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El silencioso grito de Manuela (Cap XX 2da parte)


 

Desde la cocina venía un olor a morrón rojo y a pimentón; seguramente, Manuela estaría preparando sus platos para la felicidad de su familia junto a las estampas bañadas en lágrimas. Entre las cortinas orientales vio a Manolo que había regresado a buscar a Antonio.

-¡Dónde la tiene!

-En el cuarto, pero no la molestes porque cuando le hablas la irritas como a mí. No puedes hacerte cargo de las responsabilidades entonces… anda.

-Vete, vete -dijo Letizia con suavidad con la pasión encendida por la ira que la ayudaba a recuperar la poca energía que le quedaba-. No eres una persona que tiene derechos, deja a ese niño que no es hijo de nadie.

Agazapada tras la puerta murmuraba palabras indescifrables con la intención de desahogarse o con el placer que le otorgaba el insulto sin saber que a Manolo lo había odiado toda la vida. Sin embargo, era él quien preguntaba por ella para tratar de aflojar la presión de una responsabilidad que le pesaba por ser todavía el esposo de Letizia. La veía tan sola cuidada por una madre que, muy a su pesar, le partía el corazón.

Manuela no lo quería pero lo necesitaba; veía en él a una persona frívola que en lo profundo del alma ocultaba desechos: su amor impronunciable, su necedad, la indiferencia hacia aquello que le demandara un trabajo humanitario.

-Tienes que conocer el lado oscuro de la existencia para crecer y para saber que no hay felicidad ni aun en los atajos. No para mí -dijo Manuela con un pañuelo sobre la cara; trataba de secar las lágrimas que le brotaban solas por el dolor del pecho.

-Mujer, deje de atormentarse y trate de refugiarse en Dios que siempre la ha acompañado.

-¡Qué sabes tú de eso! Lo has ofendido millones de veces con tus improperios.

-Yo soy católico, Manuela.

-Pues no lo pareces porque escapas de la Iglesia y de los Santos Oficios. No confías en la oración de los sacerdotes ni en las imágenes. ¿De qué hablas?

-Sé que hay un Dios, nada más, creo…

-Tú estás loco pero discutes conmigo, tienes personalidad y eso me hace sentir segura. A tu lado pareciera que los peligros se atenúan, eres un hombre muy protector. No existen ya seres como Julián, sólo tú te pareces… un poco.

-A mí no me sirve.

-Pues valórate. Aunque eres un mentecato, sabes ocupar el lugar que te corresponde y no escapas aunque quisieras. Yo lo sé.


-Letizia es la madre de Antonio y yo debo cuidar sus espaldas hasta las últimas consecuencias, aunque usted debería darse cuenta de que ella no tiene mucha vida.

-Ya cometes una más de tus torpezas. No tienes mesura, eres un inepto que apedrearía ya mismo. Vete porque si continúas aquí un minuto más terminarás matándome.

Esa relación amor odio era impredecible porque ambos se insultaban y luego necesitaban reunirse para aliviar todos y cada uno de los males.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela.
Las contradicciones.

El silencioso grito de Manuela (Cap XX 1era parte)

 


Manuela nunca se cuestionó el origen de las cosas porque ese interrogante estaba resuelto: Dios era el artífice de todo, aunque todavía podía investigar para tratar de aliviar el deseo de escuchar de alguien una explicación.

Con su manta ceremonial en ese habitáculo antiguo, ella ofrendaba lo que más amaba. Había escuchado los ecos de la Madre Tierra o Pachamama, una de las deidades femeninas más importantes del mundo andino. Por medio de los rituales y de las dádivas cada persona, desde su creencia, entregaba su devoción, pedía por el bienestar, por la salud y la prosperidad de los seres queridos.

