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“Dios no podía estar en todas partes y por eso creó a las madres”--Rudyard Kipling

 


















¿Rosaura era feliz?


Sí... a pesar de los egoísmos de su madre y de todas las obligaciones que tenía que cumplir.
Frente al farolito de puerto, Magdalena pasaba las noches con sus labores junto a Rosaura que hacía los deberes sobre una mesa antigua de nogal. Los perros ladraban y ellas se sobresaltaban... Tenían miedo.

A los doce años ya lavaba pisos, preparaba comida para los peones, criaba gatos, perros y gallinas y obedecía ciegamente a su madre.
---Las noches se arman de sueños, sabes ---le decía a Milo que la miraba arrobado con un sopor de felino aniñado---. En el cielo está Santiago que llora porque quiere regresar; en ese momento tiembla la tierra y se desprenden los cristales para formar nuevas estrellas donde irán a vivir otros bebés.
Ella recordaba siempre a su hermanito que había fallecido a los seis meses. "Muerte en la cuna" se llamaba lo que le había pasado...

En ese mundo incierto veía culminar sus días enredada en la vertiginosa telaraña tejida por Magdalena; sin embargo, ella la amaba muchísimo. Imaginaba la inasible ternura de una madre quebradiza que gobernaba con la victoria de un rey que no comprendía las necesidades de una familia.

Era tierra de gringos, de campeadores con aperos y cuchillos; el lugar que le habían donado los antepasados. La simiente de las nuevas eras donde los gauchos habían dejado sus glorias y sus vestiduras para disfrazarse de caballeros. La identidad de los campos arraigada a la lucha por conservar el suelo, la unión de los chacareros, la solidaridad entre las colonias que se consideraban vecinas.


QUERIDA ROSAURA ¿Cuánto dura el amor?
La eternidad.


"El corazón de una madre es un abismo profundo en cuyo fondo siempre encontrarás el perdón."'- Honoré de Balzac.

La Liberación. (Cap 2-Patrick Brontë 2da parte)

 


         −¿Y sus abuelos?

Eran granjeros irlandeses. A mi padre no le gustaba el trabajo de campo y por eso se independizó, estudió en Cambridge y luego, a los veintinueve años, ingresó en el clero anglicano. Él era demasiado severo y obstinado. Le gustaba también la poesía y escribía en los ratos libres.

−¿Tiene libros editados?

Fue autor de “Cottage Poems” en 1811 y “The rural Minstrel” en 1814, también escribió para periódicos y folletos. Los poemas pastorales eran los que más le gustaban.

−¿Y su carácter? ¿Tengo entendido que era demasiado austero?

Muy inflexible, hipocondríaco y misántropo. Hablaba sobre el Apocalipsis y por eso estaba lleno de manías. Le daba mucho miedo el fuego. La rectoría no tenía alfombras ni cortinas y siempre había baldes de agua disponibles. Le gustaban las armas y llevaba unas pistolas cargadas que disparaba todas las mañanas contra la torre de la iglesia.

−¿La gente no le temía?

Más o menos porque  nos amaba y era abierto, inteligente y generoso. Fue él quien se encargó de nuestra educación; nos compraba libros, juguetes, nos impulsaba a leer y a escribir, a soñar con un mundo mejor.

−Pero era excéntrico…

−Y sí, así podía ver la vida. Cada persona lleva un mundo dentro y hace de él su cueva, su refugio, el altar… Lo respeta y lo cuida como el bien más preciado porque es parte de su identidad, del ser mismo. Y no permite que lo invadan con asuntos triviales o ajenos.

−¿Y físicamente?

−Alto, guapo, pelirrojo, con ojos azules.

−Debió ser muy atractivo –comentó Sallie.

−El hecho de ser religioso y de escribir poemas y prosa didáctica lo convertía en un personaje peculiar que lo alejaba de la gente por su rectitud y autoritarismo. Yo lo recuerdo así, algo disperso. Pensando siempre en nuestro hermano varón Branwell. A él le daba dinero, lo poco que tenía para que pudiera estudiar. Nosotras, las mujeres, pasábamos por muchos estados de angustia y soledad, por el desamparo. Es que la mujer era relegada a último lugar.

−¡Qué injusto!

−No importaba ni importa lo justo. Entiendes por qué te explico lo del seudónimo. El varón es aceptado, la mujer no. No interesa si tiene talento o si se esfuerza demasiado. En esta época la mujer no vale nada.

−Pero todo va a cambiar…

−Esperemos que así sea por el bien de muchos, aunque yo no lo veré. Ahora regresa a tu casa. Por hoy es suficiente. Vuelve, si quieres, mañana. A la misma hora. ¿Te parece?

−Claro –respondió Sallie encantada.

Charlotte subió las escaleras y desapareció por los aposentos, por detrás de una enorme caja de roble cerca del alféizar de la ventana donde se hallaban apoyados varios libros polvorientos.

