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“SANTA CECILIA”
Benjamín
regresó melancólico de la plaza “Santa Cecilia”. Según él, Natalia con su
charla le había espantado los clientes. La gente se paraba a mirar los cuadros
y ella le hablaba.
−Mire
el talento que tiene este artista. ¿No le parece? Aproveche la oportunidad,
están a buen precio.
Benjamín
odiaba que alguien lo elogiara en público y creía que cuando más se insistía
peor era; los sueños llegan en el momento menos pensado y si no es porque no
tiene que ser. Igual hay que perseverar, pero con calma y sin ansiedad. Natalia
siempre lo buscaba y él no tenía interés. Quería estar solo.
Donde
rodaban las palomas sobre los trenes entre las nubes quietas de humo, allí
quería estar para dejar volar la imaginación y crear. El agua, los vientos de
los bosques, el invierno con su palidez de nieve, las glicinas y sus torres violetas.
Dibujos que trazaba en la mente y que se transformaban en nacimientos, con el
poder que le daban los matices de la naturaleza.
Vagar
por las calles buscando respuestas al arte que lo elevaba y le llenaba los
huecos vacíos con la peculiaridad de los contornos y la serenidad que daba esa
pasión contenida. Su vocación plena lo dejaba en muchas ocasiones esperando el
gesto del otro lado, la voz, para no tener que perderse por los bulevares de
ese pueblo chico y árido.
No
le gustaba el sitio donde vivía porque no le daba la oportunidad de ser el
mismo, no reconocía su trabajo, su amor sin reservas por la cultura y por ese
infinito placer que le regalaban los pinceles.
Al
pueblo y sus habitantes les gustaban las fiestas.
−Otra
desilusión más, hermanito.
−No
son desilusiones, son caprichos –exclamó Octavio desde el living mirando
televisión. Siempre aprovechaba la oportunidad para clavar la flecha de la
discordia−. Tengo tantos sobres con fotografías y todavía no encontré un
repartidor –decía como al pasar.
−Papá,
yo le voy a conseguir uno.
−Bah…
Dicen que los padres que
discuten tanto con un hijo en especial es porque ambos son iguales y porque el
hijo puede rebelarse, intentar cumplir el sueño que su padre tenía en la
juventud y que, por diversas razones, no pudo llevar adelante. Esa frustración
la trasladan al presente y se empeñan en destruir, sin maldad, los anhelos del
que todo lo puede.
−Mejor
alégrese por lo que me pasa a mí.
−¡Qué
ocurre!
−El
Instituto San Francisco me pide que vaya a una cita con la madre superiora.
Parece que es por trabajo. Se imagina, papá, recién acabo de recibirme de
maestra y ya voy a empezar a dar clases. ¡Qué nervios!
−Eso
es por las tantas misas que acumulan tu madre y tu tía. Dios las ve y desde lo
alto las bendice.
−No
seas irónico, papá. No se juega con la fe.
La
tía Marie Anne apareció con los labios rojos y la carterita porque iba a salir.
Necesitaba ir a la peluquería.
−No
vayas de esa peluquera, no me gusta –le decía Constance.
La
profesional era soltera y tenía un hijo de un hombre casado que la venía a ver
de vez en cuando porque era viajante de comercio. La mujer era un encanto, pero
a Constance esa situación no le gustaba para nada, como si hubiera sido
contagioso su estado civil. Para ella era una mala persona.
−Es
nueva y trabaja bien.
−Y
eso qué tiene que ver. Debe ser una prófuga.
−No
exageres, hermanita –dijo Marie y le dio un beso.
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