Participó en el premioliterario2020
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María
Antonieta se sentía desamparada. El deseo, casi corrosivo, de agradar a su
madre no la abandonaría nunca. María Teresa quería ser indiferente a la
seducción de su hija pero no dejaba de sorprenderla ya que se destacaba por sus
múltiples caprichos de consentida. Ella se consideraba una trabajadora
infatigable, pero sospechaba de aquella niña impasible, extraña y frívola.
De
todas maneras, María Antonieta era muy pequeña para mostrar su perfil,
supuestamente personal y seductor; nadie podía especular con eso. Tal vez, con
los años, las sospechas de María Teresa quedarían expuestas a la risa de todos.
María
Antonieta, a los cuatro años, solía correr por el parque de Schönbrunn con sus
hermanas y amigas Luisa y Carlota de Hesse y dos perros dogos.
De
todas las hijas de la emperatriz de Austria ella era quien mejor practicaba el
arte innato de agradar, esencial para vivir en la corte de Versalles.
Para su madre, la niña sería reina de Francia.
El colegio de los jesuitas
Las
noches eran frías y después de cenar en la cocina donde el ambiente era más
templado, cada uno se retiraba a leer. Las paredes iluminadas por las
lamparillas de aceite estaban recubiertas por cortinas gruesas ya que los
ventanales eran amplios y daban a la calle. A la izquierda, se encontraba un
horno de hierro fundido que contrastaba con la blancura del mantel bordado por
la abuela de Rosalie.
‒¿Qué
pensáis de nuestra hija?
‒Nada‒respondió
Antoine abrumado por el humo del horno y por una somnolencia mágica e
insospechada que lo asaltaba después de la cena‒. ¿Por qué me preguntáis eso?
‒No
sé. Contemplo a nuestra Celine y la veo luminosa, con una sonrisa de luna en su
carita. Me da vértigos y luego me hechiza. Es raro.
‒Pues
yo la veo siempre feliz como una niña de su edad.
‒Encendéis
tu lámpara, hombre. ¡Oh… los varones! ¿Cuándo os daréis cuenta solos de las
cosas?
‒Me
fijaré en lo que dices. Mañana la miraré a los ojos para descubrir sus huellas.
‒No
os festejéis que es serio. ¿Sabéis una cosa? Yo nunca os conté que cuando
esperaba a Celine me sentía desgastada. Cargaba el peso de una niña demasiado
grande para mis fuerzas y cuando nació era solamente una criatura que apenas
llegaba a los 3 kilos.
‒Es
que quizá tu cuerpo es débil; no todas las mujeres llevan bien sus embarazos.
Algunas son muy jóvenes y casi no pueden sobreponerse‒dijo Antoine como si
fuera un médico avezado.
‒Será
eso, no sé…
‒Ve
a contemplar la luz enigmática de la luna con su abanico de encantos que yo me
iré a dormir porque mañana tengo que visitar el colegio de Alexandre.
‒¿Por
qué?‒preguntó Rosalie.
‒Me
tienen que notificar algo sobre la conducta de nuestro hijo.
‒Si
es un santo el pobre.
‒Lo
es pero algo habrá hecho para que me llamen con tanta urgencia.
La
señorita Louise tapó a la beba con un cobertor e imaginó columpios de colores,
perlas entre escarlatas y nubes de algodón que se deshacían en el aire. Todo era tan vertiginoso para su existencia
que sintió que la vida le daba un vuelco y que volvía a la niñez.
El
corazón le hablaba a través de las sensaciones nuevas. Era madre, nunca lo
había pensado porque no estaba en sus planes. No era de esas doncellas que
sueñan con tener una familia propia; primero tenía que cuidar a sus padres y
luego pensar en ella. Cuando se quiso realizar como mujer encontró una barrera:
la edad. Ya era tarde. Nunca conoció el amor.
Mientras
pensaba en la soledad de su adolescencia, escuchó sonidos que venían del corral
situado en la parte trasera de la casa donde vivían cerdos, gallinas y conejos.
Detrás un cobertizo donde Madame Delfine guardaba la leña. Louise la quería
mucho por haberle dado abrigo aquella mañana de abril, pero la dueña de la
casona de huéspedes se mostraba intransigente con ella.
El
espectáculo gris que presentaba el interior de los aposentos se repetía en los
trajes de los huéspedes. Los hombres llevaban casacas y chupas y las damas
vestidos pasados de moda, encajes remendados y mitones deslucidos por el uso,
manteletas color pardo y gorros de invierno en pleno verano.
La
vieja señorita Louise tenía una especie de capota de tafetán verde, un chal de
cachemira deshecho que parecía cubrir su blanco esqueleto. Su mirada, a veces,
daba frío y el rostro piedad. Tenía una voz de moribunda, pero todavía le
quedaban vestigios de alguna belleza oculta que nadie había aprovechado porque
los pesares de la vida la habían empujado a un laberinto donde no era posible
enmendar los errores.
Las
estrellas iluminaban y tejían enigmas en esa noche sobre las tapias desiertas.
El rocío brillaba frente a las estatuas. Había aroma a paz y esencias con
lasitud y embrujo de plata en el terciopelo de las horas que se consumían como
teas en ese universo único.
‒¡Louise!
Era
Madame Delfine.
‒Qué
necesitáis ‒dijo Louise con un miedo que le perforaba las vísceras. Si ella
descubría a la niña todo volvería al principio; la echarían a la calle sin
miramientos.
‒Necesito
hablaros.