“Me extraña su manera de alejarse, pero cuando vuelve lo hace cargada de luz. Luego se va apagando como las estrellas con el alba, igual que una vela. Tiene mucho para dar, pero se la ve agotada, a medio camino, maternal y fría. Sin dudas, abraza las nostalgias como podría amar a un niño, con la calidez y la ausencia, con la palabra y su silencio. Así es ella, la que permanece, la que por obra de Dios se ha quedado de este lado del camino para ser testigo y muestra de la perpetuidad del talento. Le preguntaré quién era Tabby y cómo los trataba… Me inquieta ese nombre y sus misterios. Lo que les dejó como legado y la sabiduría donde escondía las lágrimas cuando todo no marchaba como quería. Tal vez, no podía dejar de sostener a esa familia que poco a poco se derrumbaba”, pensó Sallie llena de preguntas retóricas y con el deseo de que las horas pasaran con la rapidez de los huracanes para volver a encender el fuego de los interrogantes.

−Y los sermones –murmuró la escritora principiante.


De haberlos escuchado se hubiera escapado para caer por esas ciénagas, esperando desaparecer lo más rápido posible. El ser humano tiene sus debilidades y Patrick era un hombre obsesivo, un clérigo irlandés, que se bebía sus propias oraciones con la solemnidad de los párrocos adustos.

¡Cuánta rigidez y formalidad!

Tal vez, escondía inseguridad y desasosiego, miedo a ser atrapado en esas criptas antiguas dentro de iglesias prehistóricas. Así era el padre de las hermanas Brontë: un ser que prefería al hijo varón y que dejaba de lado a sus hijas porque eran mujeres. Un hombre encerrado en sus manías para sobrevivir en medio de sus propios peligros, los que no podía manejar, los que lo amarraban sin descanso a sus leyes antagónicas.

Ser hijas de un clérigo significaba ir por un camino aciago, sobre todo si ese padre era pobre y arrastraba hondas preocupaciones sin futuro.

Patrick Brontë ya era una leyenda, pero Sallie lo traía para revivir cada gesto y para llevarlo a lo más alto.

La sabiduría del encuentro lleva mensajes y enseñanzas. Es belleza.

*

LA LIBERACIÓN
HERMANAS BRONTË

El silencioso grito de Manuela (Cap VI 2da parte)

 


Ya era tarde, los diálogos estaban rotos igual que la cadena de la vida y en ese espacio inmemorial no existía la claridad del amor porque el quebranto latía más ardiente que nunca; había regresado a velar los cuerpos guiados por las señales de un destino artífice y manipulador.

La familia ya se había olvidado de José porque estaban acostumbrados a despojarse de las cosas y de los seres, sin inmutarse. Rocío les había enseñado a apagar la luz antes de tiempo.

José Rodríguez se hizo hombre de un cachetazo sin esperar las disculpas porque Letizia ya no quiso vivir bajo su mismo techo. En los galpones repletos de aserrín, donde el olor a cuero y a madera húmeda lo mareaba, solía llorar de impotencia mientras fumaba un cigarrillo atrás de otro. Parecía un adolescente famélico con cara de soldado y orejas de murciélago. Estaba irreconocible. El idilio que tenía con la tierra hollada le parecía estéril porque su pleito con el destino no le dejaba espacio para las frivolidades. Sabía muy bien que castigaría su cuerpo hasta hacerlo sangrar como si fuera su propio verdugo; él había cometido un delito pero no sabía cual.

Miraba con rencor los campos arados, le dolía en la piel el viento fronterizo, la casa colonial era la ruina de un sitio decadente, el polvo, los cipreses…, una fosa: la suya. Hasta el fin de sus días repetiría una y mil veces que no había cometido falta alguna y que era una víctima de Manuela y de Julián, pero más que nada de Rocío que desde la infinitud los golpeaba con sus lágrimas para obligarlos a pensar en la muerte.

Resultaba fácil para José culpar a un ser que no podía defenderse pero lo hacía porque su mente se hallaba reducida a ceniza, no coordinaba bien, contestaba con monosílabos y se recluía en los establos a rumiar igual que las vacas.

Letizia también estaba irreconocible, hablaba incoherencias, despreciaba a José y se mostraba totalmente agresiva después de haber sido una joven sumisa y educada.

No quedaba nada de aquella pobre adolescente; sus códigos eran otros y su deseo desmedido de libertad traicionaba las leyes de las buenas costumbres que imperaban en la casa desde tiempos ancestrales.

Letizia quería vivir porque esa prisión ya no la dejaba respirar; necesitaba transitar las calles y los riesgos sin pensar en la moral ni en los límites. Estaba abatida y fuera de sí e insistía en escapar como su hermana Encarnación para transgredir las órdenes divinas y terrenales.

