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EL HOMBRE IDEAL
−Ponte
de perfil y sonríe –le decía Octavio a una cliente que había ido a sacarse una
foto para un mural. Él era un artista porque después retocaba la fotografía
para que quedase perfecta.
Benjamín
en su taller de pintura renegaba de la suerte de los otros, de no tener un
camino trazado y que dé sus frutos. Había pintado más cuadros que Van Gogh y
todavía no había vendido uno. Tenía proyectos y los compartía con sus amigos
que a los dos minutos se olvidaban. Es que a esa edad muchos pensaban sólo en
divertirse.
−¿Y
tú por qué llevas esa cara? –le preguntó Constance a Marie Anne cuando la vio
llegar con los pelos revueltos y el vaso de agua con limón−. ¿No fuiste a la
peluquería ayer?
−Sí.
−¿Te
dijo algo esa mujer? Te comenté que no me gusta. No compartimos los mismos
valores. Pero tú, claro, no me escuchas y piensas que exagero.
−Ella
es un encanto de persona –exclamó abatida la tía Marie.
−No
lo creo, pero entonces…¿por qué estás tan triste, mujer? ¡Tienes la cabeza que
parece un nido! ¡Qué te pusiste!
−Yo
misma me desarmé el peinado. No quiero hablar más, te lo cuento después
–respondió la tía y se llevó una taza de café al cuarto.
Desde
su perspectiva, Constance no podía soportar tanta disconformidad. Ella lo
arreglaba todo con oraciones y dejaba en “manos del Señor” los problemas más
graves. Si no los podía solucionar era porque estaba demasiado ocupado en las
tantas almas sufrientes. A ella su Dios jamás la defraudaba, los humanos sí y
cada vez eran más.
Se
fue a la vereda a tomar fresco con una silla como lo hacían todos los vecinos
por los años ochenta. A veces, se llevaba un libro, pero como cada uno que
pasaba le daba charla se lo olvidaba. Los niños pasaban con sus bicicletas y, a
veces, se ligaba algún pelotazo que llegaba desde la otra acera.
−Buenas
tardes, mucho gusto. Me llamo Adrián Fuentes, ¿está Constance?
−Sí,
pero no sé si lo puede atender. ¿Por qué asunto es?
−Soy
su amigo.
−¿Amigo
de Constance? Mejor dirá de Benjamín…
−De
él también.
−Un
momento.
Constance
trató de disimular el mal día.
Ese
joven no le gustaba. Quizá si hubiera sido aprendiz de sacerdote le hubiera
caído mejor. Él había tomado el coraje suficiente para llegar hasta la casa
porque Coty no salía a ninguna parte. Era solitaria, con demasiada vida
interior, autosuficiente y feliz. No necesitaba salir a buscar nada y menos
hombres.
−Hay
un joven que pregunta por ti –dijo contrariada.
−¿Me
busca a mí? –respondió Coty temblando−. ¿Cómo se llama?
−Adrián
creo… No me acuerdo. No le presté atención.
−¡No!
Dile que no estoy. Bueno… no. Es que…
−¡Hasta
cuando voy a estar parada esperando que te decidas. Le digo que estás ocupada y
que tienes demasiado trabajo.
−No.
Ya voy.
Constance,
furiosa, fue hasta la puerta, recogió la silla con fastidio y apuro, le dio la
mano a Adrián y le dijo que esperara un momento.
En
el pasillo se cruzó con Coty y la amenazó:
−Ojo
que te estoy viendo. No quiero gente que te arruine tu vida y tus proyectos.
Eres demasiado joven. Después hay que lamentarse y no quiero pasar por eso.
−Está
bien, mamá.
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