‒Ahora
no puedo, después voy a la sala.
‒Es
que dentro de cinco minutos me retiro a dormir‒dijo bruscamente y abrió la
puerta.
La
señorita Louise se arrojó sobre la dueña de la pensión y la empujó para atrás
contra el marco de la entrada.
‒¡Qué
hacéis!
‒Es
que tengo un ratón en la pieza y estoy a punto de atraparlo.
‒¡Oh…! ‒gritó
Madame Delfine y escapó como si hubiera visto al mismo diablo.
‒Mañana
si podéis hablaremos ‒le dijo sonriendo Louise, aunque sabía que en cualquier
momento podrían descubrirla y se acabaría el deseo de ser madre que llevaba, a
pesar del corto tiempo, arraigado en la sangre.
A
la medianoche, apareció Isabeline con un arcón lleno de ropa de niña. Eran sus
pertenencias, se las iba a entregar a la pequeña huérfana para calmar su
corazón desprotegido.
‒Gracias.
No sé cómo pagar lo que hacéis por mí.
‒Lo
siento así y no es sacrificio. Dar es la forma más bella de ser feliz. ¿No?
‒Claro,
cuando tenéis…
‒Y
cuando no tenéis también porque si entregáis lo que os sobra no sirve; tiene
que ser algo que amáis mucho como yo estos recuerdos que son parte de mi
historia‒dijo tristemente Isabeline.
‒Por
supuesto, tenéis toda la razón. Dios os recompensará por el bien que hacéis
porque todo vuelve a su lugar en esta vida.
‒Me
conformo con poco.
‒¿Os
gustaría ser la madrina de la niña?
‒¡Me
halagaría! ¿Cómo la llamaréis?
‒Alizee.
‒Bellísimo ‒respondió
su madrina que sentía que comenzaba a brillar una estrella en el entorno de sus
días.
La
jornada siguiente, falleció Tirot el anciano que vivía en la planta baja.
‒Estáis
misteriosa. Seguro que esta tarde fuisteis a rebuscar comida.
‒No.
La mujer tiene como misión salvar la ciudad, rezando y
arrepintiéndose de los pecados cometidos por la comunidad. De esta manera purifica la
conducta de los hombres y sana las almas. Su papel es pues un rol privado que
se basa en la espiritualidad. ¿Entendéis?
‒Quiero
que me paguéis lo que me debéis sino os irá mal.
‒Prometo
que cumpliré…‒respondió Louise totalmente descolocada por el temor de ser
arrojada a la calle.
Madame
Delfine se retiró a su habitación y ella pudo llegar hasta la cocina.
‒¿Dónde
pondré la leche?
Encontró
una cuchara alargada de estaño en un cajón y una taza. No quería hacer ruidos
porque podían descubrirla. Ella conocía a todos los huéspedes pero no estaba
segura de que, llegado el momento, pudieran compartir su secreto.
En
el primer piso había dos habitaciones, una era la de la dueña y la otra la
ocupaba la señora Eugenie Berny viuda de un juez que tenía como compañía a una
doncella llamada Isabeline. No se sabía si era su hija o su sobrina. En la
planta baja quedaba un anciano llamado Tirot y un hombre de treinta años que llevaba
un sombrero de alas anchas y una peluca blanca.
La
señorita Louise pensó en cada uno de ellos y no se le ocurrió con cuál podría
entablar una amistad para que alguno pudiera ayudarla a esconder a la niña. Entró
a la alcoba donde la criatura dormía. La despertó para darle la leche y la niña
le sonrió; sus manecitas tomaron las suyas y nuevamente Louise comenzó a
llorar. En esa soledad en la que se hallaba inmersa por circunstancias tristes
de la vida, la beba era su salvación. Sentía que ese regalo la acercaba a un
Dios que la había desamparado y no podía claudicar. Ella era una mujer sola;
hubiera querido volver a su pueblo a desenterrar raíces y buscar sus orígenes,
la savia de las vides y el aroma de las naranjas que corría por su sangre pero
había decidido, en su momento, ir a la ciudad porque no tenía nada que perder.
Era huérfana. Sabía que su herencia había quedado escondida en cada surco, en
el néctar de las flores y en las brumas de la tierra roturada. Ellos eran sus
progenitores tras el velo de los años que, como alas de pájaros, habitaban las
neblinas entre las voces olvidadas, con la bóveda celeste como testigo y
cómplice de la memoria.
“La
honradez no sirve de nada”, pensó.
Escuchó
unos pasos y se asomó a la galería. Era Isabeline que pasaba para el baño con
una toalla en las manos.
‒Oye,
ven‒la llamó.
‒¿Qué
os pasa?
‒Entra
que quiero mostraros algo.
‒Es
que se hace tarde y van a servir la cena; además Eugenie me reta si os desobedezco
o no cumplo los horarios.
‒Es
un minuto, por favor.
Louise
pensó que Isabeline por ser joven podría ayudarla con la niña. Carecía de
prejuicios.
‒Mira.
‒¡Un
bebé! ¿Dónde lo habéis encontrado? ¿Lo adoptaste?
‒En
el monasterio reparten para los humildes pero yo te puedo regalar algunas cosas
de cuando era niña que tengo guardadas. ¡Oh qué ojos hermosos!
‒Es
muy bella, gracias.
‒Bueno…
luego cuando todos se retiren a descansar os traeré lo que tengo. No es mucho
pero os puede ayudar para empezar.
Gracias México nuevamente por esta reseña que me alegró el día.