Por las tardes, cuando la siesta abrasaba con el calor del estío, solía subir a la terraza a bailar desnuda sin importarle los gritos de Manuela y las miradas asombradas de Dolores y de Laura. Las niñas no entendían de pactos y de liberación porque ellas estaban cómodas con ese nido ovillado por la abuela donde había demasiadas plumas que atestiguaban de manera clara la grandeza de sus sentimientos. Sin embargo, extrañaban al padre que ya no las paseaba sobre los hombros ni les hablaba de las abejas y de la miel de los panales, de la intensidad de los huracanes que azotaban las aldeas y del ceibo de ciento diez años que todavía vivía junto al gallinero.

Dolores y Laura estaban presenciando el testimonio clave de una conducta inexplicablemente absurda que las dejaba atónitas frente al entorno de sus juegos y travesuras; como todos los niños trataban de desmenuzar las horas sin verdadera conciencia de lo cruel que podría llegar a ser la vida.


Letizia con su inestabilidad arrastraba a la desidia a las personas que la rodeaban porque la venganza era su festival callejero y la arrojaba de su jaula a los abismos del desorden mental.

-¡Pobre niña! -decía Manuela con una ingenuidad que parecía de ficción pero que resultaba ser pura como lo fue siempre.

Nada era tan vital como el reencuentro cuando dos almas dejaban el claustro. Letizia y Encarnación eran libres de Manuela y Julián pero esclavas de una situación sin rótulo pero amenazante: la muerte. Manuela, espejo de la finitud de los cuerpos, ya lo sabía.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.

El silencioso grito de Manuela (Cap VI 1era parte)

 

VI

 




Letizia tuvo su tercer hijo. Se sentía rara y distante, llena de dudas y de indicios de ideas que la alejaban de los recuerdos, del encierro de los combates y de las heridas que la muerte había arrojado en la tempestad de los cuartos.

Letizia ya no soportaba la presencia de José cuando regresaba por las noches con su actitud esquiva. El susurro de las niñas, el paso acompasado, un beso no querido y esa jaula de palomas púrpuras, eran sólo el paisaje doméstico que la irritaba desde hacía un tiempo.

Los días sucesivos, discordes, se volvían ilimitados y el infierno ardía bajo sus pies. La vida no tenía un verdadero significado para Letizia. Sería humo, pluma, gaviota…, tendría que arrojar la cordura en las aguas de Encarnación y convertirse en farsante sin pasado y sin José.

Él nunca esperaba reproches ni cuestionamientos porque no sabía convivir en pareja. No entendía cual sería la próxima pelea porque nunca había ganado ninguna batalla.

-Vete de la casa -le dijo Letizia con los ojos desorbitados y como enajenada.

-¿Qué?

-Quiero que tomes tu valija y te marches.

-¿Qué dices? ¿Ahora que vamos a tener un hijo? ¡Estás loca, mujer!

-¡Vete…! -le gritó Letizia a punto de desmayarse.

-Tú te llevas tu alma y tu cuerpo -exclamó Manuela desde un rincón-. Tienes perdidas las lágrimas en el cieno.

-¡Usted se calla, no tiene nada que ver en esto!

-Eres ceniza agridulce que sabe gestar locuras. Mira a mi Letizia…¡Pobre niña! Vuelve a las lisonjas de tu hoguera que pronto serás polvo porque ya escribiste tu último capítulo.

-¡Usted no es nadie para mezclarse en los asuntos conyugales y menos para intentar persuadir a mi esposa con sus absurdas ideas.

-¡Vete! -gritaba Letizia con una crisis de llanto que la convertía en una mujer al borde del desvarío.


José Rodríguez, sentado en el sofá de la sala, miraba atónito la escena sin comprender. ¿Qué había hecho mal? Sus ojos observaban a Letizia descontrolada frente al muro de la ventana. ¡Cuánto la amaba! No podía serenarse ante los gritos de ellas y el desorden de su alma. Desde el fondo de sus entrañas comenzó a brotar un rumor que lo atrapó con lágrimas nuevas. No quería irse a ninguna parte pero la evidente crisis de su esposa lo obligaba a retirarse con la certeza, para él, de que al otro día encontraría la paz de siempre en ese hogar que ahora le parecía maravilloso.

¿Qué habría pasado por la cabeza de Letizia para despreciarlo de ese modo, aun sabiendo que iban a tener otro hijo? ¿Existiría un tercero?

José estaba a punto de desplomarse frente a la importancia de sus preguntas sin respuestas porque no podía entender el porqué de esa reacción tan ajena a los modales apacibles de Letizia. Él la amaba muchísimo y pensaba que no se alejaría de ella aunque todos se transformaran en sus enemigos, pero lo que no sabía era que el verdadero rival era él mismo y su embrujo campesino.

El cristal de su espejo le mostraba a un aldeano pobremente vestido, sin voluntad de mejorar y sin deseos de agradar, pero él veía a un caballero galante y vanidoso.

Letizia, recostada, permanecía en la cama porque el doctor Guerrero le había suministrado un sedante.

