−¿Quién
vive en la casa? –preguntó el otro oficial que sacó una libreta para anotar.
−Nosotros
y mis dos hijos Aníbal y Hortensia.
−¿Y
dónde están? –gritó el otro desde las habitaciones.
−En
el pueblo –agregó Fidel temblando y sin comprender cómo el policía no había
encontrado a Susan quien escapó en esa dirección. La imaginaba acorralada y
destilando furia entre las paredes descoloridas, con olor a humo y humedad.
−Está
bien –agregó el oficial−. Disculpe las molestias.
−No,
señor. A sus órdenes –respondió Fidel aturdido.
Fidel
y Martina se miraron sin comprender.
Cuando
se retiraron los oficiales y sólo fueron un punto en la distancia, muy lejos,
ellos se acercaron al cuarto, pero no había nadie. Investigaron en la
habitación de Aníbal y todo se hallaba en su lugar.
−Hortensia
–llamaron bajito.
La
soledad era perturbadora y no había rastros de Susan ni de Alma. Tampoco de la
ropa que usaba la niña y de la valija que había traído cuando llegó al campo.
−Se
fue, viejo –dijo Martina llorando.
−No
puede ser, mujer. ¿Cómo lo hizo tan rápido?
−Mira,
está todo vacío. ¿Por qué se esconde así? Ella robó ese niño. ¿Comprendes?
−Puede
ser. Por eso se esconde. Pero no va a poder vivir así siempre. ¿Y por qué lo
hizo? No tiene derecho.
−No
sabemos. Los Ferrer la cambiaron, le “lavaron el cerebro” y se convirtió en una
persona mezquina y envidiosa.
Martina
y Fidel se quedaron desolados, sin saber qué hacer y qué pensar. Salieron al
patio, entre las gallinas y patos, y miraron el horizonte, la calle que llevaba
a las estancias vecinas y a la ruta. Pasaban los carros de lecheros y algún
auto viejo que todavía circulaba por los senderos agrestes. Los usaban para no
arruinar los nuevos que mantenían inmaculados dentro de los galpones. El auto
verde de Fidel estaba todo rayado; se lo arruinó una niña cuando Martina fue de
visita a la casa de un familiar. Aquella niña odiaba a Martina porque decía que
venía siempre a la hora de la merienda. Comentaba que lo hacía a propósito para
no gastar en comida.
−¡Malcriada!
−¡Tacaña!
Caminaron
con sigilo entre el barro de los cerdos, por los tinglados donde guardaban los
tractores antiguos y los carros de los bisabuelos. Caía una llovizna espesa y
había olor a tierra mojada, a pasto y a comida de aves. Los seguían los perros
moviendo las colas y cuatro gatos tricolores.
−¡Hija!
–gritó Martina.
Susan
se hallaba acurrucada en un rincón, sentada sobre la maleta con la niña en
brazos y temblando de frío. Lloraba.
−Hijita
–volvió a decir Martina y se acurrucó junto a ella. Estás helada, te vas a
enfermar. Dame a la niña, hay que arroparla y llevarla junto al fuego. Por
favor, trae la valija. Vamos para la casa.
−No.
Me quedo acá.
Susan
no quería moverse de la cueva, pero moriría de frío y de abandono.
que me separa del llanto
está el reverso del sol
que me acaricia…
La mañana
es un huracán de soledad
que guarda vigilia, sueños,
desconcierto
y busca bendecir a los malos,
desterrar la soberbia,
y la loca fragilidad de la mentira.
En la ciudad de los espejos
se reproduce el miedo.
Susan
Alina Avellaneda, una actriz de ficción, parecía inerte. Se estaba dejando
morir, y con ella un inocente bebé que no tenía la culpa. Debía devolverla por
el bien de todos. Alma, de grande, entendería las razones y juzgaría, desde su
lugar, el comportamiento de su madre, de Susan y de todos aquellos que
cometieron tantos errores. Pero Susan le estaba quitando ese derecho: la
identidad.
Así
como estaba le arrebataba también la vida.
−Hija,
reacciona. ¡Por Dios, Hortensia!
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