‒No
quiero escucharlo.
‒¿Por
qué?
Ella
ocultó el rostro bañado en lágrimas. No quería casarse con ese hombre. No
soportaba el contacto, su cercanía, eso no era el amor.
‒Sospecho,
otra vez, el trato entre sus padres y mi madre. No me gusta el manejo frívolo
de los sentimientos.
‒No
sea tímida, si usted me ama ‒dijo Raúl afiebrado intentando abrazarla.
‒¡No! ‒gritó
Felicitas.
En
ese momento, de la nada, apareció Antonio y ella se arrojó, buscando refugio,
en sus brazos. Ambos desaparecieron entre los perfumes de savia y de heno. Raúl,
desconcertado, se fue para la casa a contarle a doña Emma lo sucedido para que
pusiera las cosas en su lugar. Se sentía ridículo, herido en su amor propio.
‒¡Qué
absurdo! Niña rebelde, inmadura… No puede ser lo que me está contando.
Se
escuchaban pisadas, ruidos de carros y la patrona de La Candelaria, lívida y
temblorosa, sentía furia e impotencia.
‒No
se preocupe. Felicitas se casará con usted cueste lo que cueste. Ahora más que
nunca. ¡Remedios, búscala!
El
raso del vestido, blanco como resplandor lunar, envolvía los extremos de
aquella silla vieja. Felicitas desaparecía en él y Antonio la miraba en
silencio, con el viento como testigo que traía perfumes de jazmines. La
habitación, en cambio, olía a humo del brasero y el vestido le rozaba el brazo
al capataz. De lejos, se escuchaba a Remedios que la llamaba desesperada.
‒Es
mi madre que me envía a buscar ‒dijo entre sollozos.
‒Tiene
que ir con ellos, señorita ‒contestó Antonio con su voz quebrada.
‒Me
quiero morir.
‒¡No!
¡Cómo dice eso!
Antonio
se mostraba furioso, desesperado, quería proteger a Felicitas. No podía verla
sufrir de ese modo. Se dio cuenta, en ese preciso instante, que hubiera dado la
vida por brindarle un minuto de paz a aquella joven hermosa y atormentada.
Felicitas
abrió los ojos y sus manos se deslizaron sobre las de Antonio en actitud
suplicante. Sentía que el suelo se hundía bajo sus pies con la rapidez de un
huracán. No tenía alternativas. Quería huir de la casa a un convento, a otro
país… ¿Con Antonio?
‒Me
voy ‒dijo, de repente.
‒¡No!
¿Dónde?
‒Déjeme
ir, no quiero que me encuentren…
Felicitas
huyó hacia el huerto, y Antonio hubiera ido detrás de ella pero llegó Remedios
que venía siguiéndole el rastro obligada por doña Emma.
‒¿Dónde
está la niña? Vamos, Antonio, ¿la tienes dentro del rancho?
‒Se
fue ‒dijo apenado.
‒Mientes,
la ocultas en la casa.
‒¡Entra
y mira! ‒contestó con furia.
Remedios
revisó la cabaña alquitranada con olor a mate cocido y piso de tierra.
‒No
está. Y ahora qué le digo a doña Emma.
‒La verdad.
Antonio
estaba preocupado por la huida intempestiva de Felicitas. Otra vez perdida a
merced de los peligros. La culpa de todo la tenía la patrona con sus retorcidas
ideas y sus escrúpulos.
“Una
madre debe respetar a sus hijos”, pensó.
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