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El silencioso grito de Manuela (Cap XVIII 4ta parte)

 


Manolo, completamente absorto, sólo miraba el rostro de Letizia desencajado, sin entender las palabras y su significado aunque había llamado “madre” a Manuela.

El gato se revolcó en el sol frente al tumulto de aves y mariposas; sostenía una langosta que había cazado y jugaba con ella frente a las lágrimas, los insultos, el descontrol y la impotencia.

-Te pareces a la gata Máxima sólo que tú eres un varón -dijo Letizia con ternura.

Manuela no podía creer; adivinaba la presencia de su Dios en cada sílaba que pronunciaba su hija; desde lejos la miraba Eulalia con su abanico de plumas.

-El gato se llama Lucas y conversa con ella, sabe… Duerme en un arcón enorme como hijo de Drácula y sale por las noches. Me contó que Letizia es su madre.

Manuela la escuchaba con los ojos entreabiertos; trataba de descifrar ese dialecto incongruente e imaginaba que todos y cada uno de las personas que vivían allí estaban locos.

La escena terminó sin sonido alguno. Permanecieron sentados a la intemperie, con sonrisas forzadas, hasta que la proximidad de las sombras marcó la despedida. La dueña de la pensión los acompañó hasta la salida, decepcionada y aburrida por la situación.

A esa hora las avenidas estaban vacías, los postigones cerrados. Manuela y Manolo caminaban tensos y callados. ¡Se habían odiado tanto! Ella se aferró a él como una niña desesperada y huérfana. Su hija no estaba muerta; sin embargo, parecía que la había sepultado hacía muchísimos años. Ya no podía llorar porque estaba debilitada por la resignación. Sobrevivía al filo del abismo sacudida por la más honda tristeza. No le quedaban caminos, sólo debía sentarse a esperar la muerte. ¿Qué haría con Letizia totalmente convertida en un espectro sin luz en los labios, sin voluntad ni razón?

-La buscaremos y la llevaremos a casa, verá cómo se mejora -le decía Manolo con una cordialidad y un cariño que ni él mismo lo creía. ¿Estaba cambiado?

-Eres un truhán, sabes, pero igual te quiero porque amo a Antonio y tú, muy a mi pesar, eres su padre. ¿La quieres, hijo?

-¿A quién?

-¡Cómo a quién! a mi niña.

-Sí, es la madre de Antonio y aunque esté loca mi hijo no debe saberlo.

-¡Loca! ¡No! Eres desagradable igual que siempre. Vete a tu refugio de caimanes a comer carroña. No tienes sentimientos, mal parido, simplón, que lleva una vida de vicios, no te mereces a Antonio que es un sol porque se parece a mí, a su abuela que es una santa. Vete… el loco eres tú, camina, deja de corromper a la familia con tus necias ideas; no sabes lo que es sufrir porque llevas una vida de frivolidades con personas raras. Inconsciente, egoísta, mezquino… -gritaba Manuela en medio de la calle.

-Mi querida suegra, perdone.

-Nada, eres invisible para mí pero ven y ayúdame a cruzar.

Manuela, en la casona rodeada de sus nietos, no podía armar la historia. Para ella ver a Letizia en esas condiciones la había doblegado, pero debía pensar que estaba viva y que su demencia era la muestra clara de la rebelión.

-Abuela, ¿cómo está mi madre? -preguntaron las hijas de Letizia.

-Bien, niñas, ya habrá un acercamiento. No se sientan engañados porque ahora yo ocupo el lugar de Letizia y no les miento -dijo Manuela y retrocedió temblorosa para regresar a su sepulcro de medusas, cardos y mochuelos embalsamados donde las preguntas estaban escritas en las paredes y no tenían respuesta alguna en ningún idioma.

Manolo sentía culpa y responsabilidad por esa vida estéril que, según él, debía proteger de los últimos peligros ya que resultaba ser impredecible para Letizia el minuto de mañana.

-Papá, has visto a mamá. Seguro que está vestida de india o con alguno de esos disfraces que ella usa. Me divierte mucho. ¿Por qué no me llevas a verla? Anda…

-Antonio, escucha… Ella tiene un traje negro con un sombrero grande de alas anchas…

-¡Ah, entonces es una bruja! ¡Qué bueno!

-¡Basta, niño! -gritó Manolo sin encontrar las palabras adecuadas para explicarle a una criatura la enfermedad que sufría Letizia.



Manuela, en su sinagoga, escribía en un papel los pasos a seguir para recuperar a su hija y devolverla al mundo tal como ella la había educado: pura, frágil, obediente, religiosa. Su repertorio de virtudes estaba guiado por sus eternos hábitos que, con los años y los castigos, no habían dejado de latir en sus entrañas. Ella era una anciana con historias, guerras atemporales, rodeada de verdades y de violencia pasiva pero no era una insana porque, a pesar de todo, los golpes le habían dado cierto valor, aunque el miedo siempre estaba latente. ¿Qué más podía pasarle? La muerte, en cualquier caso, sería una lluvia bienhechora, casi un diluvio, que la dejaría ahogarse en el cielo de Julián.

-Viejito, prepárate que te llevo un pescado al romero con vino y laurel.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
La muerte como bálsamo.

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