La
necesidad de entender el dolor de los otros…
Benjamín
se sentó a tomar una merienda con su madre y su hermana.
Constance
no podía verlo así.
−Ya
verás que te llevarás una sorpresa –le dijo para animarlo.
−¡Esos
son puros delirios! –gritaba Octavio desde la sala.
−¡Qué
ganas de mortificarlo!
−No
te preocupes, mamá. Los padres siempre quieren que los hijos trabajen en algo
que les dé dinero. ¿Cuándo viste alguna vez que estuvieran de acuerdo con el
hijo artista?
−Después
cuando son famosos.
−Ah…
sí, claro –aprobó Coty dándole la razón−, pero algunos artistas mueren sin ver
el éxito. ¿No le pasó eso a Van Gogh?
Los
hermanos hablaban de Vincent Van Gogh como si lo hubieran conocido, como si la
vida tortuosa que llevó fuera parte de una trágica secuencia familiar.
−Llevar
el mismo nombre de su hermano muerto ya fue para él una pesada carga. Se
encerró en sí mismo, y sus lazos más firmes fueron los que mantuvo con su
hermano Theo, cuatro años menor.
−¿Su
hermano murió y le pusieron el mismo nombre? Parece algo macabro.
−Su
madre Anna Carbentus, esposa del pastor protestante Theodorus Van Gogh, dio a
luz su primer hijo, pero nació muerto. Con ese dolor y la esperanza de quedar
embarazada otra vez, pasó un año y así el 30 de marzo de 1853 nació el segundo
hijo y le pusieron Vincent Willem igual que el primero.
−Me
parece un poco oscuro todo, como si lo triste que atrae la muerte lo hubiera
perseguido igual que una sombra.
−Pobre
chico –agregó Constance −. Seguro que no tuvo ayuda religiosa.
−Ay…
mamá –respondió Benjamín.
−Los
artistas miran la vida con otros ojos. Eso es bueno hasta cierto punto porque
pasan demasiadas cosas que ellos, por su sensibilidad, no pueden superar.
Hermanito, tú sabes que de este pueblo no se puede esperar mucho. No eres Van
Gogh, pero estás en las mismas condiciones.
−Y
sí. Él vendió un solo cuadro antes de morir. Había pintado como ochocientos,
todos reflejaban sentimientos de comprensión hacia los demás y captaba, a
través de los retratos, la sensibilidad para entender el dolor de los
campesinos y mineros y la profundidad de la experiencia humana.
A
la media hora, la tía Marie Anne volvió de la peluquería y se encerró en su
cuarto. Nadie se dio cuenta.
Coty
necesitaba ordenar el guardarropa y buscar algo acorde para el encuentro con la
madre superiora. Se sentía algo tímida al pensar en el colegio y sus retazos de
sol, la gruta de la Virgen, las hermanitas jardineras y el olor a comida que
venía desde la cocina. Una religiosa tocaba el piano en el primer piso y
desfilaban los alumnos rumbo a la capilla: la nueva, la vieja, siempre
impecables, heladas por ese frío perpetuo que se le colaba por el yeso de las
estatuas donadas por los inmigrantes.
Ahora
ella, si todo salía bien, llevaría a los niños por ese recorrido, en cortejo,
dando la mano al infinito, y entre arrullos de palomas, las palabras y sus
huellas, el mensaje tierno y el viaje hacia el futuro.
Coty
miró por la ventana y vio pasar el auto de Adrián.
Se
estremeció.
No
quería que ese sentimiento, que empezaba a nacer, se interpusiera con el
proyecto que tanto había soñado, pero también sabía que cuando la pasión es
intensa no permite espacio al raciocinio y que todo deja de tener importancia.
“No
debo dejar que nada sea más importante que mi deseo de ser maestra. Quiero a
los niños. Necesito ese trabajo y no volveré a ver a Adrián porque sé que me
traerá problemas. Espero que no me busque porque será mucho más difícil.
Necesito paz y sabiduría, centrarme en un fin como principio del mañana. Ya
tendré tiempo para otra cosa. Aunque no quiero quedarme sola como mi tía; ella
prefirió sacrificarse y someterse a los caprichos de los otros”.
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