Manuela trataba de recoger aquello que sumara una esperanza para llegar a la sanación de Letizia. Poseía los secretos que encerraban las plantas y los efectos de su curación como simbolismo para la eficacia del rito. Colocaba fotos de su hija rodeadas de velones negros que se apagaban a medida de que los siguientes se iban encendiendo con el aroma a laurel, a enebro y a un fruto, traído de América, que ella llamaba berberys, muy pequeño y de color violeta oscuro. Manuela sabía que estaba postergando algo que aún no conocía en su totalidad pero que era inevitable como sus presentimientos. De nada le valían las demoras; tal vez debía dejar en libertad a Letizia para que llegara, por sí misma, a algún lugar, a su propio infierno o a su propio cielo pero sin lidiar más con la vida. El peligro potencial estaba latente desde tiempos pretéritos; sabía que no podía corregir la rebeldía de Letizia ni su neurótica manera de huir ni volver atrás el pasado para revertirlo. La comunicación se hallaba empobrecida porque las habilidades lingüísticas de su hija que, deterioradas por la demencia, producían malestar y dolor.


 

A la mañana siguiente, Letizia se incorporó de esa cama de infante y se dio cuenta de que no se hallaba en la pensión porque no escuchaba los gritos de Socorro ni los susurros de los inquilinos. Igualmente sintió cierta presión en el entorno que la paralizó, como si muchos ojos estuvieran detrás de las paredes en un juicio villano sobre sus movimientos. Aborrecía ese lugar y hacía un esfuerzo titánico para mantenerse quieta porque la desbordaba la ansiedad de irse de allí en busca de la nada, del principio o de lo inevitable. No lo sabía. Su inestabilidad se contraponía a la rigidez de su cuerpo que se potenciaba con pequeños giros. Esa casa la amarraba a un pasado que no quería recordar porque ya era tarde para regresar al comienzo; no podía tampoco volver al presente.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La Madre Tierra

El silencioso grito de Manuela (Cap XIX 4ta parte)

 


Manuela sintió que empezaba a lidiar con un nuevo problema. ¿Cómo haría para decirle que Julián había muerto? ¿Sería mejor ocultar la verdad y mentirle?

-¡Vamos, papá, papá! -llamaba Letizia a su cómplice y amigo de tantas aventuras, el ser que la amaba más que a su vida.

-Niña -dijo Manuela entre sollozos-, tu padre ha salido.

Letizia pareció no escuchar porque ya había olvidado la pregunta. Era lógico que experimentara esa conducta ambigua; estaba enferma y sin tratamiento alguno. Si nadie se hacía cargo de ella, nunca se recuperaría porque no se daba cuenta de su mal.

Dolores y Laura, ya grandes y con un recuerdo borroso de su imagen, se acercaron despacio y con cautela.

-¿Quiénes son estas jóvenes? Ya sé no me digan nada, son las hijas de José. ¡Ingrato! José, campesino embrutecido, no sabía valorar a una mujer. ¿Las ha amado? Seguro que no porque era egoísta e indiferente y se movía entre la maleza como iguana rastrera.

-¡Basta! -dijo Dolores y salió corriendo a refugiarse en su habitación. No podían vivir con una persona en esas condiciones. La soledad que siempre sintieron desde chicas las colocaba en un lugar de abatimiento.

Manuela, tan niña y vacía como ellas, sentía el amor de una madre que no renunciaba y que tampoco tomaba represalias hacia el último ser que le quedaba en ese camino sinuoso que se tornaba, por la pesadez de los años, en un sendero recto y corto.

Una palabra era suficiente para que Manuela callara aunque Letizia la mirara con una expresión curiosa y fastidiada. Se notaba que no quería quedarse a vivir en la residencia porque desconocía el lugar.

-Escucho ladridos. ¿Hay un mastín en el patio trasero?

-No hay animales.

-Ah… ¿qué pasó con la gata Máxima?

-Murió de vieja.

-Como Rocío, Encarnación y Lucía que se fueron a cumplir años a otro sitio, ¿verdad? o han regresado. ¡No las ocultes que las quiero ver!

-No están pero no pienses en eso ahora. Ven con tu madre que es la única que te dará consuelo y será tu guía.

-¡No necesito lazarillos! Soy una religiosa que tiene su camino trazado desde que ha nacido, una alumna que sigue los pasos de su maestro y asume las ideologías.

-Hija, recapacita por el amor de Dios.

