Manuela permanecía en la cama con
el rosario en las manos y la cómoda repleta de velas encendidas junto al
retrato de su hija. Miraba la fotografía que parecía hablarle:
-Yo voy a rezar por ti, madre, no
te preocupes, después iré a misa de seis de la tarde y me recluiré en mi
habitación para ayunar.
Esa obediencia de Letizia la
lastimaba porque habían pasado muchos años. Había sido demasiado severa con
ella que era una joven que debería haber vivido su adolescencia libre de
privaciones, con alegría y sin miedo. Manuela le había transmitido sus fobias y
había destruido la belleza de una época irrepetible. Se lamentaba. En lo más
profundo de su corazón deseaba volver atrás para no cometer errores y revertir
de a poco las secuencias. Era tarde para pedir perdón por sus egoísmos porque
su hija no sabía lo que era renunciar a las creencias, olvidarse de los
reclamos sociales, ser mártir y sierva de una madre frustrada y niña. Letizia
ya no pertenecía al mundo.
Manuela se levantó como pudo de ese
lecho que le trituraba los huesos; tomó agua de un vaso que tenía en la mesa de
luz y se fue hacia la cocina. Arrastraba los pies como paciente hemipléjico.
Las hijas de Letizia se habían ido al colegio, en una jornada más, sin
importarle la presencia de su madre en la casa. Es que no la conocían porque el
paso de los años había remarcado la ausencia, los segundos incontables, la
soledad de adentro. Ni Julián ni los nietos podían compensar la desnudez del
alma, ese hueco que se lleva siempre como un secreto indisoluble.
Manuela, después de colocar los
tulipanes en el retrato de Rocío, se fue a despertar a Letizia.
-Hija, es un bello día.
Nadie respondió al llamado que
parecía venir desde el fondo de los murallones.
-Iremos de compras con Antonio sin
el majadero de Manolo, traeremos ropa nueva de colores brillantes. ¡No! -gritó
Manuela al darse cuenta de que Letizia se había marchado dejando la cama
revuelta y el cuarto en penumbras.
La anciana cayó al piso de rodillas
con los ojos extraviados y el corazón a punto de dejar de latir porque la
atrapaba el temor a la desprotección total.
-¡Otra vez no! -gritó con todas las
fuerzas y la impotencia de sentir que era imposible contrariar al destino.
Permaneció dos horas en la piso; jadeaba como una moribunda.
-¡Abuela!
Damián no podía encontrarla;
tampoco quería ir al cuarto de Letizia porque le causaba estupor entrar en ese
anticuario con olor a naftalina y a flores marchitas. Manuela se arrastró hacia
la puerta de la sala y se asomó buscando ser rescatada.
-Damián trae el jarabe de olivo que
me muero.
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