‒Falleció
el abuelito Juan. Lo siento mucho.
Mi
madre iba de un lado a otro sin entender. La muerte se encaprichaba con la vida
y me mostraba su lado pálido: el adiós. Yo vi al abuelito en el sillón cuando
perdió su aliento que se transformó en leyenda. Después me dormí en su cama
buscando la luz, el sosiego de su presencia, pero hallé el aura cargada de
gestos de cariño y de cansancio. Me conformé con aquella señal que, sin querer,
me dejó como ejemplo de virtudes. Él quiso despedirse de mí, estábamos los dos
solos.
Surcos
en los senderos, bóveda de estrellas, la gata Lola de mi abuela Juana y el
espejo que me mostraba los años.
‒Niña,
no tienes que tener vergüenza. Eres buena, inteligente, linda… ¡Vamos!
Gracias
madre por enseñarme a ser valiente, por dejarme crecer sola como yo quería, por
darme todo y más para ser feliz. No necesitaba mucho, sólo lápiz y papel.
Siempre valoré los afectos porque eran pocos y había que cuidarlos porque sabía
que alguna vez ya no los iba a tener. Quería guardarlos en un arcón dorado para
después, para que la soledad no me dejara su frío, su madurez de escarcha, pero
no era posible porque el reloj detenido empezó a marchar y ya no quería oírlo.
Me daba miedo.
Me
colocaba el antifaz para no ver la vastedad del territorio porque era
vulnerable. Jugaba y reía para ocultar siempre mis dolores, las carencias, el
temor… que no era tanto pero que parecía irreal a esa edad.
Salía
al mundo a recorrer el paraíso de mi abuelo Eduardo después de acompañarlo
entre las sombras cuando él me venía a visitar.
‒Parece
que hay gatos‒decía entre risas al escuchar las peleas de las mascotas nocturnas.
Él era un gaucho de las pampas, un caudillo disconforme que arremetía por los
llanos y le hacía frente a las tormentas pero ahora, después de varias décadas,
se había escondido entre los duendes de su casa dulce.
Yo
recorría el jardín poblado de rosales y de jazmines. El chalé era como sacado
de los cuentos porque tenía la magia de los enanos de Blanca Nieves y de Hansel y
Gretel.
Parecía
un reino y la gracia flotaba en el ambiente con efluvios de mermeladas y flores
en donde los personajes se mezclaban y aparecían en los tapices de las paredes.
Yo
estaba en el portarretratos… Tenía cinco años en aquella fotografía.
La
abuela Juana era indiferente y siempre se ocultaba en la cocina. Hacía dulces y
tejía pañoletas.
‒Voy a escuchar la novela‒decía mientras prendía el televisor.
Yo
contaba las baldosas rojas y comía las uvas de la parra a escondidas del abuelo
Eduardo que siempre estaba en el terreno de los árboles frutales; allí tomaba
mates sentado sobre tres ladrillos; yo lo acompañaba y juntos dibujábamos
letras con un palito en la tierra. El abuelo murmuraba igual que un viejo sin
remedio y luego me narraba cosas que ya ni recuerdo. Pasaba el día en aquel
hogar fascinante, sin voces ni risas.
La
abuela me daba alguna masita y yo hubiera querido llevarme los jazmines pero ni
me atrevía a tocárselos. Iba al comedor y miraba la vitrina con las tacitas de
porcelana y las copitas de licor que parecían diminutos utensilios de duendes.
Todo limpio, tan impecable, como los espejos y los dormitorios de camas separadas
con dos cuadros de vírgenes. Ese universo era demasiado perfecto si no fuera
porque el mutismo obligaba a sublevarse.
En
el pequeño palacio imaginaba historias sin tener noción de la verdad y de la
crueldad del mundo. Frecuentaba ese lugar, parecido a un templo, acompañada de
personas monótonas que no peleaban ni sufrían pero que tampoco demostraban
alegría.
No
creí nunca que el futuro pudiera ser tan diferente y que los seres queridos se
fueran despacio sin darse cuenta, cuando todavía no les había hecho la mayoría
de las preguntas.
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Hija única. Libro de Recuerdos.
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