-Quiero tu juramento. Busca a mi padre y dile que lo amo. Necesito su caridad y protección porque él sí me quiere. Me ha ayudado siempre a superar los miedos; tú te ibas a tu techumbre de paja y arañas a rezarle a los murciélagos mientras yo lloraba por los rincones -dijo Letizia amenazando a Manuela que comenzó a tenerle miedo cuando vio su mirada encendida por una furia irracional.



De repente, se levantó y la empujó entre las sillas del comedor; tomó su bastón comenzó a romper los objetos, uno a uno, la cristalería, a las plantas las arrancó de raíz, se golpeó la cabeza con el marco de la puerta y finalmente se desmayó. Llegaron, asustadas por los gritos, Dolores y Laura que ayudaron a Manuela a incorporarse del piso donde se encontraba sepultada por bandejas, trozos de platos, tazas y velas. Entre las tres llevaron a Letizia al cuarto y llamaron a un médico.

Ella estaba ilesa recostada en la cama con el edredón de terciopelo rojo, sólo que no se veía igual a la joven de antaño. Parecía reclamar otro tipo de atención, algo diferente que evidenciaba alguna anormalidad; el impacto de verla resultaba escalofriante ante la presencia de las hijas y de Manuela que, aunque la conocía mucho, no dejaba de sorprenderse ante los estragos de la enfermedad mental.

No existía un horizonte de expectativas para esa mujer, arrastrada por la inseguridad de la memoria, que se adhería a los muros de un presente que no le decía nada y del que quería escapar porque no lo entendía.

-No es mi madre -dijo Laura que casi no la recordaba; trataba de disculparse porque no sentía nada por ella, menos después de oír cómo Letizia despreciaba a su padre a quien amaban más allá de los vicios y de los defectos.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Los estragos de una enfermedad mental.

El silencioso grito de Manuela (Cap XIX 3era parte)

 


Una herrumbrada puerta definía el perímetro de la residencia. El portón de rejas desteñidas estaba cerrado. El chirrido de los hierros mostraba cierto clima de abandono. Las hijas de Letizia estaban abatidas, tanta era la impresión de verla que miraban para otro lado como quien trata de no pasar delante de los espejos para no contemplar su ruina. Ella con el sombrero caído observaba los movimientos de cada uno pues se consideraba un cadáver al que estaban velando: demasiado llanto y flores, todos vestidos de luto.

-¿Y los gatos? -preguntó, pero nadie respondió.

Letizia se aferró a Manuela porque ese lugar le daba terror; pensaba que allí vivía la desgracia y las almas inocentes acumuladas en el living con sus respectivos retratos.

-¿No extrañabas tu casa?

-¿Qué casa?

Nadie podía reanudar un diálogo porque Letizia se hallaba a mil kilómetros de distancia, en las alturas, entre encajes de Venecia, con su hija Lucía y los libros de aventuras, con José quemándole la cabeza con sus reproches.

De pronto, se dio vuelta y le dijo a Manolo:

-Vete, desvelado, devuélveme a Antonio. ¡No existes!

Él, totalmente aturdido y  a la vez feliz por tener que dejar esa responsabilidad en manos de otro, se fue sin decir una palabra, mientras Manuela, con su bastón, lo perseguía a los gritos:

-Ven acá, hombre, ten fe, te necesito…

-No, señora, no puedo ayudarla.  Siento el cuerpo viejo, sabe. Creo que ya no debo mirarla. Es como si la resignación me diera un plazo de vida. Hasta acá llegué… Dígale a Damián que la ayude, él ya es grande o a Alejandro Roca.

-Deja de vengarte de una pobre anciana, no sabes que tengo miedo y que mis ungüentos no me sirven. No dejes de quererla porque se da cuenta.

-No me importa -dijo Manolo, y se alejó rápidamente como si estuviera huyendo de temibles jaguares, pumas, quirquinchos y serpientes. No quería que nada lo atara a las grietas de esas paredes de ladrillos roídos. Le dolió ese bienestar porque lo sintió en la carne de los otros, de las hijas que tenían que quedarse a su lado. Tan jóvenes con un pasado y un presente desmembrado.

