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El silencioso grito de Manuela (Cap I-Tercera parte)




Julián, de mejor oído que Manuela, ya estaba cansado. En un determinado momento, se incorporó lentamente. En la sala, el sonido de su andar cauteloso al rozar los muebles se mezclaba con el murmullo de las oraciones de su esposa. Él la vio rezar mientras batía las yemas y gritó:
-¡Basta ya, mujer!



Al año y medio de la boda, nació Rocío. Manuela era casi una torpe criatura con la beba en brazos; la abrazaba de tal manera que parecía que quería utilizar sus propios huesos para darle vigor a la niña, todavía frágil; sin embargo, Rocío gozaba de una extraordinaria belleza tan transparente como mágica. Una sola candela bastaba para iluminar el cuarto porque existía demasiado esplendor en torno a la recién nacida.

Manuela quería refugiarse con Rocío en su propio mundo de sentencias y de revelaciones porque su miedo iba en aumento y convocaba a sus fantasmas interiores que aleteaban como aves espectadoras de algún probable exterminio. Dar la vida a un hijo era despojarse de egoísmo y de ambiciones pero, para ella, era cargar con la tortuosa impunidad de los temores.
Julián no se quejaba porque la obsesión por el trabajo despertaba todas sus inquietudes; sin embargo, amaba a Rocío más que a sí mismo. Ambos desde los espacios profundos y lúcidos trasladaban sus propios vacíos a la crianza de esa hija tan esperada que les había cambiado la manera de ver las cosas. Rocío, rubia y nítida, era una criatura normal que veía a sus padres como personajes juguetones, tal vez títeres, de una fiesta de disfraces, pero también observaba a Manuela correr con estampas y rosarios cuando se retiraba a su templo donde la esperaba la contratara de la libertad. Allí su mirada se conectaba con los poderes en una atmósfera de conciencia habitada por un prisma energético que violentaba sus descarnados pensamientos.

Manuela se reflejaba en la entraña de la inmediatez para detener el tiempo. Dios era su tabla de salvación; el único que calmaba la incertidumbre y el deseo de llorar sin razón, el puente que sostenía su cuerpo mientras transitaba la vida que le tocaba como un regalo o como un castigo. No sabía cómo saltar el muro y aventajar a esos temblores que, sin prudencia, intentaban debilitar sus músculos.
-¡Manuela ven acá que Rocío está molesta!-gritaba Francisca en los patios interiores porque sabía que su hija se había escapado para abordar ardorosamente los límites de la realidad.



Ella parecía haber perdido el rumbo sensorial y afectivo, pero cuando escuchaba que a Rocío le pasaba algo corría a abrazarla y la ahogaba con piadosas lágrimas, desde el frío de sus heridas, a través de la fe que, como destino, le imponía su propio yo. A la niña la veía frágil y desvanecida entre los cobertores como un angelito sin fuerzas para respirar.
Julián no se daba cuenta; conocía a Manuela y su rara sobriedad. La amaba por su entrega incondicional sin reclamos y por la manera inocente de mirar las cosas que para él resultaban ser eternos conflictos: el dinero, la ambición, el fracaso… El futuro era un desafío que se construía en el presente con valores y con estructuras sólidas; no debía esperar sus dictámenes sino que había que enfrentarlo para poder vencer sus artimañas de gobernante. Tenía que seguir el camino de las ideas con su condición de hombre humilde y guerrero para inventar momentos bellos y aceptar la burla de lo insospechado.



Manuela, jugando a ser madre, tuvo a Letizia una tarde lluviosa de verano. Su dramatismo exacerbado contrastaba con la festiva sonrisa de sus padres y de Julián que estaba fuera de control. Ya nada era tan importante como sus hijas que lo distanciaban de todo egoísmo, de la vanidad que sólo lo frívolo puede alimentar como fuente propia. Él se nutría de esas criaturas indefensas para valorar la vida que, anteriormente, había sido tan ajena a las auténticas verdades. La obra de sus manos eran sus afectos, esos seres mínimos que apelaban a miradas tiernas para atrapar su alma. Hubiera dado todo por sus hijas porque ahora sabía que ser padre lo había liberado para poder desarrollar a pleno ese destino que quería construir desde el hoy.

Letizia en su canastilla de mimbre con ruedas de madera estaba dormida entre los encajes y puntillas de raso. Francisca, su abuela, había bordado corazones en punto vapor creando un juego de diversos redondeles perforados con festones y una lluvia de hojas. La mantita con puntillas valencianas la envolvía con un arrullo de mamá dulce mientras Rocío escapaba tras la gata Máxima en dirección a la cocina en busca de los helados. La niña de ojos color del cielo estaba celosa y castigaba a la mascota que huía al jardín para regresar al anochecer cargada de grillos. Rocío pensaba que tendría que inventar alguna travesura para llamar la atención, algo fuerte que les llegara al corazón, pues veía a sus padres demasiado azucarados con esa hermana menor que ella no quería.

