3-
LA GRADUACIÓN
Coty
terminó de colocar en la pared su último diploma: ya era maestra.
Tenía
otros galardones de concursos literarios y de cursos de dibujo. Con Benjamín,
su hermano, desde pequeños amaban la pintura. Octavio se había encargado de
transmitirles las magias de los trazos y el poder que ejerce ese don del
espíritu.
Quien ama el arte es un
ser diferente, quien lo ejecuta es un semidiós.
El
día que Coty se recibió de maestra fue muy emotivo. Una niña llamada Julieta, a
quien ella eligió, la vecinita, le entregó un ramo de flores; vestida de blanco
parecía un ángel. Subió al escenario y con todo el orgullo le dio esa
bendición, una mano tendida hacia el servicio y la comprensión, los buenos modales
y el amor.
−Las
maestras son como madres –así lo decía siempre Constance, y estaba segura de
que Coty sería una excelente y protectora mujer en pos de la enseñanza. No sólo
de lo básico sino también de valores y principios.
−Tan
dulce y bonita –expresó Marie Anne−. Me recuerda a mí de joven.
−Lástima
que papá no te dejó casar con ese novio que tenías a escondidas.
−¡No
era a escondidas! ¡Jamás haría una cosa así!
−Perdón,
hermanita, lo sé. No entiendo cómo existen padres tan severos que no permiten
que la gente se ame.
−Eran
otras épocas. Ahora todo ha cambiado mucho.
−A
papá le gustaban los apellidos franceses.
−¡Qué
tontería! De Luca no es francés.
−Tienes
razón. Lo que ocurre es que Octavio lo envolvió con su oratoria. Papá se sintió
orgulloso de su inteligencia. Necesitaba admirar al otro. En cambio, tu novio
era un campesino que sólo había ido un par de grados al colegio.
−Sí,
pero ése no es un motivo para ser injusto.
−No
lo es, de verdad. Lo siento mucho. ¿Te quedaste soltera porque lo amaste siempre?
−Eso
no lo voy a contestar. Es muy mío.
−Está
bien, sé que eres reservada. Ahora debemos prepararnos para la cena de
graduación de Coty, y el baile. Hace tanto que no salimos a una fiesta. A mí no
me gustan mucho, no soy como la tía Felisa que para estar fuera de la casa va
dos veces a misa en el mismo día.
Ambas
se reían de Felisa que, ahora que era libre por la muerte de Rolando, no paraba
en su domicilio. Es como si le hubieran abierto la puerta de una jaula. Muchas
mujeres se comportaban del mismo modo y hasta se transformaban: más coquetas y
bonitas, más sensuales.
Felisa
seguía siendo la misma.
Con
sus vestidos con botones en la delantera y los zapatos chatos, iguales en
verano y en invierno, recorría las aceras en busca de paz y alegría, las que siempre
le faltaron. Cuando hacía calor se colocaba un sombrero con una cinta azul y
llevaba un canasto de mimbre. Las sobrinas sabían que Felisa, de soltera, ataba
la capota a los caballos en el campo y partía hacia el pueblo a buscar chismes
a la iglesia y a la casa de las primas. Desde ese perfil se formó su propia
personalidad ambigua: reservada y libre. Por esos caminos, conoció a Rolando y
se casaron pronto.
Ese
gran paso que dio en la vida le costó la libertad.
Rolando
ya no quiso que saliera sola a ninguna parte. Felisa sintió un hueco tan
grande, la sed la atormentaba, necesitaba socializar… Entonces, invitaba gente
a la casa porque ese vacío la atormentaba demasiado, era como un grito
silenciado.
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