Manuela abstraída por la fuerza del amor de madre, pensaba que valía más la contemplación de una enfermedad que no verla más; no podía dejar de ceder frente a su propio egoísmo pero guardaba recuerdos para cuando ella se fuera definitivamente.

-El alma se aleja de nosotros. Estamos perdidos en su niebla.

Los sentidos de Letizia escapaban como caballos asustados porque nada le era familiar.

Manuela sonrió con los ojos húmedos y emitió un suspiro. Se quedó sentada frente a su hija; sentía, al tocar su cara, el frío de la noche. Ese mismo hielo de la piel de Lucía.

-Y los árboles, el cañaveral, los anzuelos, los remos… -dijo Letizia, tal vez, recordando a Encarnación.

-Está más cerca de los muertos que de los vivos -comentó Damián.



-Calla que escucha. No la contradigas que cuando habla es mejor que cuando se mantiene en silencio.

-No soporto, abuela, este sometimiento.

-Pues vete y déjame sola como siempre lo he estado. Para qué se hacen los dolientes si casi no la conocen.

-Madre, deja de gritar y llama a mi padre. Mi viejo amor, él sí sabe cómo tiene que tratarme ahora que he regresado. ¡Papá… ven a abrazarme, por favor!

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Amor de Madre

El silencioso grito de Manuela (Cap XIX 2da parte)


 

Manolo tenía miedo de traer a Letizia a la casa por los riesgos que corría ella y su familia, pero ya no existía nadie que pudiera hacer ese trabajo porque Manuela era muy anciana. Seguramente, Letizia lo llenaría de maldiciones y lo culparía de los pecados más espantosos pero no debía escucharla. ¡Qué difícil se le hacía poder entenderse con una persona que no sabía lo que decía! ¿Era una cruz que debía arrastrar por el resto de su vida por haber sido un hombre frívolo?

Al otro día, Socorro aguardaba la llegada de los familiares en un estado de ansiedad: le dolía el pecho y los músculos, de la cabeza a los pies, se sentía fatigada y sin voluntad. Ya no daba más y culpaba a Letizia de todos sus males.

Sobre un edredón despeluchado, Letizia oraba sin sospechar que vendrían a buscarla. La habitación estaba llena de harapos, bultos de revistas, estampas de santos esparcidos. Tenía alrededor de diez fotografías que no podía identificar y dibujos que parecían jeroglíficos. Uno de ellos era un automóvil.

Al rato, bajo el influjo del miedo, apareció Manolo; detrás de él, como oculta por su sombra, Manuela y los hijos de Letizia venían con sus íntimas ilusiones a ver a esa mujer humillada por los pronósticos y aferrada todavía a una vida sin gobierno.

Socorro y los vecinos los miraban en silencio con sus deplorables ideas y con la falsedad que afloraba en sus labios.

-Letizia, hija, sal del cuarto.

Ella se asomó con el gato en los brazos y sus hijas tuvieron que cubrirse el rostro con las manos; se la veía esquelética, disfrazada, anciana y dispersa, como si se tratara de otra persona.

-Madre -le dijo a Manuela que temblaba y no podía mantenerse de pie-. ¿Quiénes son esos bellos jóvenes?

Manuela, sin poder hablar, vio sus ojos muertos y olvidó sus sueños. No se cansaba de mirarla; anticipaba el retiro hacia la casona y esperaba otra vez el final.


-Vamos, inútil, ya es tarde -le dijo a Manolo que no podía acercarse a Letizia porque le tenía miedo.

-Es que, señora, por qué no va usted.

-Eres… eres… tienes fiebre en ese cerebro mantecoso. Ven, hija, con tu madre. Iremos a una casa linda llena de gatos.

