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EL TÍO ROLANDO
Un
día de agosto, posterior al fallecimiento de Elvis Presley, el tío Rolando
decidió que había llegado su hora de ir en busca de la liberación. Necesitaba
paz y una sensación de vuelo, de asomar por fin sus alas escondidas y
desplegarlas para no regresar. La vida para él era demasiado aburrida; la vejez
lo aturdía y no podía asumir el paso de los años.
Rolando
no se quitó la vida como muchos pensaron, sino que la muerte lo sorprendió en
su cama como si la hubiese llamado y así se entregó, con indiferencia y
malhumor. El que siempre tuvo a los largo de sus ochenta años.
−Válgame
Dios, el tío no puede haberse quitado la vida –exclamó espantada Constance.
−Es
un pecado para el Santísimo.
−Claro,
hermana.
Felisa,
aún más fría que el tío, no se inmutó.
Preparó
el velatorio en su propia casa, compró galletitas y se aseguró de tener
suficiente café para todos. A la tía Felisa le gustaban las reuniones, pero no
tenía muchos lugares donde concurrir. Un velatorio no estaba mal a la hora de
ver gente. Ella no era una mala mujer, pero sí lejana, solitaria y apática.
Rolando le había dado una existencia que no esperaba: silenciosa, pero cargada
de reproches, gris y anciana, de obligaciones que Felisa no quería cumplir y
que Rolando imponía como todos los hombres de antes, igual a sus abuelos.
−Lo
siento, tía –llegaron Constance, Marie Anne y Coty.
Se
mezclaron entre el gentío. Esa bulliciosa manera de despedir a los muertos. Una
muestra irrespetuosa de decir que no les importaban las despedidas. Coty
conversaba con una señora sentada a su lado y parecía tranquila. Llevaba una
falda escocesa, una camisa blanca y zapatos de colegio.
−Qué
bonita es la hija de Constance –murmuraban.
Entre
perfumes de jazmines y tórtolas en los nidos, Rolando se despidió de la vida.
Ya no tendría que tomar la sopa en presencia de sus sobrinas o esperar que los
nietos tuvieran la gentileza de visitarlo. Felisa le dio la razón, a su manera,
y se olvidó de aquel hombre con el que había compartido todos esos años
tratando de complacerlo. Quizá, su apatía se debía a la resignación que le
llegó un día cuando se dio cuenta de que no podía hacer nada y que tenía que
sepultar sus sueños en pos de esa unión. Le cambió la “cabeza” y se entregó al
servicio como una misionera. Ahora ambos eran libres.
−¡Otra
vez de la iglesia! ¡No me gusta que lleven a Coty con ustedes y le llenen la
mente con ideas absurdas! –gritó Octavio.
−¡Por
favor! Venimos de sepultar al tío Rolando. ¡Qué en paz descanse!
−¿Murió?
−Sí,
pobre santo.
Octavio,
al escuchar las exclamaciones de su esposa y de la hermana se fue a su estudio.
Era demasiado. No entendía cómo podía haberse casado con esa mujer. Era buena
no lo negaba, pero le crispaba los nervios esa conducta benévola que lo
justificaba todo, que no veía los errores y los defectos de los otros, que a la
mayoría de las cosas pasadas y futuras se las encomendaba a Dios, y que ese
mismo Dios le solucionaba los más terribles problemas.
−Lo
dejamos en sus manos.
Bajo
ese manto sanador que parecía curar las más hondas heridas, Constance y su
hermana se fueron a descansar. Las esperaban sus obras de caridad y visitar el
hospital para alegrar a los ancianos que las esperaban cada tarde para que les
dieran una palabra de sosiego. Estaban tan aburridas que encontraban en esa
tarea paz y futuro, otra cosa no podía desear a esa altura y en un pueblo
cansado y muerto por las pocas alegrías y las necesidades. Los niños eran los
únicos seres felices que corrían por las veredas con la libertad de quien no le
tiene miedo a nada y la esperanza de un mañana despojado de lamentos.
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