Llegó la noche que ocultó en la
oscuridad de los valles algún castillo moro con mayólicas, azulejos y vitrales.
El parque de la casona de Manuela
tenía senderos ocultos, descansos y glorietas. Por esos lugares se deslizó
Letizia, a las dos de la madrugada, con el ropaje de murciélago y su andar
incierto y atormentado. Llevaba el sombrero de fieltro, la valija y un par de
guantes apolillados; caminaba insegura y miraba su sombra porque le temía. El
lugar era igual a una caverna mapuche, llovía por las grietas entre las ramas y
la luna, por tramos, iluminaba su paso. Había lágrimas en sus ojos y en sus
labios el nombre de su hija Lucía. No sabía quién era. Su destino: la última
morada, aquella que tanto deseaba pero que no podía identificar porque sus
pensamientos se dispersaban y su piel, consumida por larvas, la reducía a
cenizas. No existían las terapias, las medicinas, la conexión cuerpo mente,
sólo los pozos, la ceguera, el amor y la
apatía.
Los grises dibujaban figuras que se
movilizaban cual títeres y se enfrentaban a Letizia. Hubiera querido permanecer
guardada en un cofre de roble sin espacio y con toda la lasitud de los años,
pero estaba allí en la lucha por sobrevivir.
Manuela la veía reunida con sus hijos en un futuro dichoso sin recordar la tragedia como si ese pasado perteneciera a otra persona, pero era demasiado ilusa porque la desgracia suele ensañarse con quienes menos lo esperan y es recibida, una vez más, como si no pasara nada.
Por las calles, el andar silencioso
de Letizia se parecía al vuelo de las aves que, en la inmensidad, sabían dónde
iban; sin embargo, ella no tenía brújula y sus pies la engañaban tropezando con
lo que encontraban a su paso.
-Padre, perdóname por haberte
defraudado. Tú me estás esperando, lo sé, por eso voy por ti.
Parecía un espectro semidesnudo
que, a orillas de la eternidad, aleteaba igual que un pájaro atrapado en una
ciénaga. Anduvo por espacios desiertos sin saber dónde iba, con la mente árida
y el corazón lento. La vida la había derrotado y ella, aun vencida, todavía
tenía sangre en las venas para continuar por esa ruta que, seguramente, la
llevaría a su último lecho.
*
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