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Hija única. Libro de Recuerdos--4ta parte

 


‒Falleció el abuelito Juan. Lo siento mucho.

Mi madre iba de un lado a otro sin entender. La muerte se encaprichaba con la vida y me mostraba su lado pálido: el adiós. Yo vi al abuelito en el sillón cuando perdió su aliento que se transformó en leyenda. Después me dormí en su cama buscando la luz, el sosiego de su presencia, pero hallé el aura cargada de gestos de cariño y de cansancio. Me conformé con aquella señal que, sin querer, me dejó como ejemplo de virtudes. Él quiso despedirse de mí, estábamos los dos solos.

 

Surcos en los senderos, bóveda de estrellas, la gata Lola de mi abuela Juana y el espejo que me mostraba los años.

‒Niña, no tienes que tener vergüenza. Eres buena, inteligente, linda… ¡Vamos!

Gracias madre por enseñarme a ser valiente, por dejarme crecer sola como yo quería, por darme todo y más para ser feliz. No necesitaba mucho, sólo lápiz y papel. Siempre valoré los afectos porque eran pocos y había que cuidarlos porque sabía que alguna vez ya no los iba a tener. Quería guardarlos en un arcón dorado para después, para que la soledad no me dejara su frío, su madurez de escarcha, pero no era posible porque el reloj detenido empezó a marchar y ya no quería oírlo. Me daba miedo.

Me colocaba el antifaz para no ver la vastedad del territorio porque era vulnerable. Jugaba y reía para ocultar siempre mis dolores, las carencias, el temor… que no era tanto pero que parecía irreal a esa edad.

Salía al mundo a recorrer el paraíso de mi abuelo Eduardo después de acompañarlo entre las sombras cuando él me venía a visitar.

‒Parece que hay gatos‒decía entre risas al escuchar las peleas de las mascotas nocturnas. Él era un gaucho de las pampas, un caudillo disconforme que arremetía por los llanos y le hacía frente a las tormentas pero ahora, después de varias décadas, se había escondido entre los duendes de su casa dulce.

Yo recorría el jardín poblado de rosales y de jazmines. El chalé era como sacado de los cuentos porque tenía la magia de los enanos de Blanca Nieves y de Hansel y Gretel.

Parecía un reino y la gracia flotaba en el ambiente con efluvios de mermeladas y flores en donde los personajes se mezclaban y aparecían en los tapices de las paredes.

Yo estaba en el portarretratos… Tenía cinco años en aquella fotografía.

La abuela Juana era indiferente y siempre se ocultaba en la cocina. Hacía dulces y tejía pañoletas.

‒Voy a escuchar la novela‒decía mientras prendía el televisor.



Yo contaba las baldosas rojas y comía las uvas de la parra a escondidas del abuelo Eduardo que siempre estaba en el terreno de los árboles frutales; allí tomaba mates sentado sobre tres ladrillos; yo lo acompañaba y juntos dibujábamos letras con un palito en la tierra. El abuelo murmuraba igual que un viejo sin remedio y luego me narraba cosas que ya ni recuerdo. Pasaba el día en aquel hogar fascinante, sin voces ni risas.

La abuela me daba alguna masita y yo hubiera querido llevarme los jazmines pero ni me atrevía a tocárselos. Iba al comedor y miraba la vitrina con las tacitas de porcelana y las copitas de licor que parecían diminutos utensilios de duendes. Todo limpio, tan impecable, como los espejos y los dormitorios de camas separadas con dos cuadros de vírgenes. Ese universo era demasiado perfecto si no fuera porque el mutismo obligaba a sublevarse.

En el pequeño palacio imaginaba historias sin tener noción de la verdad y de la crueldad del mundo. Frecuentaba ese lugar, parecido a un templo, acompañada de personas monótonas que no peleaban ni sufrían pero que tampoco demostraban alegría.

No creí nunca que el futuro pudiera ser tan diferente y que los seres queridos se fueran despacio sin darse cuenta, cuando todavía no les había hecho la mayoría de las preguntas.

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Hija única. Libro de Recuerdos.

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