Letizia comenzó a gritar con toda la fuerza de su voz. Trataba de resistirse a los empujones que le daban Socorro y los vecinos para poder arrancarla de ese sitio. No sentían nada ante el llanto, las súplicas y los gemidos desgarradores que estremecían los muros; ella parecía una carcelaria que iba al suplicio.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela.
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El silencioso grito de Manuela (Cap XIX 1era parte)

 


Letizia dormía con las ventanas abiertas; afuera el aliento demorado del verano la hacía sentir ahogada. Por las cornisas, el olor a llovizna le anunciaba un aguacero. Ella vivía en otro tiempo y decía como rezando:

-Ya no soy un mar de lágrimas que se vuelve cera, yeso, pero soy una novicia que no baja los brazos ante el hueco de la mente. Una mujer que va en busca de los atajos, con la muerte que apuñala su espalda en la nada inmensa de los campos donde no hay semillas.

Las oraciones se escuchaban suavemente desde los cuartos cuando se precipitaban los pensamientos noctámbulos.

A la mañana siguiente, en la puerta de la habitación de Letizia, había una veintena de abuelos, mendigos y marginados que esperaban el sermón del día. Ella con su vestimenta acostumbrada y una vela en la mano derecha les mostró una imagen de Jesucristo.

-De los dos rayos uno significa la sangre que es la vida de las almas, el otro el agua que justifica a los espíritus. Ambos son la luz de las entrañas…

Letizia estaba predicando; trataba de reunir armas y de domesticar fieras. Se sentía enérgica sin saber quién era y débil para salir a la calle a buscar su verdadera identidad.

A Socorro empezó a darle lástima al verla tan sola por dentro como por fuera. De todas maneras, vendrían a buscarla porque había encontrado a su familia aunque ella no lo supiera del todo. Los inquilinos, al fin, comprendieron la dimensión de su dolor y tocados por un milagro de bondad se acercaron a ella y le ofrecieron torta de nuez y un refresco, le calzaron las zapatillas de lana y le cepillaron el pelo anudado por la falta de limpieza.

-Paloma mía, eres santa –decía-. Mi madre tiene una sola hija.

-¿Quién es ella? -le preguntó Socorro.

-Manuela -respondió Letizia.

-Vete con ella entonces…

-Si yo me voy a mi castillo, tú te vienes conmigo Lucía -le dijo a la pensionista cuyos ojos se salieron de sus órbitas y nuevamente sintió deseos de estrujarle el cuello como una gallina.

-Déjala, mujer, porque hasta es capaz de confundirla con el gato Lucas.



-¡Basta! -gritó Letizia-. El brasero y el cirio están prendidos. Oren por las almas de Encarnación, de Rocío, de mis amados abuelos, de José… ¡Pecadores! ¡Quiero luchar por la justicia pero ustedes no me dejan. Los juicios están por llegar pero todavía la soberbia les gana la batalla. Estará oscuro por varios días. Ustedes hablan mucho pero dicen poco!

La noche como una fosa iba hundiendo su voz en la neblina cuando la soledad le mostraba su máscara. Nadie la escuchaba porque todos habían huido a ocultarse en sus cuartos mientras Socorro se dirigía hacia el zaguán para hablar por teléfono.

-Hola Manolo, necesito que vengan a buscar a esta mujer porque de lo contrario soy capaz de cualquier cosa. Usted no me conoce, mi paciencia tiene un límite.

-Bien, señora, mañana mismo estaré allí, no se preocupe.

-Que quede claro entonces…

-Sí, si.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Los límites de la paciencia.

Los días semejantes. Por los caminos de agua...

 


SINOPSIS
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MI PADRE, TU PADRE

¿CÓMO ENFRENTAR UNA SITUACIÓN LÍMITE?

 

Historia basada en hechos reales.

La autora narra a manera de ficción  el caso de Juliane Margaret Beate Koepcke, una joven que viajaba en un avión desde Lima a Pucallpa, en Perú, el 24 de diciembre de 1971 y que, por una tormenta, cae en la selva del Amazonas. Ella sobrevive y lucha por salir de esa jungla enemiga por sus propios medios.

A partir de esa conmovedora experiencia de vida, cuenta otra historia con el mismo eje central y distintos personajes que van sumando sensaciones, enigmas, sentimientos encontrados, sueños y esperanzas.

