4-JULIÁN
Juliancito
era un niño que iba y venía por la calle. La gente lo ayudaba porque parecía
huérfano. Las empleadas de la casona de los Guerrero lo hacían pasar a la
cocina y le ofrecían alguna merienda. Él miraba de reojo por la puerta que daba
a la sala y solía ver a Milagros ingresar a algún cuarto a curiosear. La
observaba con detenimiento, le parecía una muñeca de seda.
Dicen
que el muchacho merodeaba las callejas retorcidas, sucias y estrechas, cerca
del barrio en que vivía alguien de su familia. Las casas eran de madera;
parecían esqueletos apilados formados por vigas entrecruzadas con materiales
revestidos en yeso. Allí varias familias vivían hacinadas y sumidas en la más
horrorosa pobreza. Las borracheras, las peleas con arma blanca, los duelos,
entre los habitantes crispados estaban a la orden del día.
Julián
sabía que si regresaba a la noche con las manos vacías alguien le daría una
paliza. No estaba seguro de que si era su padre. Los veía raros, enfermos, no
los quería… Una mujer, a quien consideraba algo parecido a una madre, le
llevaba pasada la medianoche algún trozo de pan a hurtadillas antes de que
la abuela comenzara a vociferar incoherencias.
Por
eso y mucho más, desde temprano, comenzaba a vagar, y llegaba cansado a la casa
de los Guerrero, donde se sentaba en la vereda y se dormía. Parecía ser su
refugio, un lugar de paz. Si nadie lo llamaba, allí se quedaba con la memoria
desierta y el deseo de cambiar el ocio por cuentos de aventuras en un hogar
cargado de afecto auténtico. Se sentía tan solo. Tenía catorce años.
Julián
no sabía nada de la vida de las personas de alta sociedad, pero le daban
sosiego. Aunque estuvieran tristes no gritaban ni amenazaban con golpearlo, y
eso ya era un buen presente. Tal vez, le darían con el tiempo algún trabajo.
Tenían demasiado dinero.
Milagros
pasaba delante de él con un gesto de soberbia. Se veía como una reina y con la
autoridad para humillarlo. Eso no se lo había enseñado su madre, eso era lo que
veía en las residencias que visitaba junto a don Aurelio. Ella era una niña
buena y sensible, amable, pero demasiado curiosa y madura. Las consecuencias de
andar por lugares impropios para su edad la estaban perjudicando; sin embargo,
su padre no se daba cuenta. Estaba demasiado ocupado en sus negocios que no le
daban respiro y por ello descuidaba el hogar, a su esposa, y llevaba por un
camino aciago a la pobre Milagros que en la casa se aburría demasiado.
Dolores,
su madre, siempre se hallaba en tertulias con sus amigas de turno y era
Bernarda quien le cocinaba, le leía cuentos, la abrigaba cuando tenía fiebre o
la llevaba al médico.
−Pareces
gallina con pollos –le decía Milagros cuando veía a Bernarda arroparla
demasiado por las noches frías−. Gracias, y la tomaba del brazo y se lo tiraba,
tanto, tanto… que Bernarda se caía sobre la cama junto a ella y entonces
Milagros la tapaba con la colcha y le decía:
−Me
tienes que contar un cuento inventado. ¡Comienza ya!
−Oh,
niña, hoy no tengo inspiración porque estoy cansada.
−¡No!
−Había
una vez… la vida.
−¿La
vida?
−Sí,
la de muchos y la de todos. Algunas muy diferentes a otras.
−Yo
conozco una que es desgarradora.
−¿Cuál? –preguntó Bernarda asombrada.
−La
de un muchacho, Julián se llama. Es un mendigo y vive, con sueño y frío,
acurrucado en las veredas. Tiene soledad en los ojos y las zapatillas rotas.
Necesita amor, pero yo lo miro de lejos y con desconfianza.
−Me
parece bien. No debes hablar con nadie. Cuidado.
−¿Por
qué?
−Porque
no sabes cómo ha sido educado y qué busca. A los desconocidos no hay que
mirarlos. Ignóralo.
−Pobre.
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