Nos
alejábamos para volver al pueblo en aquel aparato longevo que parecía una
carreta del 1800 y yo sentía demasiado sueño. ¡Cuánto tiempo más! Ya no quería
viajar en ese montón de chapas que se desdoblaban en los surcos y que
desafiaban al polvo de los caminos con su bocanada gris. Llegar a casa era el
sosiego. Me recostaba en mi cama donde moraban las palabras sanadoras y mi gato
negro me lavaba el pelo. Lo había encontrado debajo de la magnolia del patio.
Él me habló aquella tarde y yo lo abracé como se abriga a un niño; lo quería demasiado.
Desde mi cuarto sentí
el perfume…
Solía jugar sentada
en el enorme tronco.
Las palomas parecían
escuchar
mis monólogos y susurraban
desde el tejado de la
casa vecina.
Cuando murió, mi padre lo sepultó allí debajo de la planta perfumada. Yo le llevaba margaritas y alguna rosa a esa tumba y lloraba, le hablaba otra vez… Él me regaló una flor desde las entrañas mismas de la tierra. Un milagro. ¡Tan real!
El
amor por los animales a veces es tan intenso. Me recuerda a una historia del
Titanic. Ann Elizabeth Isham se subió a un barco de rescate y su posibilidad de
sobrevivir al hundimiento se hallaba asegurada. Pero, la desesperación se
apoderó de ella cuando le informaron que su perro, un gran danés, no iba a
poder salvarse. Su tamaño era muy grande y priorizaban la vida de otros
pasajeros.
Sin
dudarlo, la mujer de 50 años, se tiró del bote para reencontrarse con su perro.
Sabía que no podía abandonarlo. Días después del hundimiento, un equipo de
rescate encontró el cuerpo de la pasajera aferrado al de su mascota. Murieron
juntos, abrazados, tal como ella lo decidió. Muy conmovedora historia que nos demuestra
hasta dónde llega el amor.
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