**

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA

ETERNAMENTE MANUELA

La Liberación (Cap 2-Patrick Brontë. 1era parte)

 

Páramos

2-PATRICK BRONTË

 

Las hijas de un clérigo…

 


Las hermanas fueron y son objeto de culto: se discutió mucho cuál era la mejor escritora, cuál la mejor poeta. Lo cierto es que el romanticismo extremo de sus obras todavía conmueve: la muerte en vida y la desesperación de Heathcliff son de la propia Emily; la infancia desamparada de Jane Eyre es de la misma Charlotte. Y si sus versiones cinematográficas se convirtieron en clásicos es simplemente porque supieron tocar esa cuerda a la que todos somos sensibles: la que habla de amar y ser amados.

 

 

 

Sallie llegó al páramo al otro día con tenue rayo de sol entre las nubes. No podía creerlo todavía. Katherine la hizo pasar a un escritorio con paredes oscuras y forradas de libros. Colecciones que Charlotte había heredado. Se sentó delante de la ventana y el brillo le dio luz al entendimiento. Ese refugio era la vida misma y la soledad de una mujer que ya no tenía a nadie. Había sobrevivido a las enfermedades de sus hermanas con estoicismo. Era evidente, que se había casado para no quedarse sola.

−Llegas oportunamente –dijo Charlotte acercándose a la silla del escritorio−. Acabo de ir a recoger manzanas que trajo mi esposo y el viento me llegó hasta los huesos. Me gusta ver las palomas y escuchar sus charlas.

A Sallie ese comentario le pareció inocente, de niña, tan tierno, pero a la vez nostálgico igual que su sonrisa débil. Tal vez, no lo fuera pero lo aparentaba. Se la notaba decaída y frágil.

−Empecemos…

−¿Por qué Haworth?

−Lo decidió mi padre cuando éramos niñas. Este páramo al norte de Inglaterra es propiamente un claustro. Su paisaje áspero y desierto es el mismo que mi hermana Emily enmarcó en la vida de Cathy y de Heathcliff; una vieja casona de piedra sobre un terreno pedregoso, pasto sin vida, barrido por el viento y el silencio abrumador de los días con poca luz. Recuerdo que encendíamos las bujías para coser o leer y hasta para escribir. Nos abrigábamos mutuamente. No había otra cosa, más que sobrevivir. Y así nos refugiábamos en la escritura como si fuera el aire que necesitábamos para respirar un día más. La existencia parecía larga, interminable, pero no lo era y nos sorprendió…

−¿Y su padre?

Charlotte

Mi padre, Patrick Brontë, fue a la escuela hasta los dieciséis años para financiar sus estudios. Luego fundó un colegio público y trabajó como preceptor. Con sus ahorros ingresó en la universidad de St John´s College, Cambridge. Por su origen irlandés del sur y por ser una persona humilde, lo lógico era que asistiera al Trinity College de Dublín, pero fue aceptado por sus amplias capacidades. Estudió teología e historia antigua y moderna desde 1802 hasta 1806. Después del bachiller universitario en Letras, recibió su ordenación el 10 de agosto de 1806 como la mayoría de los estudiantes sin grandes recursos. Su amigo Henry Martyn lo recomendó con las autoridades eclesiásticas.

−¿Y sus abuelos?

Eran granjeros irlandeses. A mi padre no le gustaba el trabajo de campo y por eso se independizó, estudió en Cambridge y luego, a los veintinueve años, ingresó en el clero anglicano. Él era demasiado severo y obstinado. Le gustaba también la poesía y escribía en los ratos libres.

La Liberación

Hermanas Brontë

El silencioso grito de Manuela (Cap V 3era parte)

 

El niño resistía demasiado aunque su cuerpo se sublevaba contra la comida; con el ruido de fondo, el grado de ausencia se agrandaba y le era más difícil poder salir del pozo que lo empujaba a una posición casi letal. Cuando se iba con su padre actuaba de la misma manera, y nadie tomaba la responsabilidad de asumir los roles.

Damián vivía en duelo permanente frente a quienes no le enseñaban el rostro de su madre por temor al sufrimiento cuando él ya había llegado casi al último escalón. No sabía pedir ayuda por sus trastornos de la voluntad pero tampoco quería saber porque la realidad estaba ante sus ojos: él no tenía mamá.

 



El tiempo miraba con apariencia de anciano las vidas de quienes habitaban esa tierra donde las semillas germinaban y devolvían a cada uno su cosecha.

José no pensaba en la soledad y observaba el crepúsculo ambarino sólo para saber el color de sus espigas, la virginidad de las plantas y ver la hojarasca en los terrenos áridos. Nunca se quebraba porque su sangre parecía helada entre las venas, pero lo cierto era que él eternizaba el amor de Letizia; no lo custodiaba ni lo desamparaba solamente lo sumergía en un mutismo de lejana cercanía. Necesitaba de esas alas para aislarse en busca de su yo, aprender de sus raíces y dormirse en la paz de ese linaje en el cual, tal vez, no existían ni Letizia ni sus hijas.

