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El silencioso grito de Manuela (Cap XIX 2da parte)


 

Manolo tenía miedo de traer a Letizia a la casa por los riesgos que corría ella y su familia, pero ya no existía nadie que pudiera hacer ese trabajo porque Manuela era muy anciana. Seguramente, Letizia lo llenaría de maldiciones y lo culparía de los pecados más espantosos pero no debía escucharla. ¡Qué difícil se le hacía poder entenderse con una persona que no sabía lo que decía! ¿Era una cruz que debía arrastrar por el resto de su vida por haber sido un hombre frívolo?

Al otro día, Socorro aguardaba la llegada de los familiares en un estado de ansiedad: le dolía el pecho y los músculos, de la cabeza a los pies, se sentía fatigada y sin voluntad. Ya no daba más y culpaba a Letizia de todos sus males.

Sobre un edredón despeluchado, Letizia oraba sin sospechar que vendrían a buscarla. La habitación estaba llena de harapos, bultos de revistas, estampas de santos esparcidos. Tenía alrededor de diez fotografías que no podía identificar y dibujos que parecían jeroglíficos. Uno de ellos era un automóvil.

Al rato, bajo el influjo del miedo, apareció Manolo; detrás de él, como oculta por su sombra, Manuela y los hijos de Letizia venían con sus íntimas ilusiones a ver a esa mujer humillada por los pronósticos y aferrada todavía a una vida sin gobierno.

Socorro y los vecinos los miraban en silencio con sus deplorables ideas y con la falsedad que afloraba en sus labios.

-Letizia, hija, sal del cuarto.

Ella se asomó con el gato en los brazos y sus hijas tuvieron que cubrirse el rostro con las manos; se la veía esquelética, disfrazada, anciana y dispersa, como si se tratara de otra persona.

-Madre -le dijo a Manuela que temblaba y no podía mantenerse de pie-. ¿Quiénes son esos bellos jóvenes?

Manuela, sin poder hablar, vio sus ojos muertos y olvidó sus sueños. No se cansaba de mirarla; anticipaba el retiro hacia la casona y esperaba otra vez el final.


-Vamos, inútil, ya es tarde -le dijo a Manolo que no podía acercarse a Letizia porque le tenía miedo.

-Es que, señora, por qué no va usted.

-Eres… eres… tienes fiebre en ese cerebro mantecoso. Ven, hija, con tu madre. Iremos a una casa linda llena de gatos.

Letizia comenzó a gritar con toda la fuerza de su voz. Trataba de resistirse a los empujones que le daban Socorro y los vecinos para poder arrancarla de ese sitio. No sentían nada ante el llanto, las súplicas y los gemidos desgarradores que estremecían los muros; ella parecía una carcelaria que iba al suplicio.

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