6-LOS CLAUSTROS
Al
otro día, muy temprano, doña Dolores Casares de Correa Viale se fue para el
convento de San Andrés. Se vistió de azul y se colocó un sombrero con un velo.
No quería que nadie la reconociera, y que tampoco la siguieran si es que
Bernarda la había visto salir por alguna de las ventanas. Golpeó aquella puerta
amurallada de dos metros de altura con unos herrajes de bronce, el eco de su
golpe le sacudió el cuerpo y el alma.
La
recibió sor Teresa quien ya la conocía por las donaciones mensuales que
entregaban los Correa Viale para los orfanatos de Buenos Aires. La monja la
guio por corredores, atravesando habitaciones desiertas hasta llegar a un lugar
recogido, bajo una galería de chapas y de donde caían gotas de agua. Sor Teresa
se guardó la llave en el bolsillo. La pieza se hallaba casi vacía: una cama muy
pequeña, una silla de otro siglo con asiento de pana verde descolorido, un baúl
y una palmatoria. La puerta tenía demasiados cerrojos y la ventana, alta, la
cubrían los barrotes. Había dos cuadros de la Virgen María con un crucifijo de
plata.
−Hija…
¿Por qué has venido a este cuarto? –le dijo, de repente, el padre Lucas.
−Quería
conocer el lugar donde traen a las novicias en los primeros tiempos. Usted
disculpe si le causo molestias. Es frío y duele hasta el aire.
−Estamos
con el Señor y nada nos puede lastimar. Pero cuéntame…
−Es
que es tan difícil, padre. Tengo una hija joven y rebelde. Yo sé que mi esposo
le va a buscar marido en cualquier momento, como usted sabe que se acostumbra.
Yo no estoy de acuerdo, pero mi opinión no vale. Mi hija Milagros, si ese
hombre no le agrada, no va a aceptar la boda. ¡Dios no quiero ni pensarlo! ¿Y
qué va hacer mi marido? La enviará al convento como hacen muchos padres. Es mi
única hija. Me atormenta tanto este tema, no se imagina. Es por eso que vine a
conocer bien los claustros. Le juro, y usted perdone padre, que es igual que
una sepultura.
−No
jures, hija.
−Perdón,
padre Lucas. Es que me siento tan angustiada y sola. Mi marido es muy distante
y Milagros un ser especial, independiente, que no necesita consejos porque sabe
lo que quiere y lo hace… Además no tiene vocación religiosa.
−Esperemos
que no suceda lo de su marido y que ella se enamore de un hombre digno que sea
aceptado por toda la familia.
−Para
mi esposo no hay hombres dignos, solamente lo son los que elija él y los que
tienen dinero.
−Cálmese,
doña Dolores –exclamó sor Teresa−. No hay que adelantarse a las circunstancias.
Vivir pensando en lo que pasará mañana enferma el cuerpo y la mente. El futuro
es impredecible. Ojalá pudiéramos saber qué ocurrirá dentro de media hora. Ser
religiosa es un regalo, si es que Milagros toma esa decisión.
−Es
que jamás va a decidir eso. La conozco. Si aparece por acá será obligada por mi
esposo y por las circunstancias.
−¿Prefiere
que se case sin amor?
−Ninguna
de las dos cosas.
Dolores se marchó con un rosario que le regaló el padre Lucas.
El
patio parecía un paraíso, el verde se desbordaba sobre los techos y las
hortensias daban un poco de vida a esa eternidad alejada de las miserias
humanas, de los reproches, de la risa, y de la calidez de una familia. De
lejos, le pareció ver a un pordiosero sentado en el borde de la calle.
“No
me gusta este lugar, me ahoga. No debí casarme, no debí pasar por eso. ¿Quién
me mandó? Mi padre como tantos, como todos… Me obligó a aceptar al militar rico
y poderoso de doble apellido. ¿Y yo qué iba hacer? Era sumisa y obediente,
distinta a Milagros. Acepté y aquí estoy sufriendo desde el primer día,
sometida, y a veces humillada, pero demostrando al mundo lo feliz que soy.
Vivir para los otros, ¡qué ardua tarea!”, pensó Dolores por la calle rumbo a su
casa. Parecía una prófuga con ese velo que le tapaba el rostro. No quería que
nadie supiera el porqué de su preocupación, pero el tiempo se acortaba y
aparecían los temblores propios de la ansiedad.
−¡Ya
tengo el candidato perfecto! –resonó en su mente la voz de don Aurelio.
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