El desamparo del labrador no lo asfixiaba. ¿La vida era tan sólo eso? José era un militante de las apariencias como su suegro Julián; necesitaba dinero para ser feliz y pensaba que los billetes mantenían fieles a las esposas.

“Cuando las mujeres exigen dinero a cambio es porque ya han dejado de amar”.

José inmerso en los cuatro vientos de la llanura aborrascada no prestaba atención a las cuestiones del espíritu porque la quietud lo adormecía bajo el alero colonial de la casa de sus padres. Él era inmaduro igual que Manuela y ya no tenía capacidad de asombro porque la rutina no le dejaba ver lo que en realidad tenía valor. Infranqueable para demostrar afecto creía ser justiciero y sacrificado porque cuando volvía a la casona se mostraba sufrido; era una persona sin opciones, un fugitivo en quien nadie podía depositar sus anhelos, miedos o desdichas porque él estaba necesitando abrazos.

-¿Sigues con el ritual?-le preguntaba Manuela.


José no respondía porque estaba cansado de los enigmas y de los jeroglíficos verbales de su suegra. Él prefería dispersarse hacia la llanura donde veía los sembrados y las plantaciones de naranjas iluminadas por los matices del atardecer. Solamente ése era el mundo que le interesaba aunque en él no aparecían sus hijas a quienes amaba muchísimo, pero la intemperie lo reunía con lo intangible, con la armonía de lo perfecto, lejos del dolor de las ausencias y del temor a la muerte que, como un fantasma enmohecido, vagaba por las habitaciones de la residencia de los suegros.

Desde pequeño, a José le costaba alcanzar al objetivo porque el encuentro con la realidad lo confundía; llegaba a desvirtuar el sentido verdadero de sus aspiraciones. No sabía si vivía dentro de un presente construido por sus padres o fuera de un paraíso que lo excluía por razones que se escapaban a sus dominios. Jamás le gustó el campo.

 Hoy él quería recuperar el tiempo perdido en esa llanura que, aunque en un principio no toleraba, ahora era su caverna, el fuego, el relax, la música, el espacio…

En Barbastro se hallaban Letizia y sus hijas que esperaban la parquedad de su regreso todos los días. José, en realidad, no sabía cuánto las quería porque arrastraba episodios complejos de su niñez y la ambigüedad de situaciones pasivas para tomar decisiones. Envuelta en los vapores de los tulipanes de Rocío, cocinaba el pastel de ave con zanahorias, papas y tapas de hojaldre; Dolores y Laura se colgaban de los brazos de su padre para ahogarlo con cariños dulzones que José devolvía con promesas de regalos y viajes.


Manuela lo miraba desde sus gafas mientras tejía un soquete para Julián y pensaba que ese hombre no existía porque la baratura de su alma lo había devorado. Parecía endiablado y longevo, mudo y analfabeto: un vegetal que no sabía de pasiones pero sí de cobardías.

José era un terrateniente que buscaba el perfeccionamiento de su oficio pero no sabía que se dilataban los momentos: las niñas crecían, Letizia se cansaba de su apatía y de la soledad, Manuela la atosigaba con vaticinios. En medio de tanto parloteo, él se deslucía y se aislaba, hasta parecía desleal por sus deficiencias.

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.

 

Una mirada a la oscuridad

 


−Es que la madre es todo para un niño: la protección, el amparo, el beso, la caricia, el sostén… Crecer con un padre no fue lo mismo. Nunca lo es cuando el vínculo materno es muy grande. Lo pudimos sobrellevar, pero no aceptarlo. La muerte es la negación de la vida y nos costó mucho acostumbrarnos a su ausencia, al silencio, a no ver su sonrisa ni a escuchar su voz. El entorno no ayudaba porque la soledad era extrema. Si hubiéramos vivido en otro sitio, la cercanía de la gente y de los conocidos nos hubiera dado una tregua al dolor, pero Hanworth se parece a la nada misma y se instala hondamente en el corazón. Hasta las enfermedades parecen atacar con más fuerza y nos obligan a sentirnos más desvalidos y ancianos.(fragmento)

La Liberación
Hermanas Brontë

El silencioso grito de Manuela (Cap V 1era parte)

 


La boda de Letizia con José fue sobria y rápida. Ella lucía un traje con cadera baja y una sobrefalda irregular de puntillas y encajes antiguos. En la cabeza llevaba una capelina con un lazo color rosado, igual que las flores del ramo, que le caía en la espalda. El perfume que se percibía era el Aire Loewe de 1985 cuya frescura lo convirtió en líder de las fragancias femeninas: un bouquet fresco, moderno y joven dado por la combinación de petit-grain, mandarina y limón de Calabria, con suaves toques de gándolo verde y esencia de tagette. Letizia y Manuela lo compraban en la casa Loewe de España.

