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El silencioso grito de Manuela (Cap VI 2da parte)

 


Ya era tarde, los diálogos estaban rotos igual que la cadena de la vida y en ese espacio inmemorial no existía la claridad del amor porque el quebranto latía más ardiente que nunca; había regresado a velar los cuerpos guiados por las señales de un destino artífice y manipulador.

La familia ya se había olvidado de José porque estaban acostumbrados a despojarse de las cosas y de los seres, sin inmutarse. Rocío les había enseñado a apagar la luz antes de tiempo.

José Rodríguez se hizo hombre de un cachetazo sin esperar las disculpas porque Letizia ya no quiso vivir bajo su mismo techo. En los galpones repletos de aserrín, donde el olor a cuero y a madera húmeda lo mareaba, solía llorar de impotencia mientras fumaba un cigarrillo atrás de otro. Parecía un adolescente famélico con cara de soldado y orejas de murciélago. Estaba irreconocible. El idilio que tenía con la tierra hollada le parecía estéril porque su pleito con el destino no le dejaba espacio para las frivolidades. Sabía muy bien que castigaría su cuerpo hasta hacerlo sangrar como si fuera su propio verdugo; él había cometido un delito pero no sabía cual.

Miraba con rencor los campos arados, le dolía en la piel el viento fronterizo, la casa colonial era la ruina de un sitio decadente, el polvo, los cipreses…, una fosa: la suya. Hasta el fin de sus días repetiría una y mil veces que no había cometido falta alguna y que era una víctima de Manuela y de Julián, pero más que nada de Rocío que desde la infinitud los golpeaba con sus lágrimas para obligarlos a pensar en la muerte.

Resultaba fácil para José culpar a un ser que no podía defenderse pero lo hacía porque su mente se hallaba reducida a ceniza, no coordinaba bien, contestaba con monosílabos y se recluía en los establos a rumiar igual que las vacas.

Letizia también estaba irreconocible, hablaba incoherencias, despreciaba a José y se mostraba totalmente agresiva después de haber sido una joven sumisa y educada.

No quedaba nada de aquella pobre adolescente; sus códigos eran otros y su deseo desmedido de libertad traicionaba las leyes de las buenas costumbres que imperaban en la casa desde tiempos ancestrales.

Letizia quería vivir porque esa prisión ya no la dejaba respirar; necesitaba transitar las calles y los riesgos sin pensar en la moral ni en los límites. Estaba abatida y fuera de sí e insistía en escapar como su hermana Encarnación para transgredir las órdenes divinas y terrenales.

Por las tardes, cuando la siesta abrasaba con el calor del estío, solía subir a la terraza a bailar desnuda sin importarle los gritos de Manuela y las miradas asombradas de Dolores y de Laura. Las niñas no entendían de pactos y de liberación porque ellas estaban cómodas con ese nido ovillado por la abuela donde había demasiadas plumas que atestiguaban de manera clara la grandeza de sus sentimientos. Sin embargo, extrañaban al padre que ya no las paseaba sobre los hombros ni les hablaba de las abejas y de la miel de los panales, de la intensidad de los huracanes que azotaban las aldeas y del ceibo de ciento diez años que todavía vivía junto al gallinero.

Dolores y Laura estaban presenciando el testimonio clave de una conducta inexplicablemente absurda que las dejaba atónitas frente al entorno de sus juegos y travesuras; como todos los niños trataban de desmenuzar las horas sin verdadera conciencia de lo cruel que podría llegar a ser la vida.


Letizia con su inestabilidad arrastraba a la desidia a las personas que la rodeaban porque la venganza era su festival callejero y la arrojaba de su jaula a los abismos del desorden mental.

-¡Pobre niña! -decía Manuela con una ingenuidad que parecía de ficción pero que resultaba ser pura como lo fue siempre.

Nada era tan vital como el reencuentro cuando dos almas dejaban el claustro. Letizia y Encarnación eran libres de Manuela y Julián pero esclavas de una situación sin rótulo pero amenazante: la muerte. Manuela, espejo de la finitud de los cuerpos, ya lo sabía.

*

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.

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