Manolo tenía miedo de traer a
Letizia a la casa por los riesgos que corría ella y su familia, pero ya no
existía nadie que pudiera hacer ese trabajo porque Manuela era muy anciana.
Seguramente, Letizia lo llenaría de maldiciones y lo culparía de los pecados
más espantosos pero no debía escucharla. ¡Qué difícil se le hacía poder
entenderse con una persona que no sabía lo que decía! ¿Era una cruz que debía
arrastrar por el resto de su vida por haber sido un hombre frívolo?
Al otro día, Socorro aguardaba la
llegada de los familiares en un estado de ansiedad: le dolía el pecho y los
músculos, de la cabeza a los pies, se sentía fatigada y sin voluntad. Ya no
daba más y culpaba a Letizia de todos sus males.
Sobre un edredón despeluchado,
Letizia oraba sin sospechar que vendrían a buscarla. La habitación estaba llena
de harapos, bultos de revistas, estampas de santos esparcidos. Tenía alrededor
de diez fotografías que no podía identificar y dibujos que parecían
jeroglíficos. Uno de ellos era un automóvil.
Al rato, bajo el influjo del miedo,
apareció Manolo; detrás de él, como oculta por su sombra, Manuela y los hijos
de Letizia venían con sus íntimas ilusiones a ver a esa mujer humillada por los
pronósticos y aferrada todavía a una vida sin gobierno.
Socorro y los vecinos los miraban
en silencio con sus deplorables ideas y con la falsedad que afloraba en sus
labios.
-Letizia, hija, sal del cuarto.
Ella se asomó con el gato en los
brazos y sus hijas tuvieron que cubrirse el rostro con las manos; se la veía
esquelética, disfrazada, anciana y dispersa, como si se tratara de otra
persona.
-Madre -le dijo a Manuela que
temblaba y no podía mantenerse de pie-. ¿Quiénes son esos bellos jóvenes?
Manuela, sin poder hablar, vio sus ojos muertos y olvidó sus sueños. No se cansaba de mirarla; anticipaba el retiro hacia la casona y esperaba otra vez el final.
-Vamos, inútil, ya es tarde -le
dijo a Manolo que no podía acercarse a Letizia porque le tenía miedo.
-Es que, señora, por qué no va
usted.
-Eres… eres… tienes fiebre en ese
cerebro mantecoso. Ven, hija, con tu madre. Iremos a una casa linda llena de
gatos.
Letizia comenzó a gritar con toda
la fuerza de su voz. Trataba de resistirse a los empujones que le daban Socorro
y los vecinos para poder arrancarla de ese sitio. No sentían nada ante el
llanto, las súplicas y los gemidos desgarradores que estremecían los muros;
ella parecía una carcelaria que iba al suplicio.
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