Leopoldo Lugones
SANTA
FE DE LA VERA CRUZ
RAMILLETE
DE HOJARASCA
Una
noche, plagada de estrellas, Felicitas escuchó el sonido de una guitarra y eso le
desató la nostalgia. Agazapada, desde lejos, vio unas manos ágiles que
ejecutaban el instrumento. Las mismas que muchas veces había mirado
domesticando el hierro. Allí, oculta entre las matas, se quedó hasta que el
canto de los pájaros reemplazó el croar de las ranas.
Al
otro día, fue a hablar con Antonio a las caballerizas. Había olor a orégano, a
plantas de azafrán y mostaza. Él se levantó al verla llegar; estaba sentado
sobre el tronco de un árbol centenario con la vista fija en el horizonte. A un
lado, el instrumento.
‒Hola.
‒¿Cómo
le va, niña? ¿Qué hace tan temprano por acá?
‒Ayer,
desde la ventana de mi habitación, escuché cómo tocabas la guitarra. Te
felicito.
‒Gracias,
mi madre me enseñó… Ella falleció cuando yo era muy niño. Casi no recuerdo las notas
musicales.
‒¿Tu
madre se llamaba Cruz?
‒Así
es…
‒Dime… -dijo
Felicitas con curiosidad mientras caminaba alrededor de Antonio‒. ¿Tú has puesto
los ojos en alguna criada de la estancia?
‒¡No!
‒Bueno…
no te asustes porque no tiene nada de malo.
‒Es
que no es cierto ‒contestó Antonio nervioso como si le hubieran dado un latigazo
imprevisto por la espalda.
‒Remedios
siempre habla de ti.
‒Ella
es una mujer muy buena, pero yo no quiero entrar en líos de faldas. Estoy bien
solo.
‒Vamos,
Antonio. ¿Por qué no me cuentas a quién quieres? ‒le volvió a decir Felicitas.
El capataz se dirigió a la bomba para beber un vaso de agua. En ese momento pasaron unos jinetes riéndose por la calle grande junto a la tranquera. Ambos se quedaron mirando qué dirección tomaban aquellos desconocidos.
‒¡Prepara
mi caballo! ‒dijo, de repente, Felicitas.
‒¿Dónde
va a ir a estas horas? Doña Emma va a poner el grito en el cielo si no la encuentra. Yo no quiero tener problemas.
‒¡Tú,
obedece!
Una
nube de polvo y hojas secas la envolvió y salió a todo galope. Sus enaguas
blancas de encajes venecianos volaban con el aire fronterizo dejando ver sus
piernas. Antonio se quedó observando aquella escena como quien ve algo sagrado.
Felicitas iba cubierta con un poncho de Castilla y tenía un chambergo calado.
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