8-EL ÓRGANO DE LA IGLESIA
Sal de esa cueva, hija…
La
familia no necesitaba de su ayuda. ¡Qué ingratos!
“Yo
soy un sacerdote y no debo tener esos sentimientos. Por más que me maltraten
debo poner la otra mejilla, pero duele tanto que la propia sangre parezca ajena
y que no miren más allá de los hombros el sacrificio y la entrega. Está bien,
yo no les he dicho nada sobre la carta y ahora menos; que crean lo que quieran,
me da lo mismo. Mamá, seguramente, saldrá de la cárcel por un tiempo. Quizá,
tengan que investigar más. No quiero saber. Y el bebé de Mía estará en otros
brazos. Es hora de que mi hermana salga a luchar por sus derechos, yo haré lo
mío. Si puedo, no sé. Me siento tan cansado; menos mal que mi refugio acá en la
iglesia me trae energías y esperanzas, paz y compañía. Será que el alma de papá
me ve y me consuela y puede, con su mano, descargar su fuerza positiva de amor
y comprensión. También hay otra alma que me orienta, la que me quitó a mi
padre, la que me quiere a pesar de haberme hecho daño. Sé que está allí: en ese
gato rojo y en todos los demás, por las escalinatas de piedra, en los badajos,
en la palabra dicha y en la que se calla…”, pensó Guillermo sentado frente al
altar, como rezando. Su gato lo miraba sentado al lado de la Virgen y
parpadeaba somnoliento, con amor.
El
padre Roque, con una sotana añeja y desusada, iba y venía con unos jarrones que
llenaba de flores frescas. Pasaba y lo miraba de reojo, venía y no se paraba,
pero tenía ganas.
−Hijo,
se te saltan las lágrimas.
−No,
padre, ¿cómo cree? Soy fuerte como un roble.
−Los
sacerdotes no deben mentir.
−Yo
nunca miento.
−Vamos,
dile a tus hermanos lo de la carta. Ellos deben saberlo.
−No
se lo merecen. Ellos tienen otras prioridades. Cuando vean a mamá libre se
olvidarán de todo. Deje que crean que soy un inútil.
Guillermo
no era así, pero se había cansado. Trataría de buscar a Alma, como lo hizo
siempre. No sabía por dónde empezar porque Susan también había desparecido. No
creía que se la hubiera llevado; era una más de la familia que ayudó a Mía a dar a luz, pero entendía que la gente se
agota y suele cometer errores insalvables.
Recorrió
la iglesia con las manos cruzadas detrás de la espalda.
El sol calentaba la superficie y traía un poco de calidez a aquel día de otoño próximo al invierno. En la plaza desierta de voces, junto a un molino, la gente salía a caminar. Vio un auto verde estacionado, pero no le dio importancia. Pensó en el doctor Morales quien no se había comunicado con él y en Dolores que, según Roberto, saldría de la prisión en cualquier momento. No quería verla, le hacía mal. Seguramente, juntaría reproches y se los arrojaría a la cara. Todos se descargaban con él, el causante de los males. Es como si Salvador, su padre, hubiera vuelto a su cuerpo para habitarlo los dos. De la misma forma que todos y cada uno lo atacaban a Salvador, ahora lo hacían con Guillermo. Necesitaban echarle la culpa a alguien, al más débil, para desoír sus propios errores y carencias. No podía aceptarlo, pero callaba. Era un sacerdote y debía comportarse como tal. Le pareció oír el órgano de la abuela Úrsula y sonrió. Era tan buena. Le dio el amor que le negaron, la atención y el apoyo cuando quiso entrar a estudiar al colegio religioso.
−¡Un
cura en la familia! ¡No!
La
abuela Úrsula y la tía Pilar fueron dos ángeles que junto a Salvador lo
rescataron de aquel ambiente tórrido en el que se había convertido su casa.
Ellos ya no estaban en el mundo y sólo podía recordarlos con una sonrisa, a
través de las notas del órgano y llevando adelante sus consejos.
−El
gato se subió al órgano y caminó por el teclado, ¡qué animal dañino! Me pegué
un susto –dijo el padre Roque.
−Nos
dejó un mensaje. La abuela Úrsula no quiere que la olvidemos y nos atrapa con
sus bemoles –agregó Guillermo con una sonrisa débil.
−Hijo,
estos gatos de la iglesia me parece que se están multiplicando.
−Mejor.
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