V
ALAN COOPER
Atlántico Norte, abril de 1912
El
12 de abril-Viernes Santo-el Titanic comenzó
a recibir reportes de otros barcos
que navegaban por la zona con la advertencia de que se habían observado
témpanos a la deriva. A pesar de ello, el capitán Smith decidió cumplir
estrictamente la tabla de horarios y no disminuir la velocidad.
El
tiempo era benigno. En el cielo de abril, casi a flor de aguas, el sol abrasaba
como una tenue lámpara.
El
capitán y sus hombres maniobraron juntos para tomar el viento. El grumete se
puso a recitar unos versos del terruño sobre la proa. Eran marineros fuertes,
endurecidos por las inclemencias del mar.
Rebeca
y Wilson se iban a encontrar con sus amigos y con Mark en el restaurante. La
gente, ansiosa, no dejaba de reír y de conversar entre los aristócratas más
afamados.
Por
los interminables pasillos, casi fantasmales, merodeaba la codicia, la ambición
desmedida, el desamor y la traición. Nadie estaba ajeno a ese sentimiento
impuro pero lo ocultaban porque había que guardar las apariencias.
Alan
Cooper, después de haber oído aquella respuesta del intruso que había revisado
sus cosas, se sentía abrumado y confundido.
“El
abuelo se había dado cuenta de que estoy acá”, pensó.
Salió
a hacer su recorrido habitual; los pasajeros lo miraban con recelo. Lo veían
demasiado extraño. Estaba lívido, la frente llena de sudor, las manos
temblorosas. Su actitud resultaba insolente y brutal a pesar de la desconfianza
y el hastío. Se estaba cansando de tanto mendigar. Lo había hecho desde niño.
La culpa la tenía su abuelo que le demostraba, a diario, su poderío. La envidia
le brotaba de las entrañas y buscaba venganza.
Sintió,
de pronto, una mano sobre el hombro derecho.
‒¿Dónde
vas? ¿Qué buscas? ¿Quién eres?
‒A
ti no te interesa.
‒Me
llamo Silas Pyland y soy el encargado del sector de tercera clase, de mantener
el orden y otras cosas. Ya me han notificado sobre tu presencia sospechosa.
‒¡Yo
no molesto a nadie! ¿Por qué no se fijan que ayer entraron a mi habitación a
robar? ¿Eso no lo ven?
‒Fue
mi asistente, yo lo envié ‒dijo Silas con indiferencia.
‒Me
espían entonces… ¡Mienten!
‒¿Quién
espía a quién?
Alan
giró sobre sus talones y se disponía a marcharse cuando recibió un empujón que
lo atrajo hacia atrás y casi cae al piso.
‒¡Momento! ‒gritó
Silas‒. Me vas a acompañar.
‒¿Dónde?
Dos
hombres tomaron a Alan Cooper por los brazos y lo llevaron hacia el fondo de la
nave, a una especie de bodega donde lo dejaron encerrado con doble llave.
‒Te
quedarás acá hasta que hagamos algunas averiguaciones. Son necesarias para la
armonía del barco. Nosotros no tenemos la culpa de que los pillos como tú
entren sin llamar.
‒¡No
soy un ladrón! ‒gritó Alan.
‒No
sabemos. Si eres inocente te soltaremos y si no te quedarás allí hasta que
termine la travesía. Pocas veces he visto una amalgama semejante de arrogancia,
de insolencia y de bajeza.
‒Malditos ‒murmuró
Alan y luego gritó‒: ¡Seré mudo si eso quieren!
Al
rato, alguien le trajo algo para comer: dos lonjas de tocino, una rodaja de pan
casero y cerveza.
‒Me escucha, por favor ‒le dijo al hombre que le entregó la comida, pero él no respondió y se alejó sin levantar la vista.
El
viento que venía del mar era helado y lo sentía en esa cueva como si estuviera
a la intemperie. Alan, ante ese silencio, se sentía desvelado. Cuando se
recostó en aquel camastro pobre decidió dejar la vela encendida hasta empezar a
adormilarse porque había algo deprimente hasta lo insoportable que lo alejaba
de sus propósitos. Pensó en contar que su abuelo estaba en primera clase para
que viniera en su ayuda, pero no iban a creerle.
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