No hubo fiesta de casamiento; de luna de miel se fueron a Egipto: lugar místico y adorado por los dioses, donde el sacrificio era una costumbre casi un rito. Los incensarios llenos de mirra envolvían con su aroma los palacios y purificaban, desde tiempos pretéritos, el acto del amor. El mirto y el cedro para los ricos, el aceite de sésamo para los pobres. Para Manuela los ungüentos añosos y modernos para alejar los espíritus malignos que acechaban siempre y no conocían distancias.

Letizia había cambiado su vida, se había reinventado con los arrullos de fantasmas a cuestas y el parloteo de cotorra de su suegra que conocía la historia de la familia pero que sólo le importaba el dinero que acumulaba Julián.

José aceptó vivir en la casona de Letizia porque ella extrañaba a Damián y a sus padres. Ese recinto congregado de fieles era solamente un escenario más para la autocompasión.

Letizia, una mujer con rumbo incierto, mendigaba en el fangal con un poco de cordura cuando sus ojos se cruzaban con los de Manuela que arrastraba sus gritos silenciosos en una silla tan vieja como su rostro de abuela joven. Estaba destruida por la lucha y con la necesidad permanente de sentir una espalda para apoyar sus huesos amarillos.

-Tú calla o reza para no enfermar -le decía a Letizia que la observaba a través de sus gafas mientras cosía las medias de su padre.

-Madre no bajes los brazos, el destino maneja los hilos. Con cada desgano mueres un poquito.

-Letizia no puedes engañar a las sombras porque no conoces la tuya. Las ausencias se abisman como trapecistas en las cuerdas flojas. La vida es sólo eso, dormir… ¡Cristo Santo, es que no sabes, niña, ponte el disfraz y sigue tu camino…! Hay que ser necio para creer en la dicha.

Letizia se incorporó sin contestar una sola palabra y se retiró a la cocina a preparar la cena para poder llorar sobre las estampas de Manuela que, en definitiva, no la inquietaban ni le daban valor.

Preparó un salmón rosado con masa Phylo con eneldo y ciboulette para todos, aunque sabía muy bien que a José le gustaban las comidas sencillas. Ella casi no pensaba en él porque su ausencia era tan prolongada que la despojaba del entendimiento y de la realidad, de que llevaba un anillo de bodas.

Damián, casi como hijo propio, se comía los frutos rojos y la jalea de naranjas mientras Manuela observaba sin inmutarse, pero decía de a ratos:

-No eres de nadie pequeño, eres solamente de ti.

Manuela divagaba sin convencimiento y a entera disposición de las leyes divinas porque ya no se sublevaba; había aprendido el difícil arte de la resignación.

Letizia saludó a José que llegaba del campo con la ropa sucia por el polvo de las cosechas y con el decaimiento lógico de largas jornadas a la intemperie. No tenía humor para hablar con su esposa y menos con Manuela; él no sabía que descuidaba el hábito de agradar porque, tal vez, no entendía las reglas del matrimonio.

-Traes oscuridad en la mirada -le dijo Letizia.

-Estoy cansado, tú sabes que no me gusta el campo. ¡No me hables de ese modo porque te pareces a tu madre! -le gritó.


Letizia corrió a su cuarto llorando con su acostumbrada dificultad emocional y la soledad de una vida sin cariño y con demasiadas ataduras. José fue detrás de ella pues estaba arrepentido; la amaba muchísimo pero, a veces, los nervios lo traicionaban por estar aislado de las costumbres urbanas.

Nunca hubiera imaginado los días sin Letizia, a pesar de su estricta educación, de los modales aniñados y de sus humildes logros. Ella era frágil y enfermiza, incapaz de concebir un hijo, y tan miedosa que no tenía secretos, pero algo la diferenciaba de las demás mujeres: podría sobrevivir a todas y cada una de las tragedias y pesadillas. José creía que Letizia moriría a los ciento veinte años pero…

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.

La Liberación. Hermanas Brontë. (Cap I. Sallie Deam 2da parte)

  


−No sabía. Felicidades. Mi nombre es Sallie Deam. Quiero agradecerle la deferencia de haber aceptado mi visita. Yo sé que no es costumbre y quizá sea un atrevimiento de mi parte, pero la admiro tanto.

Sallie se acercó al fuego porque el frío era intenso.

−¡Katherine! –gritó Charlotte−. ¡Trae más leña! Aquí el verano tarda en entrar, hace una visita corta, por formalidad, trae campanillas azules, lirios amarillos, orquídeas fucsias, rosales salvajes, zarzamoras, linarias, dédalos y brezo con el subido de color bermejo… Y así, con tanto regalo, se olvidan por un rato, breve, los días umbrosos de diciembre.

La criada se fue rápidamente con su andar sobrio y misterioso, tan enigmático como la famosa patrona y propietaria. Quizá, era ama de llaves. La imaginaba así, de ese modo, la soñadora incorregible de Sallie Deam.

Frente al ardor de las llamas, se podía contemplar la figura esbelta de Charlotte que continuaba en silencio, demasiado castigada por la vida, pálida y aburrida.

