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El silencioso grito de Manuela (Cap XIX 1era parte)

 


Letizia dormía con las ventanas abiertas; afuera el aliento demorado del verano la hacía sentir ahogada. Por las cornisas, el olor a llovizna le anunciaba un aguacero. Ella vivía en otro tiempo y decía como rezando:

-Ya no soy un mar de lágrimas que se vuelve cera, yeso, pero soy una novicia que no baja los brazos ante el hueco de la mente. Una mujer que va en busca de los atajos, con la muerte que apuñala su espalda en la nada inmensa de los campos donde no hay semillas.

Las oraciones se escuchaban suavemente desde los cuartos cuando se precipitaban los pensamientos noctámbulos.

A la mañana siguiente, en la puerta de la habitación de Letizia, había una veintena de abuelos, mendigos y marginados que esperaban el sermón del día. Ella con su vestimenta acostumbrada y una vela en la mano derecha les mostró una imagen de Jesucristo.

-De los dos rayos uno significa la sangre que es la vida de las almas, el otro el agua que justifica a los espíritus. Ambos son la luz de las entrañas…

Letizia estaba predicando; trataba de reunir armas y de domesticar fieras. Se sentía enérgica sin saber quién era y débil para salir a la calle a buscar su verdadera identidad.

A Socorro empezó a darle lástima al verla tan sola por dentro como por fuera. De todas maneras, vendrían a buscarla porque había encontrado a su familia aunque ella no lo supiera del todo. Los inquilinos, al fin, comprendieron la dimensión de su dolor y tocados por un milagro de bondad se acercaron a ella y le ofrecieron torta de nuez y un refresco, le calzaron las zapatillas de lana y le cepillaron el pelo anudado por la falta de limpieza.

-Paloma mía, eres santa –decía-. Mi madre tiene una sola hija.

-¿Quién es ella? -le preguntó Socorro.

-Manuela -respondió Letizia.

-Vete con ella entonces…

-Si yo me voy a mi castillo, tú te vienes conmigo Lucía -le dijo a la pensionista cuyos ojos se salieron de sus órbitas y nuevamente sintió deseos de estrujarle el cuello como una gallina.

-Déjala, mujer, porque hasta es capaz de confundirla con el gato Lucas.



-¡Basta! -gritó Letizia-. El brasero y el cirio están prendidos. Oren por las almas de Encarnación, de Rocío, de mis amados abuelos, de José… ¡Pecadores! ¡Quiero luchar por la justicia pero ustedes no me dejan. Los juicios están por llegar pero todavía la soberbia les gana la batalla. Estará oscuro por varios días. Ustedes hablan mucho pero dicen poco!

La noche como una fosa iba hundiendo su voz en la neblina cuando la soledad le mostraba su máscara. Nadie la escuchaba porque todos habían huido a ocultarse en sus cuartos mientras Socorro se dirigía hacia el zaguán para hablar por teléfono.

-Hola Manolo, necesito que vengan a buscar a esta mujer porque de lo contrario soy capaz de cualquier cosa. Usted no me conoce, mi paciencia tiene un límite.

-Bien, señora, mañana mismo estaré allí, no se preocupe.

-Que quede claro entonces…

-Sí, si.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Los límites de la paciencia.

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