La lucha por la vida por encima de todo y el amor por la vocación unen a dos mujeres inolvidables en un viaje impredecible, donde son víctimas  del egoísmo, de la cobardía, de la irracionalidad y del amor posesivo de sus respectivos padres que sufren las pérdidas con lo que eso implica: uno pasivo, el otro activo y una tía que se sobrepone a los vacíos para ayudar, para estar en los momentos difíciles y para sanar los cuerpos y las almas de quienes quedaron de este lado del camino.

Dos familias, una vida, el doble proceso de interpretación del mundo a través de la exaltación de los deseos, las alegrías, los misterios, la traición y la muerte como espejo frente a la realidad de estas jóvenes con un destino marcado.

Aparecen las diferencias de clases y los desajustes emocionales tendientes a la reflexión y al examen de los principios buscando la claridad sobre sí misma.

¿Hanna pudo escapar de la selva amazónica ilesa?

¿Y aquellas voces? ¿Eran las ánimas que desde tiempos pretéritos habitaban los senderos enemigos o eran los sobrevivientes que pedían ayuda desesperados?

 

Se necesita coraje para volar alto, con la vida entre las manos y la muerte en la espalda. El río, sus mensajes, esos caminos de agua, los espíritus y las creencias.

Siempre hay un atajo por donde caminan los ángeles.

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LOS DÍAS SEMEJANTES
Por los caminos de agua...
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Libro que participa en el Premio Literario de Amazon 2023.

El silencioso grito de Manuela (Cap XVIII 4ta parte)

 


Manolo, completamente absorto, sólo miraba el rostro de Letizia desencajado, sin entender las palabras y su significado aunque había llamado “madre” a Manuela.

El gato se revolcó en el sol frente al tumulto de aves y mariposas; sostenía una langosta que había cazado y jugaba con ella frente a las lágrimas, los insultos, el descontrol y la impotencia.

-Te pareces a la gata Máxima sólo que tú eres un varón -dijo Letizia con ternura.

Manuela no podía creer; adivinaba la presencia de su Dios en cada sílaba que pronunciaba su hija; desde lejos la miraba Eulalia con su abanico de plumas.

-El gato se llama Lucas y conversa con ella, sabe… Duerme en un arcón enorme como hijo de Drácula y sale por las noches. Me contó que Letizia es su madre.

Manuela la escuchaba con los ojos entreabiertos; trataba de descifrar ese dialecto incongruente e imaginaba que todos y cada uno de las personas que vivían allí estaban locos.

La escena terminó sin sonido alguno. Permanecieron sentados a la intemperie, con sonrisas forzadas, hasta que la proximidad de las sombras marcó la despedida. La dueña de la pensión los acompañó hasta la salida, decepcionada y aburrida por la situación.

A esa hora las avenidas estaban vacías, los postigones cerrados. Manuela y Manolo caminaban tensos y callados. ¡Se habían odiado tanto! Ella se aferró a él como una niña desesperada y huérfana. Su hija no estaba muerta; sin embargo, parecía que la había sepultado hacía muchísimos años. Ya no podía llorar porque estaba debilitada por la resignación. Sobrevivía al filo del abismo sacudida por la más honda tristeza. No le quedaban caminos, sólo debía sentarse a esperar la muerte. ¿Qué haría con Letizia totalmente convertida en un espectro sin luz en los labios, sin voluntad ni razón?

-La buscaremos y la llevaremos a casa, verá cómo se mejora -le decía Manolo con una cordialidad y un cariño que ni él mismo lo creía. ¿Estaba cambiado?

-Eres un truhán, sabes, pero igual te quiero porque amo a Antonio y tú, muy a mi pesar, eres su padre. ¿La quieres, hijo?

-¿A quién?

-¡Cómo a quién! a mi niña.

-Sí, es la madre de Antonio y aunque esté loca mi hijo no debe saberlo.

