Quinquela Martín |
El 12 de Octubre de
1880 asumió la presidencia el general Julio A. Roca, quien había organizado la Expedición al Desierto para solucionar
por las armas el problema del indio y asegurar el dominio efectivo sobre las
tierras de la Patagonia. Dicha campaña resultó exitosa. Bajo su gobierno
llegaron numerosos inmigrantes y se publicó la ley de enseñanza común que
suscitó polémicas.
Elemir y François no
entendían nada de política porque sabían que sólo tenían la opción de trabajar
en calidad de peones.
En el puerto de
Buenos Aires había tanta niebla que parecía Londres. Caminaron por las calles
de tierra bajo la llovizna y se detuvieron frente al cabildo sin conocer su
historia:
En 1580 Juan de Garay fundó la ciudad de Trinidad-que más
tarde se llamaría Buenos Aires-lo primero que pensó fue levantar un edificio
histórico, simplemente porque en esa época (el siglo XVl) no se concebía una
ciudad sin cabildo: manifestación institucional y expresión jurídico-política
por excelencia.
Desde los
inquilinatos y conventillos se veían cientos de inmigrantes y paisanos que
se asomaban a la intemperie, algunos
colocaban recipientes en la vereda para juntar agua porque las condiciones
sanitarias eran muy malas.
Elemir y François
entraron a una barraca donde un trovador recitaba incomprensibles versos
mientras otros individuos lo miraban con los ojos turbios por el alcohol.
François y su amigo no entendían el idioma y se hallaban perdidos en una
periferia que los expulsaba del distrito por ser foráneos. Con señas lograron
darse a entender pero no se quedaron mucho tiempo en ese báratro porque el
lugar los ahogaba con un vaho condensado, parecían ebrios sin haber probado una
gota de esos licores espirituosos.
En la calle algo les
decía que la fortuna estaba lejos de ese riesgo que bosquejaba de a poco sus
trazos escondidos. El aire olía a bares; sin embargo, el adobe de algunas casas
chocaba con el adoquinado y la humedad levantaba, de a ratos, un gas
maloliente.
A lo lejos, escucharon la sirena de una máquina que, montada sobre ruedas y movida de ordinario por vapor, arrastraba sobre la vía férrea los vagones de un tren. La carga que llevaba era riqueza producto de las colonias agrícolas. Por ese año (1886), el ferrocarril unió a través del riel, las ciudades de Buenos Aires y Rosario. Cuando la locomotora llegó al lugar mermó la velocidad, Elemir y François se colgaron y lograron subir. Se veían igual que pigmeos ante el inconmensurable paisaje pero la lluvia de esa tarde de marzo, les condensaba los huesos y el traje de jefe del ejército parecía una armadura, yerta por fuera y por dentro.
Pasaban las horas y
el viaje no finalizaba… El traje mojado les rasgaba la piel y el tedio era cada
vez mayor. De repente, la máquina se detuvo en una población; fue entonces
cuando se arrojaron en un paraje donde varios consumidores de pastos retozaban.
Las vacas los miraron con los ojos pacíficos, como quienes ven pasar la vida a
través de una ventana, y siguieron rumiando.
La ciudad llena de
palomas se encontraba en Rosario pero ellos no lo sabían, tampoco les importaba
demasiado. Había damas con abanicos de carey y plata y otros en laca china,
niños y criollos que usaban chambergos y ostentaban sus capotas relucientes.
Frente a una plaza de árboles copiosos, un edificio con dos torres parecía un
templo; en su costado izquierdo se levantaban las opulentas casas de los comerciantes
y hacendados. A Elemir y François les llamó la atención un hotel que se llamaba
De la Paix de dos plantas ubicado en
la esquina de una importante arteria. Los negocios más destacados estaban
situados en la calle San Lorenzo; François
entró a uno de ellos
a pedir trabajo pero no supieron entender lo que decía porque el coronel
no sabía hablar castellano. Finalmente, durmieron en el banco de una plaza.