Aquellos
ojos verdes…
La
tía Marie Anne lloraba sola en la habitación.
No
quería compartir con nadie lo que le pasaba, pero para eso debía reponerse,
lavarse la cara y volver a peinarse porque aquel nido, que mencionaba
Constance, parecía de palomas alborotadas y torpes. Se veía peor que antes de
ir a la peluquería de la famosa profesional de “malas costumbres”. Es que Marie
sufría y pensaba que ya era tarde para parecer bonita. Arreglarse… ¿Para qué?
Fue
hasta el ropero y extrajo del fondo una caja roja.
Dentro
se hallaban todos sus sueños atropellados por palabras indecisas, llanto y
soledad. Pasó la mano y lo tocó nuevamente. No quiso mirarlo. Hacía como
treinta años que no lo contemplaba y que lo había ocultado de los ojos de otros
para que los de ella no derramaran una sola lágrima más.
Constance
golpeó la puerta y la tía escondió todo y cerró con llave el ropero que tenía
un espejo en el que se reflejaba su presente limitado y amargo, el que nadie
sospechaba porque a ella nunca le pasaba nada: no lloraba, no sufría, no
sentía…
−Un
hombre pregunta por Coty, hermana. Está en la puerta, ¿qué hago?
−Nada
–respondió Marie−. Déjala.
−¿Y
si se enamora? ¿Y si deja la profesión? Porque ya sabemos cómo se pone la gente
cuando se encapricha.
−Déjala
–volvió a decir la tía.
−Tú
has estado llorando. A ti te pasó algo en esa maldita peluquería. Si volviste
hecha un “trapo” y tenías ilusiones cuando te fuiste.
−Ilusiones
tenía cuando era joven, pero se encargaron de borrarlas, de hacerlas
desaparecer con excusas infundadas.
−Yo
de eso no sé nada –agregó Constance tratando de evadir el tema.
−Sí
que sabes…
Las
hermanas se habían quedado detenidas en el pasado y querían traer al presente
las leyes antagónicas: deseos reprimidos por abuelos demasiado decentes, las
costumbres de antaño y sus rutinas, la mirada astuta de jueces que pretendían
saberlo todo.
Constance
tenía razón con respecto al amor. A veces, es tan intenso que ciega, oculta y
no deja ver el peligro, las oportunidades y el futuro, posterga sobre todo a
los adolescentes. Ella quería que Coty fuera maestra y que no desaprovechara la
oportunidad que le daban las hermanitas del Instituto religioso San Francisco.
Coty
era una joven madura y no se dejaría llevar por las tonterías de los enamorados
que, a destiempo, arrastran las tantas oportunidades que llegan para proyectar
un mañana.
¿Y
si pasaba la contrario?
Ver
a Adrián Fuentes era un riesgo.
−Hola
¿Cómo estás?
−Disculpa
si vine así de improviso. Es que no te veo en ningún sitio, ni siquiera por la
calle. Benjamín, en la plaza, me dijo que si quería verte me acercara a tu
casa. ¿Hice mal?
−No
–respondió Coty incómoda ya que oía, por los patios, las voces de su madre y de
la tía que parecían discutir−. Es que me estoy preparando para una entrevista
de trabajo. Tengo muchos nervios y la cabeza en otra parte. Disculpa, después
de que tenga la charla con la Superiora, otro día, podemos hablar. ¿Me
perdonas?
−Claro.
Yo soy el que vine sin saber a importunar. Soy yo el que tiene que pedir
disculpas. A veces, soy impulsivo.
Ambos
se despidieron y Coty, al cerrar la puerta, se quedó apoyada con el corazón a
mil. No quería pensar, no quería sentir. Ahora no. ¿Por qué todo era tan
difícil? Debía concentrarse en un solo pensamiento y no dispersarse. Por eso
casi no lo miraba a los ojos a Adrián. ¡Era tan guapo con esos ojos verdes!
El
hombre ideal.
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