-¡Loca! ¡No! Eres desagradable igual que siempre. Vete a tu refugio de caimanes a comer carroña. No tienes sentimientos, mal parido, simplón, que lleva una vida de vicios, no te mereces a Antonio que es un sol porque se parece a mí, a su abuela que es una santa. Vete… el loco eres tú, camina, deja de corromper a la familia con tus necias ideas; no sabes lo que es sufrir porque llevas una vida de frivolidades con personas raras. Inconsciente, egoísta, mezquino… -gritaba Manuela en medio de la calle.

-Mi querida suegra, perdone.

-Nada, eres invisible para mí pero ven y ayúdame a cruzar.

Manuela, en la casona rodeada de sus nietos, no podía armar la historia. Para ella ver a Letizia en esas condiciones la había doblegado, pero debía pensar que estaba viva y que su demencia era la muestra clara de la rebelión.

-Abuela, ¿cómo está mi madre? -preguntaron las hijas de Letizia.

-Bien, niñas, ya habrá un acercamiento. No se sientan engañados porque ahora yo ocupo el lugar de Letizia y no les miento -dijo Manuela y retrocedió temblorosa para regresar a su sepulcro de medusas, cardos y mochuelos embalsamados donde las preguntas estaban escritas en las paredes y no tenían respuesta alguna en ningún idioma.

Manolo sentía culpa y responsabilidad por esa vida estéril que, según él, debía proteger de los últimos peligros ya que resultaba ser impredecible para Letizia el minuto de mañana.

-Papá, has visto a mamá. Seguro que está vestida de india o con alguno de esos disfraces que ella usa. Me divierte mucho. ¿Por qué no me llevas a verla? Anda…

-Antonio, escucha… Ella tiene un traje negro con un sombrero grande de alas anchas…

-¡Ah, entonces es una bruja! ¡Qué bueno!

-¡Basta, niño! -gritó Manolo sin encontrar las palabras adecuadas para explicarle a una criatura la enfermedad que sufría Letizia.



Manuela, en su sinagoga, escribía en un papel los pasos a seguir para recuperar a su hija y devolverla al mundo tal como ella la había educado: pura, frágil, obediente, religiosa. Su repertorio de virtudes estaba guiado por sus eternos hábitos que, con los años y los castigos, no habían dejado de latir en sus entrañas. Ella era una anciana con historias, guerras atemporales, rodeada de verdades y de violencia pasiva pero no era una insana porque, a pesar de todo, los golpes le habían dado cierto valor, aunque el miedo siempre estaba latente. ¿Qué más podía pasarle? La muerte, en cualquier caso, sería una lluvia bienhechora, casi un diluvio, que la dejaría ahogarse en el cielo de Julián.

-Viejito, prepárate que te llevo un pescado al romero con vino y laurel.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La muerte como bálsamo.

El silencioso grito de Manuela (Cap XVIII 3era parte)

 

Manuela había sentido miedo, por las noches, cuando soñaba con los cuerpos amoratados de la morgue, con algún delincuente colgado de la horca como manzana fresca y su cabeza sobre la reja de los parques. Siempre había sentido temor pero ahora ella se burlaba de él con su valentía. Cuando llegaron a la pensión, Manuela se detuvo temblorosa; desde lejos, el patio de baldosas parecía un barco anclado por descuido entre verbenas y jazmines del país. Los huéspedes estaban agazapados tras la vegetación descansando en las poltronas desteñidas por el sol cual ancianos en un geriátrico, con la tristeza y la soledad de la vejez.  Socorro circulaba por los rincones; servía té y refrescos. Ese lento ritmo tenía algo de amenazador porque ellos combatían con las horas, perseguidos y esperando algo que no sabían de qué se trataba. Algunos permanecían todo el día sentados contando las pastillas que debían tomar, otros escuchaban la radio sin tener idea de lo que decía y otros miraban televisión hasta las cuatro de la mañana.

Manuela levantó el bastón y cruzó el patio rápidamente. El eco de sus tacones sobre el mosaico retumbaba en los oídos de los hombres. El desparpajo de la dueña del lugar no la detuvo. Frente a la puerta de la habitación de Letizia, tembló otra vez y el miedo apareció con descaro tratando de revivir las secuelas de antaño.

