No hubo fiesta de casamiento; de
luna de miel se fueron a Egipto: lugar místico y adorado por los dioses, donde
el sacrificio era una costumbre casi un rito. Los incensarios llenos de mirra
envolvían con su aroma los palacios y purificaban, desde tiempos pretéritos, el
acto del amor. El mirto y el cedro para los ricos, el aceite de sésamo para los
pobres. Para Manuela los ungüentos añosos y modernos para alejar los espíritus
malignos que acechaban siempre y no conocían distancias.
Letizia había cambiado su vida, se
había reinventado con los arrullos de fantasmas a cuestas y el parloteo de
cotorra de su suegra que conocía la historia de la familia pero que sólo le
importaba el dinero que acumulaba Julián.
José aceptó vivir en la casona de
Letizia porque ella extrañaba a Damián y a sus padres. Ese recinto congregado
de fieles era solamente un escenario más para la autocompasión.
Letizia, una mujer con rumbo
incierto, mendigaba en el fangal con un poco de cordura cuando sus ojos se
cruzaban con los de Manuela que arrastraba sus gritos silenciosos en una silla
tan vieja como su rostro de abuela joven. Estaba destruida por la lucha y con
la necesidad permanente de sentir una espalda para apoyar sus huesos amarillos.
-Tú calla o reza para no
enfermar -le decía a Letizia que la observaba a través de sus gafas mientras
cosía las medias de su padre.
-Madre no bajes los brazos, el
destino maneja los hilos. Con cada desgano mueres un poquito.
-Letizia no puedes engañar a las
sombras porque no conoces la tuya. Las ausencias se abisman como trapecistas en
las cuerdas flojas. La vida es sólo eso, dormir… ¡Cristo Santo, es que no
sabes, niña, ponte el disfraz y sigue tu camino…! Hay que ser necio para creer
en la dicha.
Letizia se incorporó sin contestar
una sola palabra y se retiró a la cocina a preparar la cena para poder llorar
sobre las estampas de Manuela que, en definitiva, no la inquietaban ni le daban
valor.
Preparó un salmón rosado con masa
Phylo con eneldo y ciboulette para todos, aunque sabía muy bien que a José le
gustaban las comidas sencillas. Ella casi no pensaba en él porque su ausencia
era tan prolongada que la despojaba del entendimiento y de la realidad, de que
llevaba un anillo de bodas.
Damián, casi como hijo propio, se
comía los frutos rojos y la jalea de naranjas mientras Manuela observaba sin
inmutarse, pero decía de a ratos:
-No eres de nadie pequeño, eres
solamente de ti.
Manuela divagaba sin convencimiento
y a entera disposición de las leyes divinas porque ya no se sublevaba; había
aprendido el difícil arte de la resignación.
Letizia saludó a José que llegaba
del campo con la ropa sucia por el polvo de las cosechas y con el decaimiento
lógico de largas jornadas a la intemperie. No tenía humor para hablar con su
esposa y menos con Manuela; él no sabía que descuidaba el hábito de agradar
porque, tal vez, no entendía las reglas del matrimonio.
-Traes oscuridad en la mirada -le
dijo Letizia.
-Estoy cansado, tú sabes que no me gusta el campo. ¡No me hables de ese modo porque te pareces a tu madre! -le gritó.
Letizia corrió a su cuarto llorando
con su acostumbrada dificultad emocional y la soledad de una vida sin cariño y
con demasiadas ataduras. José fue detrás de ella pues estaba arrepentido; la
amaba muchísimo pero, a veces, los nervios lo traicionaban por estar aislado de
las costumbres urbanas.
Nunca hubiera imaginado los días
sin Letizia, a pesar de su estricta educación, de los modales aniñados y de sus
humildes logros. Ella era frágil y enfermiza, incapaz de concebir un hijo, y
tan miedosa que no tenía secretos, pero algo la diferenciaba de las demás
mujeres: podría sobrevivir a todas y cada una de las tragedias y pesadillas.
José creía que Letizia moriría a los ciento veinte años pero…
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