En la carrera con el
tiempo superó obstáculos, derribó vallas y logró un dilatado triunfo dentro de
las posibilidades que se le ofrecían. Recorrió bodegones, donde se guisaba y se
daba de comer viandas ordinarias, en busca de trabajo mas no tardó en encontrar
alguna labor con remuneración. Así vivió durante dos años en compañía de su
amigo Elemir quien lo acompañó siempre desde el día que lo ayudó cuando se
desmayó al borde la basílica. El mendigo pensó que sería mejor seguir los pasos
de François, al que consideraba una persona increíble y valiente.
François no logró
ponerse en contacto con nadie de su familia, eso le producía una gran
impotencia y había noches en las que se sentía caduco y sin porvenir. Elemir
era su lazarillo, estaba sujeto a él y lo guiaba con sus hábiles consejos; en
realidad, no era el hombre indicado para hacerlo porque le faltaba madurez para
encauzar su propia existencia, pero el indigente estaba en guardia con un
cariño incondicional que emocionaba a François.
Más tarde, esa
emancipación les pareció una cárcel de puertas abiertas. Tras meditar horas
enteras decidieron embarcarse para América igual que los que habitaban aquellos
suelos en pie de guerra. Como no tenían dinero para el pasaporte viajarían de
polizones. El holgazán de Elemir le temía a las tierras de indios, considerados
por la legislación Vasallos libres de la
corona de Castilla.
Thiers, designado
jefe del gobierno republicano, acabó por imponerse y firmó luego con Prusia la
paz de Francfort en mayo de 1871, por el cual se establecía que Francia
entregaba a Prusia, Alsacia y parte de Lorena y debía pagar una fuerte
indemnización.
El puerto, en el
estuario del Sena, estaba presente. Este río que nacía en la meseta de Langres,
atravesaba la cuenca de París y la llanura.
Faltaban dos horas
para que el buque zarpara de ese lugar histórico con leyendas de vida todavía
latentes. Los hombres se agazaparon detrás de unos arbustos y esperaron unos
minutos; no podían titubear, con diligencia acortarían el camino para entrar al
navío sin ser vistos.
El buque, demasiado
sombrío, los llenaba de un notorio deseo de cambiar de rumbo; sin embargo, el
itinerario ya estaba trazado y el designio del Supremo era inducirlos a volar a
otro sitio más digno.
François estaba
vestido de coronel, alto y elegante, de cutis blanco y bigotes negros, disciplinado
y firme, parecía un dictador. Elemir con su traje era semejante a un fantoche
de cuentos pero su bondad suplía la figura herrumbrada por la desidia de una
vida mísera.
A bordo, escondidos
de los marineros, no tenían tiempo de pensar en el pasado, cada uno era auditor
del otro. Totalmente abstraídos con sus argumentos no se dieron cuenta de que
habían dejado aquel viejo continente. Miraron por el costado de una ventana, ya
que todas estaban clausuradas con tela y tablas de madera, y vieron la ribera,
sintieron nostalgia y dolor, pero debían por obligación fugarse del oprobio.
La sagacidad de
François lo hacía cavilar sobre las ventajas y desventajas de una tierra
diferente, pero él entendía que su cuerpo ya estaba endurecido por los castigos
y por un destino unido a la fatalidad.
Elemir y François se quedaron callados ante las dudas y el sueño de pisar ese territorio ceniciento habitado por pastores.
En el trayecto,
sufrieron las peripecias propias de haber viajado clandestinamente: tuvieron
que buscar comida igual que los pillos, dormitaron sobre el piso áspero de una
bodega de carga mientras musitaban canciones vienesas, soportaron algún huracán
y rastrearon, con agudeza, las horas para consumir los instantes antes de que
el miedo los hiciera zozobrar.
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