-¡No siga buscando señora. A su hija no se la tragó la tierra!-dijo Socorro con impertinencia.

Letizia lentamente abrió la puerta y vio, allí parada, a Manuela. La apatía iluminó las huellas del presente; actuaba como una sombra endurecida por el sufrimiento.

-¡Madre!-le dijo y la abrazó sin darle tiempo a reaccionar-. No sé quién eres, madre -volvió a decir.

Manuela a punto de desfallecer murmuró:

-Hija, estás enferma, eras tan bella. Tu rostro sereno y tus manos finas y blancas, el pelo…

Manuela lloraba porque esa figura vestida de negro con ese sombrero, que la observaba con recelo, no era la joven que ella había criado con tantos cuidados.

Socorro sostenía un cuchillo con cacha de hueso pues había estado haciendo unas tareas.

-¡No mate a mi madre! -gritó Letizia cuando la vio acercarse con descuido.

-¡No… loca… loca…! Mátese usted, aquí tiene, tome-le contestó Socorro fuera de sí empuñando el arma en dirección a sus manos.

-Está enferma -dijo Manuela suavemente-. Comprenda, debería darle lástima; no sabe lo que dice porque ha pasado una vida desgraciada, de rutinas pesadas y con la debilidad de un cansancio crónico y anémico.

-A mí no me importa, quiero que abandone la pensión.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
El adiós

El silencioso grito de Manuela (Cap XVIII 2da parte)

 


-Vamos a llamar a la policía -dijo Socorro con el deseo de acabar con la absurda situación.

-¡No! -contestó Manolo-. Tenga paciencia, no es peligrosa sólo está amnésica.

Socorro dejó el balde y se sentó en un banco de tres patas sostenidas por ladrillos. Hubiera querido arrojarlos a la calle a los dos sin miramientos  pero todavía no había perdido del todo la lucidez.

La aritmética de Dios le decía a Manolo que Letizia estaba muerta y que esa mujer que se encontraba frente a él era una figura espigada que podía multiplicarse por mil.

-Saludos a mi madre -le dijo ella a Manolo mientras se alejaba por el pasillo rumbo a la puerta de salida.

 

 ***


La pensión Los Girasoles era una escoria que en el crisol de los hornos se podía fundir hasta el hartazgo. Letizia y su escabel, Socorro y su osadía, Eulalia confundida entre juicios falsos, los ocupantes de las habitaciones devorando algún entremés, todos empalmados por una realidad devaluada por las úlceras del tiempo y sus estragos.

Manolo también se sintió preso en esa finca con olor a perejil y palmas del océano. El ambiente le pareció escapado de alguna película de misterio donde los antagonismos eran las armas para desviar a los verdaderos culpables. Letizia no podía ser esa mujer declinada a su más primitivo origen. ¿Qué le diría a Manuela? No podía defraudarla a pesar de que siempre se habían llevado mal, pero tampoco creía conveniente ilusionarla diciéndole que aquel ser perdido era su hija. Tal vez, Manuela la viera con ojos de madre y de acuerdo a sus dogmas podría dirigir sus sentidos hacia el conocimiento de la verdad.

-La has traído, quiero verla. Deja, iré por ella. ¡Letizia!

-Manuela -dijo Manolo- no se alarme, he encontrado a una persona muy parecida a Letizia que habla de manera muy especial y que no conoce a la gente. Debería ir usted.

Manuela se quedó mirándolo sin comprender; su presencia le turbaba la razón desde tiempos inmemoriales.



-Tú me vas a dar un soponcio, mentecato, finges todo el tiempo; quieres jugar con una anciana y mandarla a la tumba. Pues lo vas a conseguir porque no sirves… -contestó la viejecita a punto de trastabillar en los umbrales de la casona dispuesta a revivir las cenizas de Letizia mutilada por las sentencias.

-Manuela, espere que se va a caer.

-¡Calla, desorejado!

-Escuche, no puede ir tan rápido, piense en la edad que tiene -le repetía Manolo que iba detrás y casi no podía alcanzarla.
*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La mujer que buscaba justicia