con todo el ser y con la tierra y con el cielo, con lo claro del sol y con lo oscuro del lodo‒dijo Rebeca y miró a Wilson que no quitaba los ojos de Mark.
Afuera,
en la infinitud, un dudoso cortejo de sombras peregrinaba en búsqueda de
huellas. Era el místico reflejo de la tarde que sabía demasiados secretos. Ecos
lejanos se extinguían con el correr del viento para devolver caricias a los
rostros soñolientos de los paseantes que circulaban por el andén.
… y me finge un
celaje fugitivo
nave de luz en
que, al final reposo,
va tu dulce
fantasma pensativo.
A.Nervo
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