Sallie era una adolescente; tenía facciones menudas y mirada pícara. No sabía cómo llegar a Charlotte. La veía cercana, pero la sentía lejos. La ansiedad le oprimía el pecho, quería hablar y no encontraba palabras, no le salían, porque todo era muy extraño, hasta las tazas de té.

De pronto, apareció un hombre con un gabán oscuro y la miró con los ojos entornados y con demasiada desconfianza. Su pelo era castaño y se lo veía, físicamente, algo desalineado. Era el pastor Arthur Bell Nicholls, vicario en la parroquia del padre de Charlotte, el marido.

El señor Brontë no quería que se casaran, pero Arthur pudo convencerlo. Fue un arduo trabajo que le llevó meses.

−¿Y la señorita? –preguntó con una voz inquietante que le perforó la piel y la dejó tan vulnerable que empezó a temblar. Ese hombre la intimidaba.

−Ha venido a hacerme una propuesta. Por favor, querido, déjanos solas.

−No. Es importante que yo sepa de qué se trata –respondió con autoridad.

−¡No es importante! –exclamó Charlotte, mostrando su carácter oculto; el resabio de ser tan salvaje como desesperanzada.

El hombre se retiró disconforme.


La habitación estaba destemplada debido al frío y se escuchaba el viento que arrastraba con todo aquello que se le cruzaba en el camino. Katherine acomodaba la leña que iba trayendo desde la cocina y miraba a Sallie desde la distancia, recelosa y fantasmal, helada.

−Ya se viene la noche y no me has dicho a qué debo tu presencia. Qué pasa, tanto entusiasmo del principio se ha apagado. ¿Tienes algún temor?

−No. Yo soy escritora –sabe− como usted. Bueno… como usted no. Quise decir… −se estremeció por el error que acababa de cometer.

Charlotte, con la mirada en la costura, se sonrió al comprobar las torpezas de la “escritora”.

−Dime…

−Bueno, disculpe. Yo quisiera, con su permiso, escribir un libro.

−Hazlo… ¿Por qué tienes que tener mi permiso?

−Porque quiero escribir sobre las hermanas Brontë, las memorias, vida, amores, sus obras, tristezas y alegrías, compañerismo…

−¡Eso nunca! –gritó Charlotte y Sallie se asustó y se puso de pie. Se acomodó la falda, se colocó el sombrero, la capa que llevaba como abrigo y no intentó contradecirla−. ¿Qué haces?

−Me voy. Disculpe las molestias. Créame, no fue mi intención molestarla, se trató de un atrevimiento que no me perdonaré nunca. ¿Cómo yo, que no soy nadie, puedo querer escribir la biografía de mujeres tan únicas e irrepetibles? Eso lo tiene que hacer un gran autor, un profesional que esté a la altura.


−Niña caprichosa.

−¿Qué? Me voy. Mil perdones. Igual le agradezco el té y la predisposición. Me ha cumplido un sueño: el de haberla conocido.

Ese comentario a Charlotte Brontë le gustó mucho y dejó la costura de lado y la miró fijo. Sallie bajó el rostro, con vergüenza.

−Eres obstinada y perseverante. Sabes que así hay que ser en la vida para alcanzar los sueños; perseguirlos y jamás abandonarlos. Si es lo que amas de verdad. Nosotras lo fuimos a pesar de las circunstancias, del entorno y de las dificultades por ser autoras femeninas. Tienes que convertirte en varón.

−¿Qué?

−Sí, niña, firmar con otro nombre, pero de varón. Así serás aceptada, y después no claudicar jamás. Eso sí, estudia, aprende, dedícale todo tu tiempo y más, lee e investiga. Piensa en ti y no en los lectores posibles, si los consigues porque es difícil. Haz tu trabajo lo mejor que puedas y supérate a ti misma, sin competir y sin mirar al costado. Y si fracasas, tómalo como una experiencia, aprendizaje, para intentarlo de nuevo por otra vía, con más elementos, con otros, y con la sabiduría que da el tiempo.

−Gracias por los consejos, no los olvidaré mientras viva. Adiós.

−¿Cuándo empezamos? –agregó Charlotte con entusiasmo.

Sallie Deam comenzó a llorar de emoción.

*

La Liberación
Hermanas Brontë

El silencioso grito de Manuela, por Claudia Ramírez (Argentina)

 


No sé porque te han criticado o no les ha gustado. Bueno no a todos nos gustan los mismos libros. Ya lo he leído y me a resultado muy rica su escritura y muy sensible al expresar sentimientos como el miedo, el abandono o la actitud hacia las enfermedades. Me resulto un libro excelente en cuanto a la narración de la vida y sus experiencias con los recuerdos y los duelos. No digo que porque me gusto a mi le debe gustar a todos. Solo que no hay que matar al escritor porque su prosa no fue de nuestro agrado. Éxitos y no pares de escribir. Porque hemos lectores que si nos gusta lo que vos nos transmitis.

