El
soldado tomó, como siempre lo hacía, del cuello a Leiva y lo arrastró como un
saco de piedras hasta la puerta, bajó los escalones de la iglesia y lo dejó en
el medio de la calle, donde un carro que llevaba leña casi lo atropella.
‒Maldito
‒murmuró‒. India del demonio, arrastrada…
Leiva
se fue como pudo, parecía tener todos los huesos rotos.
‒Esto
no se quedará así. Tengo derechos, ese hijo no puede ser del estúpido militar
porque esa mujer es mía.
Aluen,
con el niño en brazos, lloraba desconsoladamente. Pensaba que se había librado
de ese hombre, pero no era sí. La vida era un calvario.
El
padre Hilario no podía contener el estupor ante semejante espectáculo dentro
del templo. Tendría que rezar diez años seguidos para sanar la herida. Pedro
permanecía allí sentado en un banco con la cabeza baja, confundido, inmóvil,
porque la situación lo había sobrepasado. La guerra con Leiva no se terminaría
nunca, tendría que tomar una decisión. Aluen se había ocultado en el cuarto
para calmar al niño que lloraba sin consuelo frente a la pelea. Él estaba
acostumbrado a ese silencio de ángeles que habitaba en el templo. Su vida corta
conocía las voces de su madre y del párroco, que eran siempre cálidas y
amorosas, y el ronroneo de Timo, un compañero inseparable que lo miraba dormir
en las noches estrelladas.
‒Hijo…
¿Estás bien?
‒Sí,
padre. Disculpe esta guerra dentro de un sitio de paz, pero era necesario poner
en su lugar a ese hombre inescrupuloso.
‒¿Se
da cuenta por qué oculté a Aluen todo este tiempo?
‒Sí,
ahora sí. Y perdone nuevamente si desconfié de usted. Yo no sabía que ella
tenía un hijo. Es de Leiva, ¿verdad?
‒No
ha querido decirlo. En un momento, pensé que era suyo porque lo dijo con tanta
convicción.
‒No,
padre, ojalá.
‒Se
llama Pedro, sabe.
‒¿Sí?
‒respondió Medina y los ojos se le nublaron al escuchar aquello que lo
emocionaba hondamente por todo lo que significaba. Aluen le estaba enviando un
mensaje con esa actitud y con ese regalo.
‒Es
para conmoverse. La verdad es que Aluen debe sentir algo por usted para
bautizar al niño con su nombre. Créame, ella es muy introvertida. Habla muy
poco, pero creo que está muy agradecida y quiso demostrarlo con ese gesto.
‒Me
da mucha felicidad porque yo la amo, padre.
‒¿De
verdad?
‒Así
es. No pude olvidar sus ojos desvalidos aquella tarde que huía de Leiva, tan
desprotegida. Parecía una niña de cinco años. Yo, como hombre, sentí la
necesidad, la obligación de protegerla. No sabía dónde llevarla y decidí ir de
doña Ramona, pero se escapó de la casa.
‒Sí,
porque le pareció un lugar conocido en donde ese hombre la iba a encontrar
rápidamente. Primero se alejó hacia el río; estaba desesperada. Quería morir.
Luego, vino para acá y yo soy un sacerdote. ¿Qué iba a hacer? Tenía que
ayudarla.
‒Hizo
lo correcto, padre. Mire, yo ahora me voy pero volveré. Creo que no es momento
para hablar con ella porque se tiene que recuperar. Le ruego que los cuide, a
Aluen y al niño, y por cualquier cosa estoy en el Fuerte. Mándeme llamar, a la
hora que sea, por Ramona o por las muchachas del asilo.
‒Dios
lo bendiga.
‒Gracias,
padre.
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario