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La última mujer (Cap II Los vigías-tercera parte)


 

‒A veces me siento tan sola aunque esté contigo‒comentó Rebeca en voz baja mientras doblaba la chaqueta que iba a usar al día siguiente.

‒¿Por qué, amor?

‒No sé. Eres tan callado. No me cuentas lo que sientes, si sufres o no, si estás feliz o te abruma esta convivencia. Si te aburres conmigo.

‒Estoy bien.

‒No parece.

‒Dejemos de hacer planteos y pensemos en los hermosos días que nos esperan frente al mar. ¿No es maravilloso?

‒Sí. Trataré de disfrutar mucho de este viaje inolvidable.

Por otro lado, Carl y Amy Bramson debatían los pormenores de aquella travesía con alegría. Tenían que buscar a la mamá de Amy para que se ocupara de la casa y de los niños mientras ellos estuvieran ausentes. Ése era todo un tema.

‒Doy mi palabra de honor que va a aceptar‒dijo Amy ante las dudas de Carl porque la buena señora era muy independiente y no le gustaba estar muchas horas de niñera.

‒Podríamos llamar, en todo caso, a mi mamá que es tan amorosa y le encanta venir de visita, jugar y entretener a nuestros hijos.

‒¡Ya nos vamos a pelear de nuevo!‒gritó Amy‒. Sabes que como mi adorada madre no hay otra.

‒¡Las mujeres! ‒exclamó Carl cansado de hablar de las suegras.

La conversación, casi frívola, no se empañó en ningún momento por un mal augurio. Ellos, a pesar de ser muy amigos de Rebeca y el esposo, no sabían de la enfermedad. El matrimonio Cooper-Taylor lo mantenía en secreto porque no quería que la gente mirara a Rebeca con compasión ya que era tan joven. Esa cruz no podía cargarla, era doble, y la quebraba…

Para salir de los atajos hay que estar bien de espíritu.

Rebeca eso lo sabía muy bien. Se necesitaba fuerza y valor, tener el alma pura de sentimientos negativos y soñar con aquello que podría ser posible: la sanación.

‒Yo creo que después de esta hermosa experiencia, Rebeca va a quedar embarazada‒comentó Amy.

‒Puede ser.

‒¡Sí que eres corto de palabra! Ay… sí. Sería maravilloso. A ese matrimonio le falta un niño.

Carl se quedó cavilando unos instantes. Le sorprendían las palabras de Amy y también lo tranquilizaban.

‒Un hijo es una bendición y Dios sabe cuál es el momento indicado para enviarlo. No hay que tener demasiadas expectativas.

‒Yo la adoro a mi amiga Rebeca y pienso que ahora es su momento. Ella lo desea, lo sé desde siempre.

 

 


Alan merodeaba por la ciudad buscando cómplices. Había algo extraño en esas sensaciones, algo perturbador que resultaba a la vez absurdo y antagónico. Se sentía más cruel y en su interior aparecía un deseo obstinado, la fluidez de imágenes desordenadas que pasaban por su memoria como el agua en un molino; sentía que lo sujetaban todas las ataduras de una prisión y también una libertad desmedida que le invadía 
el alma. En el soplo de su vida, se veía perverso igual que un esclavo vendido a algún demonio innato. Estaba embriagado por el deseo de posesión y eso lo llevaba a cometer actos impropios.

Caminó por un callejón lleno de perros y tachos, con grandes lagunas de agua estancada y verde. Allí conocía a algunos amigos de esos que suelen caminar por rutas oscuras.

‒El barco de los ricos mafiosos está por zarpar ‒dijo uno.

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La última mujer
La última cena


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