A Manuela el miedo, todavía latente, le impedía crecer a pesar de haber dado a luz a dos hijas; entrecerraba los ojos a una realidad que no tenía fórmulas para ser feliz. Cualquier humano se hubiera conmovido ante la bendición de un hogar tan bien constituido, pero ella no entendía de lujos ni de gratitudes porque no era fácil comprender el desgaste psicológico que le producía vivir alerta a una posible, y tal vez inexistente, desgracia.
-Toda elección implica una renuncia-decía porque creía saber mucho sobre el hueco que dejan las ausencias y de los silenciosos que podrían llegar a ser sus gritos.

Algo extremadamente inexplicable la dejaría sola y transformada: más triste, más miedosa, atrapada en los credos, servidora de alguien superior que movía los hilos… Ninguno dudaba de su capacidad para agradar porque quería que los demás fueran felices y se olvidaba de ella, de sus duelos constantes, y de la mano que necesitaba para no debilitarse aún más.
-Un traje usado jamás se desluce-decía mientras remendaba las medias antiguas que su prima Teresa le había regalado.
Ese presente armado por Julián era la raíz, el principio y el fin, ¿la continuidad…? Manuela era sinónimo de desgarro y de horas de espera en un living centenario donde todos reían, jugaban y vivían…
-El mal pertenece a la tragedia humana-decía nuevamente como al descuido sin que nadie prestara atención a las palabras.

A las doce de la noche, partía a la iglesia de San Francisco para orar en soledad, a la deriva de las sombras y entre los rumores noctámbulos de las ánimas que se sentían jóvenes en los corredores inhóspitos y bajo los faroles de puerto. A Manuela de nada le servía practicar sus ritos porque el capítulo ya estaba cerrado a un mañana incierto que podía ver más allá de su estado febril; lo sabía desde niña por eso se negaba a crecer. Demasiados códigos resueltos la enfrentaban a un inicio donde el desenlace se contraponía y alteraba los órdenes. El sexo, la separación, la infancia, un epígrafe, el cielo, su historia… eran símbolos que su mente guardaba para los sueños cuando despertaba a los gritos en medio de las noches de lluvia mientras la gata Máxima lloraba a sus pies.


Demasiadas cortinas de humo la tenían de espectadora frente al artificio de las máscaras. Manuela, la niña, en un tablón de andamio estaba por caer frente al tiempo y su crueldad, pisoteada por la injusticia, por el espanto y la impotencia. Julián no podía contenerla porque miraba solamente a sus hijas; Manuela, ni grande ni pequeña, seguía siendo la misma víctima de algún cazador al acecho que, inservible e idiota, no podía atraparla del todo. Él prefería su estado somnoliento de mucama que esperaba órdenes; una metamorfosis de su persona lo hubiera descolocado porque ya estaba acostumbrado a la simpleza de sus incongruencias.


Manuela junto a Rocío y a Letizia parecía una muñeca de cera en la fotografía que Julián les tomó sentadas en la plaza de Barbastro en el año 1966: una obra entre el espacio real y las décadas por venir.
Continuará...


El silencioso grito de Manuela (Cap I-Segunda parte)





Francisca, la mamá de la novia, había preparado el recibimiento a su querida hija que para ella seguía siendo virgen y mártir. Su yerno no le agradaba demasiado pero eso ya no le importaba a nadie porque su niña seguiría siendo el bebé que ella había criado. La obediencia de Manuela era casi pueril porque necesitaba la calidez de paloma de Francisca más que del amor de Julián. Era como si el sexo no existiera, ni la pasión ni el deseo, tal vez solamente la necesidad de agradar a su esposo y ser aceptada porque así le habían enseñado sus padres. Ellos, según su hija, eran embajadores de las leyes y armaban su distrito carnavalesco desde tiempos remotos alrededor de Manuela, su única descendiente. Es que ella era lo más importante en la vida de cada uno, el ser que los convertía en egoístas y posesivos.

En las tardes de invierno, Manuela tejía ponchos de oveja o de llama para cubrir las camas y los sillares del living que adornaban la galería de los retratos con algunos bustos de mármol mientras la fachada de la residencia se caía a pedazos por la humedad sobre la vereda. Julián había heredado de su padre andaluz cierta rebeldía que le impedía adaptarse a los cánones de la época.

