Después
del sermón de una hora, Fidel y Martina consiguieron que Susan saliera de esa
cueva que había armado en el galpón cerca del ombú. La niña estaba algo
inquieta pero no lloraba; el capricho de Susan superaba todo razonamiento
lógico. Ya era casi de noche. Ayudados por un farol de gas, lograron llevarla a
la casa. Sus fobias no la dejaban dar un paso: temblaba, sentía el corazón a
mil y no podía articular palabra.
Susan
se acurrucó al lado del fuego junto a la cocina de leña con Alma en los brazos.
La apretujaba demasiado, y la niña parecía querer librarse de esa tortura.
−Ve
a descansar, Hortensia. Yo me ocuparé de Alma. No tengas miedo. ¿Dónde quieres
que vaya a estas horas de la noche en medio del campo?
Una
luz potente iluminó la ventana y Susan huyó de nuevo.
−¡Es
Aníbal! –gritó Fidel
Susan,
más tranquila, se fue al cuarto y se recostó. Tenía que hacer algo. No podía
quedarse allí porque esos hombres volverían… Pero, ¿dónde iba a ir sin un peso?
Aníbal
con la mirada diferente, cabizbajo, y con el doble de años encima, se sentó y
fumó un cigarrillo. El humo lo envolvió en aquella niebla y despertó la ira de
Martina.
−¡No
quiero que fumes! ¡Es malo! Ahora acá vive una criatura.
−Hortensia
se la robó a los Ferrer. En el pueblo se comenta… −respondió Aníbal con
indiferencia.
−Yo
sabía –comentó don Fidel−. Por algo se escondía tanto.
−¡No
es cierto! –gritó Susan quien había escuchado todo−. ¡Con qué derecho tú te
atreves a hablar de mí! ¡Eres mi hermano pero para mí un desconocido! Y mis
padres te soportan porque llevas su sangre. Nada más. Tú no quieres a nadie,
sólo a ti mismo. ¡Vago!
Aníbal
apagó el cigarrillo en un cenicero grande que había sobre la mesa con hule de
plástico floreado y se fue a guardar el auto en el galpón. No dijo nada porque
no le interesaba su familia. Él tenía otros proyectos y si Susan había robado
una niña por venganza, despecho o resentimiento, a Aníbal no le importaba en lo
más mínimo.
Susan
tenía los nervios destrozados.
−¡Qué
hijos raros que tenemos, Fidel!
−La
pobreza los fue modelando a su antojo. Yo tengo la culpa.
−Siempre
hablas de lo mismo. La pobreza cuando es digna muestra sus verdaderos valores.
Recuerda a tu padre, Juan.
−Sí,
pero los tiempos cambiaron. Ahora todos quieren tener lo mismo, ser iguales y
aparentar lo que en realidad no son ante una sociedad marginal.
−Nunca
serán todos iguales porque el esfuerzo y el trabajo es lo que te diferencia de
miles de personas que, con voluntad, intentan progresar. Algunos buscan lo
fácil, pero el camino no es por ahí.
Cuando
regresó de guardar el auto en el galpón se sentó a comer algo que le sirvió
Martina, igual que un chico al que hay que atender. Egoísta y dependiente. Ya
era un hombre de más de cuarenta años.
−¿Cómo
es eso de que Susan robó la niña?
−Lo
dicen por ahí… −respondió sin levantar la vista del plato.
−¡Contesta
bien!
−Bueno…
¡A mí qué me importa! Yo no necesito de nadie y menos de Hortensia. Por mí que
robe un orfanato entero si quiere tener un hijo.
−Te
desconozco, Aníbal. Ella es tu hermana.
−¡Ahora
se acuerda! ¡Estuvo toda su vida detrás de los Ferrer copiándoles sus manías de
ricos hipócritas! Quizá, hizo bien en quitarles algo. Seguro que le pagaban una
miseria.
−¡Qué
envidia, hijo! ¡Qué triste!
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