La familia ya se había olvidado de
José porque estaban acostumbrados a despojarse de las cosas y de los seres, sin
inmutarse. Rocío les había enseñado a apagar la luz antes de tiempo.
José Rodríguez se hizo hombre de un
cachetazo sin esperar las disculpas porque Letizia ya no quiso vivir bajo su
mismo techo. En los galpones repletos de aserrín, donde el olor a cuero y a
madera húmeda lo mareaba, solía llorar de impotencia mientras fumaba un
cigarrillo atrás de otro. Parecía un adolescente famélico con cara de soldado y
orejas de murciélago. Estaba irreconocible. El idilio que tenía con la tierra
hollada le parecía estéril porque su pleito con el destino no le dejaba espacio
para las frivolidades. Sabía muy bien que castigaría su cuerpo hasta hacerlo
sangrar como si fuera su propio verdugo; él había cometido un delito pero no
sabía cual.
Miraba con rencor los campos
arados, le dolía en la piel el viento fronterizo, la casa colonial era la ruina
de un sitio decadente, el polvo, los cipreses…, una fosa: la suya. Hasta el fin
de sus días repetiría una y mil veces que no había cometido falta alguna y que
era una víctima de Manuela y de Julián, pero más que nada de Rocío que desde la
infinitud los golpeaba con sus lágrimas para obligarlos a pensar en la muerte.
Resultaba fácil para José culpar a
un ser que no podía defenderse pero lo hacía porque su mente se hallaba
reducida a ceniza, no coordinaba bien, contestaba con monosílabos y se recluía
en los establos a rumiar igual que las vacas.
Letizia también estaba
irreconocible, hablaba incoherencias, despreciaba a José y se mostraba
totalmente agresiva después de haber sido una joven sumisa y educada.
No quedaba nada de aquella pobre
adolescente; sus códigos eran otros y su deseo desmedido de libertad traicionaba
las leyes de las buenas costumbres que imperaban en la casa desde tiempos
ancestrales.
Letizia quería vivir porque esa
prisión ya no la dejaba respirar; necesitaba transitar las calles y los riesgos
sin pensar en la moral ni en los límites. Estaba abatida y fuera de sí e
insistía en escapar como su hermana Encarnación para transgredir las órdenes
divinas y terrenales.
Por las tardes, cuando la siesta
abrasaba con el calor del estío, solía subir a la terraza a bailar desnuda sin
importarle los gritos de Manuela y las miradas asombradas de Dolores y de
Laura. Las niñas no entendían de pactos y de liberación porque ellas estaban
cómodas con ese nido ovillado por la abuela donde había demasiadas plumas que
atestiguaban de manera clara la grandeza de sus sentimientos. Sin embargo,
extrañaban al padre que ya no las paseaba sobre los hombros ni les hablaba de
las abejas y de la miel de los panales, de la intensidad de los huracanes que
azotaban las aldeas y del ceibo de ciento diez años que todavía vivía junto al
gallinero.
Dolores y Laura estaban presenciando el testimonio clave de una conducta inexplicablemente absurda que las dejaba atónitas frente al entorno de sus juegos y travesuras; como todos los niños trataban de desmenuzar las horas sin verdadera conciencia de lo cruel que podría llegar a ser la vida.
Letizia con su inestabilidad
arrastraba a la desidia a las personas que la rodeaban porque la venganza era
su festival callejero y la arrojaba de su jaula a los abismos del desorden
mental.
-¡Pobre niña! -decía Manuela con una
ingenuidad que parecía de ficción pero que resultaba ser pura como lo fue
siempre.
Nada era tan vital como el
reencuentro cuando dos almas dejaban el claustro. Letizia y Encarnación eran
libres de Manuela y Julián pero esclavas de una situación sin rótulo pero
amenazante: la muerte. Manuela, espejo de la finitud de los cuerpos, ya lo
sabía.
*
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