-Oye, tú, eres un tesoro. El misterio anida en el alma de tu cuerpo-le decía Julián cuando Manuela se hallaba distante y escuchando el rigor de las palabras de Pedro, su padre, que estaban guardadas en su memoria. Es que procuraba alejarse de la influencia arrebatadora de sus progenitores, pero, sin querer, caía en las redes porque no aceptaba que debía romper un poco ese vínculo para poder crecer.
Más tarde, tomaba su baño de lavanda y mandarina que alejaba el insomnio y las tensiones y se recostaba sobre la cama a esperar… como si fuera un ritual cadavérico de fuego y ceniza, de nieve y lava…
Su indiferencia quizá tenía un nombre: frigidez o era simplemente una reacción psicológica ocasionada por trastornos en la primera infancia; demasiada sobreprotección y el rigor de las estructuras en una educación basada en el silencio. De sexo no se hablaba porque era un tema rigurosamente privado. Aquellos hombres de vida austera y retirada eran cristianos y debían respetar las castas doctrinas.

“Para amar a alguien hay que conocerlo”, dijo Fedor Dostoievsky en alguna de sus obras y eso Manuela lo cumplía con una devoción perfecta, aceptaba sus órdenes como la única manera de ofrecer su cariño y sus virtudes exentas de rencores, pero con frialdad. Los dos eran felices y sus almas se fusionaban en una combinación exacta de rutinas, libertad y comidas.
Ella cocinaba muy bien y solía sorprender a Julián con tortas de lima, bifes con puré rústico de papas, panceta, puerro y filete de brótola empanado. Había demasiada pimienta en esos preparados que se contraponía al escaso deseo de Manuela que servía los platos mirando el piso o las hendiduras del cielo raso; los sabores de la vida tampoco le atraían porque a la hora de demostrar sus pasiones aparecían los ojos azules de niña o los rezongos. Su mirada hipnótica desconcertaba, por momentos, a Julián que sentía que el corazón se le aceleraba en el pecho porque no alcanzaba a entender el aturdimiento de Manuela y sus ceremoniales. En su rostro se pintaban el candor y la suavidad, la sonrisa pura y confiada, la sabiduría de la resignación…

Las hojas de palma de su altar improvisado eran un testimonio, tal vez un mensaje encubierto, que una mujer diligente trataba de ocultar; sus cruces y rosarios con esmaltes y perlas escandinavas aparecían tras los murmullos de palomas y los murciélagos de negro terciopelo con sus reclamos de discípulos.
¿Por qué Manuela se abandonaba a las eternas oraciones en su reducto de novicia con ventana de barrotes altos?

Ella sabía que algo iba a ocurrir en su vida por eso acumulaba frascos con ungüentos balsámicos, redomas, tisanas y flores de peonía. Su inseguridad no era tal a la hora de escuchar los designios del Supremo que, tras el postigo, le hablaba con voz la de su padre Pedro y le decía:
-No juegues con el destino; el dolor da experiencia y te permite crecer. Acepta los mandatos sin cobardía porque existen acontecimientos inevitables.
Manuela, al oír esas palabras se agitaba y escapaba con los síntomas propios del desvanecimiento para regresar a la sala con la garganta obstruida por la congoja y la infame llamarada del miedo; ella no podía explicar esas visiones que la atormentaban desde siempre cuando su piel lucía como nácar en los años juveniles y corría por los cañaverales y viñedos con cotorras en las manos. Sumida en un mar de dudas, conocía la fatiga y el descanso, aceptaba toda clase de límites y de condicionamientos: su deber era obedecer.

Ahora, fría como un vil asesino, parecía que se aligeraban las cosas y que el tiempo reaccionaba cediendo su paso al dolor de lo inesperado; la fobia y la indiferencia iban de la mano pues su cuerpo podía quemarse sin darse cuenta dando aletazos de polluelo.
-¡Tú qué tienes!-le decía Julián sin dejar de leer el diario.
-Nada… Te prepararé un postre con trozos de naranja en almíbar acompañado con una taza de té.

Manuela prendía la lámpara de la cocina y, mientras preparaba el menú, escondía sus estampas tras un cristal para que ellas miraran sus movimientos y perdonaran su desconfianza. Su espíritu no era rebelde sino enfermo de apatía y desinterés.

Continuará...
(Voy a empezar a publicar desde el comienzo aquí mi novela "El silencioso grito de Manuela", publicada por Editorial Dunken, si alguien (de Argentina) la quiere de regalo-en papel o en PDF- me deja un comentario y nos ponemos en contacto)
La novela la publicaré hasta el final. Gracias por seguirme.

