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EL SECRETO DE MARIE ANNE
Cuando más rápido trata
de distinguirse uno en el dominio de alguna actividad y en algún oficio, y se
adopta una manera de pensar y de obrar independiente, y más se sujeta a reglas
fijas, más firme se hará el carácter. Hacer esto es de sabios, porque la vida
es corta y el tiempo pasa rápido, si nos perfeccionamos en una sola cosa y la
comprendemos bien, adquirimos por añadidura la comprensión y el conocimiento de
muchas otras cosas.
Amsterdam,
3 de abril de 1818.
Carta
de Vincent Van Gogh a su hermano Theo.
Benjamín
devoraba las biografías que encontraba del pintor, igual que Octavio.
Admiraba
su arte, pero también su torturada vida y el sueño de ser famoso que no llegó a
ver. Él sentía ese mismo vacío. Sabía que el verdadero artista es más que eso;
la trascendencia es secundaria y llega o no. La vida está en la vocación y la
necesidad de oxígeno que provoca, pero Benjamín se sentía solo en ese pueblo
que no lo comprendía ni lo apoyaba. Necesitaba estímulos. No tenía un hermano
Theo para contarle sus dramas porque Coty era mujer y veía las cosas a través
de un cristal. Era más práctica en apariencias y sus amigos demasiado huecos,
frívolos hasta el hartazgo.
En
aquella casa llena de fotografías ajenas donde las cigarras disfrutaban del
calor de fines de febrero y las palomas parecían hablar un dialecto presuroso
de cortejo, los ojos de Benjamín se nublaban y veía callejones ardiendo en
medio de sus óleos y las palabras que oía eran en otro idioma. El sol trepaba
por las ramas con su tinte infinito y lo llevaba a los confines de la dicha. En
ese país el otoño le daba su color a la primavera y la paz del alma llegaba aun
con las manos vacías.
Benjamín
de Luca soñaba demasiado.
Se
fue a la plaza con sus cuadros después de cruzarse con Octavio, quien
desaprobaba todo lo que Benjamín veía como vocación suprema.
Lo que no da dinero no
sirve.
Inútil
era hablar con su hijo y lo dejaba ir. Pensaba que en un par de años se le iría
la locura de ser artista y buscaría seguir con la profesión de él porque era la
herencia que le quería dejar: un nombre de fotógrafo intachable.
Constance
y Marie Anne estaban en la cocina preparando el almuerzo y hablaban como en
murmullos. Octavio decidió pasar de largo. Las dos hermanas, para él, eran
insufribles. Se sentía un muñeco manipulado por aquellas mentes con pasado y
sin presente.
−Cuéntame
de la peluquera de los arrabales.
−No
le digas así que es una mujer excelente. Muy cariñosa, amable y profesional.
−¿Profesional?
–se rio Constance−. Mira cómo te ha dejado la cabeza.
−Ya
te dije que yo misma me desarmé el peinado con furia y dolor.
−¿Dolor?
−Sí,
y tristeza. Ya se me va a pasar. No tengo que ir más a ese lugar.
−¡Yo
lo dije! ¡Cómo puedes ir de una peluquera amante de un casado y que encima se
escapa y tiene un hijo!
−No
se escapa.
−¡Sí,
señora! ¡Si él vive en Buenos Aires con su familia! ¿Ella qué hace en este
pueblo de porquería?
−Bueno,
pero ése no es mi tema. No me importa. Mi angustia pasa por otro lado. ¿No
piensas que puedo estar mal por algo? ¿Acaso no ves lo que es mi vida y mi
soledad de años? Estoy contigo de prestado y con tu familia. Octavio es un buen
hombre porque podría haberme echado.
−¿Cómo
te va a echar si eres mi hermana?
−El casado casa quiere, dice el dicho…
¿no? –exclamó Marie Anne perturbada por la falta de comprensión de Constance.
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