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Mi libro leido de la semana. Recomiendo a esta autora. Su escritura Es realista, sensible. Te transporta al sentir de los personajes. Sus miedos. Sus fantasias. Sus vivencias. Gracias Luján Fraix por tan bello texto.

Claudia Ramírez

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

***Por amazon en papel
***Por Mercado Libre---Argentina.

El silencioso grito de Manuela (Cap IV 3era parte)

 

A ambos les sobraban las horas de una existencia que velaba el presente con cirios púrpuras y el futuro era una máscara que asomaba su faz por las ojivas en las noches de tormentas eléctricas. Manuela y Julián dependían de los retratos, aunque a Damián jamás le mostraban la foto de su madre. Encarnación se había dormido entre los álbumes; ya no se parecía a Rocío que seguía gobernando la sala con los tulipanes de seda.

Damián jugaba en los brazos de Letizia a quien llamaba mamá porque no podía elegir; Alejandro, su padre, lo venía a buscar y lo acompañaba a la casa de Lola para que cambiara de ambiente. Ella era una abuela “normal” que le compraba helados y lo llevaba a la plaza a jugar con otros niños aunque él se mostrara retraído. Tampoco le hablaba de Encarnación, ni de su fama ni de sus huellas, porque inconscientemente no la quería por haber desafiado al peligro sin pensar en la familia. La consideraba una mujer egoísta, educada con absoluta libertad, a quien los problemas de las personas le resbalaban dejando relucir su alma mezquina. Lola no quería que su nieto recordara a su madre de esa manera; ella, llegado el momento, se encargaría de inventar un personaje noble a los ojos de la criatura. Sin embargo, Damián, a su manera, ya estaba sufriendo los estragos del abandono y de una ausencia que se hacía esperar y que estaba pintada en algún sueño, en una caricia lejana, en una canción de cuna…

 


Letizia, mientras tanto, entre el dolor y el miedo, preparaba su casamiento con José Rodríguez. Ella sentía que debía buscar la salida, una oportunidad para alejarse del resto sin importarle el amor. No estaba segura de ser la novia ideal porque ya no sabía dónde se hallaba parada. José era el hombre que debía ser su marido y eso bastaba para poder seguir viviendo, con resignación, sin entusiasmo, con las cargas que el destino le imponía. En ella no se gestaba el más mínimo deseo porque todo era estudiado con anterioridad, certificado por Manuela y Julián y por los médicos que no sospechaban la soledad que Letizia sentía en su alma. Apostaba a su cordura infantil, alimentada por su madre, a la automedicación y al llanto que siempre, tan inoportuno, delataba su pasiva violencia.

José le daba seguridad para defenderse de los invasores imaginarios pero era algo indiferente cuando se alejaba para partir al campo a lidiar con los sembrados y los animales; sin embargo, sabía dividir su tiempo porque pensaba que todas las mujeres necesitaban las mismas cosas. La imagen de Letizia expresaba su impotencia frente a las horas de vida que le pesaban… pero José no se daba cuenta porque, tal vez, se egocentrismo no le permitía ponerse en el lugar de ella y asumir el compromiso. La familia de Letizia estaba quebrada y nada le devolvería la paz.

Damián crecía al amparo de Manuela y de Letizia. Lola, la otra abuela, quería rebelarse ante el misterio de esa casa legendaria con códigos absurdos y dañinos para el niño, pero Manuela era demasiado absorbente y posesiva capaz de desafiar reglas establecidas como modelos. A ella su corazón le hablaba y le decía que Damián estaba ocupando el lugar abandonado por Rocío y por Encarnación como un regalo de sus hijas. Manuela, por orden del Supremo, debía protegerlo de la vida invadida por asesinos y víctimas, protestas y libertinaje, seres oscuros y santos de yeso.

-Tú sabes que Dios está en los cielos. Júrame que no saldrás a la calle. Júrame que no morirás…- le decía Manuela en susurros cuando lo veía dormir en la cama de Rocío con su mismo pelo lacio y rubio. Ese ángel sobreviviente era el lazo que la unía a la pesadilla y al último paso que la arrojaba al futuro. ¡Pobre niño! Sobre él caía la guerra de una familia contra el mundo que pendía de un hilo y que afrontaba el reto del mañana pero enturbiaba el presente.

Julián, resignado y apático, se refugiaba en el trabajo mientras trataba de acrecentar el capital aunque ya no le importaban los billetes. Había descubierto el paraíso y el infierno en pocos años, de nada le servía el dinero porque no le daba felicidad. Podía nadar en él hasta ahogarse y gritar hasta quedar mudo; nadie le devolvería aquello que, como un escultor, había creado y que valía más que el oro. Todos parecían autómatas, no lloraban ni reían, sólo se levantaban por las mañanas y se acostaban por las noches con un macabro ejercicio no premeditado.

¿Esperaban algo o se dejaban llevar por la renuncia?

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA

ETERNAMENTE MANUELA