El silencioso grito de Manuela (Cap I-Primera parte)


I




En la comunidad autónoma de Aragón, al norte de España, junto a los Pirineos, en la provincia de Huesca, se hallaba Barbastro, la capital de la comarca de Somontano, en una ciudad que guardaba tesoros en medio de las montañas. Cada calle pedregosa mostraba la tortuosa vida de los habitantes, entre anticuarios y artistas, que estaban dispuestos a fingir y a esconder sus retorcidas ideas.

En la iglesia de San Francisco, templo original del siglo XVI, se casaron en el año 1960, Manuela y Julián Costa Río en una ceremonia sobria y sin la presencia de demasiados familiares porque a ella no le interesaban los escenarios ni el glamour de los atuendos y menos la hipocresía que demostraban algunos que decían ser sus amigos. Podían concurrir a la boda viñadores, vendedores de madera, toneleros, posaderos y gente de alta sociedad; Manuela no los veía porque su preocupación no eran los intereses terrenales.

El edificio reproducía los portales propios de su folclore en los muros utilizando ladrillos rojos y en las galerías arquillos de medio punto que culminaban con un vértice o esquina original de la arquitectura histórica. Era una visión especial de siglos marcados por el genio y la sabiduría de grandes cultores del arte. La luz llegaba a una especie de antro donde los novios se entregaban a la gloria del campanario.

Manuela era una mujer sumisa y agradable, demasiado dadivosa y consagrada a los rezos como resultado de su estructurada educación religiosa. Julián se dedicaba al comercio de automóviles en un negocio que tenía ubicado frente al palacio de Argensola. Él era ambicioso y le gustaba demostrar más de lo que poseía pero puertas adentro porque envolvía con un velo su casa de picaporte herrumbrado para ocultar sus finos muebles, los trajes caros que nunca usaba y las joyas que le regalaba a Manuela. Ella no sabía ni quería lucirlas pero las admiraba acariciándolas dentro de la caja de música de su madre. Daba la imagen de una mujer poco elegante y tímida ocupada en reparar sus medias y remendar el guardarropa.

Los esposos eligieron la Costa del Sol para ir de luna de miel por sus características mediterráneas. La región se dividía en dos sectores: el occidental, desde Málaga hasta Estepona y el oriental, que se hallaba entre Málaga y Nerja. Existían kilómetros de playas y de vegetación exótica cerca de puerto Banús, de Marbella, de la Benlamádena o Torremolinos.

Justamente en ese año la Costa del Sol se había transformado en zona turística, con los mejores campos de golf de toda España.
Manuela y Julián recorrieron los Pueblos Blancos que se asentaban en las montañas o sobre las colinas con su típica arquitectura morisca.
En el restaurante La Reja cenaron: gazpacho, paella, frituras de pescado, jamones serranos, ternerita a la Sevillana… rodeados de un ambiente de maquillajes vivos por la emoción de la presencia de esos enamorados. Había quienes cantaban o bailaban sin esperar el aplauso como en una secuencia de cine mudo. Ambos concentraban el sentimiento en el goce de lo impredecible, con el lenguaje ajeno de malicia pero distante de la auténtica unión.

Ese viaje fue muy sugestivo e inolvidable para los dos aunque Manuela se descompensaba, a menudo, por el cansancio y el calor; es que era una persona débil que le gustaba sólo la tranquilidad de su hogar y allí, en ese reducido mundo de cuatro paredes, ella encontraba la paz y la felicidad. No necesitaba ir a buscarla afuera porque para Manuela era perder el tiempo; el vacío se profundizaba y la soledad interior interpretaba personajes dentro de su espejo. Ese hueco, impensado para muchos y no comprendido para otros, no se rellenaba con nada.


A Julián, algo soberbio, le fascinaban los itinerarios de leyenda cuando los caminos y las paredes amuralladas tenían historias escritas por algunos turistas guerreros que no sabían de la quietud de los fondos, sólo del frenesí de la conquista. La pasión y la curiosidad, a veces, lo desviaban de los placeres del amor.
Manuela y Julián no pensaban lo mismo pero se querían con un extraño disfrute de años acumulados, como viejecitos a media luz, sin estridencias pero con algunos mandatos que delineaba ese caballero con gobierno propio.

Continuará...




El silencioso grito de Manuela. Introducción---Siempre se vuelve...




Fraix, Nidia Luján
El silencioso grito de Manuela/ Nidia Luján
Fraix-1ª ed. Carcarañá: Nidia Luján Fraix 2015
324p; 24x14 cm
I.S.B.N 978-987-33-9852-0
1. Novelas existenciales. I. Título
CDD A863







“El amor es un símbolo de eternidad.
Barre todo sentido del tiempo,
Destruye todo recuerdo de un principio
y todo temor a un fin.”

Madame de Staël








INTRODUCCIÓN


Maestra del autoengaño, Manuela vivió siempre a la sombra de los demás porque le resultaba fácil y cómodo. Su carácter esquivo y sus rasgos de niña la transformaban en una discípula de sus propios miedos. Entre paradojas no supo criar a sus hijas: Rocío murió cuando era pequeña, esa desaparición la marcó para siempre; Encarnación: enérgica, impulsiva e inadaptada en una sociedad prejuiciosa y teatral, falleció a los veintiún años dejando un hijo; Letizia: dócil, sensible, ajustada a las convenciones sociales y a los reclamos absurdos de los padres, nunca pudo crecer lo suficiente como para afrontar los avatares de un destino demasiado infausto.

En alguna letanía se dormían los sueños en un idioma lato que dilataba la llegada de las sentencias. No era equitativo ese camino hierático para quienes oraban por un poco más de oxígeno.
La familia se desdibujaba por la niebla ante un fracaso, porque vivían pensando en el futuro que los apuñalaba cual rival y los despertaba de algún letargo transitorio. No había enlace entre los tiempos y cada uno era artífice y víctima de su propia condena.

Manuela imaginaba violaciones, asesinatos y saqueos de conventos en un ambiente con pasajes huidizos que se llevaban la vida. El ritmo era vertiginoso y los arrastraba a todos al sacrificio con sus estampas bíblicas, entre retamas, narcisos y teas encendidas. El miedo procesaba las ideas con vigilancia; era el principio y el fin de los delirios.
La reveladora visión del mundo reprimía los impulsos de ser feliz. ¿Para qué?. Después vendrían los hechos con toda su magnitud a reírse con hipocresía de sus pobres almas. La resignación era la única vía de salvación.

Dios era el sostén que exaltaba los ruegos frente a los sentimientos piadosos, pero existía un sendero escrito de antemano por alguien que, desde la gloria, los iba a llevar a todos y cada uno a los extremos.
Continuará...

(Voy a empezar a publicar desde el comienzo aquí mi novela "El silencioso grito de Manuela", publicada por Editorial Dunken, si alguien (de Argentina) la quiere de regalo-en papel o en PDF- me deja un comentario y nos ponemos en contacto)
La novela la publicaré hasta el final. Gracias por seguirme.

El Libro de los Recuerdos---reseña de Pedro Carbonell (España)

 

Aunque me he apartado un poco del mundillo indie, nunca he dejado de interesarme por él. Pongo aquí una breve reseña que le hice a un libro de una escritora argentina que pertenece a esta corriente literaria. Este texto es parte integrante de mi novela "El crítico y su reino".

Título: "El libro de los recuerdos"
Autor: Luján Fraix
Año de publicación: 2019
Nº de páginas: 144

Luján Fraix es una escritora argentina de ascendencia francesa que se autoedita y tiene en la actualidad una producción literaria muy copiosa, pues es tremendamente prolífica. Sobre todo, ha abordado la poesía, la autobiografía y la novela.

"El libro de los recuerdos" es una obra autobiográfica que en muy pocas páginas recoge los aspectos que la autora considera que han resultado fundamentales en su vida, como cuadros descriptivos de la infancia, el colegio y el instituto, sus padres y otros familiares, sus romances con algunos chicos, o cuando comenzaron a dar sus frutos sus primeros textos literarios, como cuando acudió a un taller de escritura que impartía Martha Eloísa Darío, bisnieta de Rubén Darío.

La autora localiza pocas fechas en el tiempo y el lector debe seguir con atención según qué momentos de su biografía, pues la prosa que emplea se puede considerar que es lírica y por tanto, a veces, algo evanescente. Sobre todo ofrece información concreta sobre las ediciones de sus propios libros.

El libro tiene la particularidad de que alterna prosa con composiciones en verso. También toma a veces citas o versos de otro autores, como Borges, Tamaro o Benedetti.

Me ha parecido un buen libro que intenta sobresalir, en cuanto a estilo, del promedio general. Es breve y su lectura no es para nada compleja, sino todo lo contrario: es fácil de seguir.
18/09/2021

"El Libro de los Recuerdos", por Pedro Carbonell

Pedro Carbonell
Autor de "Minucias", "Miniaturas", "La familia", "Mosaico", Fábula de la redención", entre otros

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