6-EL GATO ROJO
Cuando los días amanecen…
Se oían a lo lejos las palomas y las tórtolas.
A Guillermo esos sonidos le traían recuerdos del cementerio donde iba, de niño, a visitar a Salvador. Mía lo llevaba. Le hacían creer que su padre descansaba en aquella tumba marmolada, pero allí no había nadie. Las cenizas de Salvador permanecían en el patio de la iglesia. Él era muy chico para saberlo; le hubiera destrozado el corazón. Prefería creer que su papá se hallaba guardado en un cofre con encajes blancos, bien cuidado, durmiendo para siempre en ese refugio inmaculado. Pero llegó el momento que sintió que allí no había nadie, no porque no estuviera el cuerpo sino porque el silencio, como una palabra, le decía: ve tranquilo, yo estoy bien, vive tu vida y no te preocupes por mí. Y así fue que dejó de ir, aunque le agradaba ver los cientos de gatos que lo perseguían o los ángeles escribiendo sentencias con las alas desplegadas e infinitas. Él les miraba los ojos a aquellas estatuas, pensando que en cualquier momento iban a mover los párpados. Estaba todo tan inhóspito, pero había magia, algo celestial, como si le lloviera paz sobre los hombros.
Y así se fue despidiendo de ese jardín, donde el corazón se abrigaba buscando huecos para llenar, cuando la vida le decía que no se desplomara porque aún los días amanecían…
−¿Se encuentra el doctor Gustavo Morales? –le preguntó a una mujer de aspecto contrario que parecía ser una secretaria.
−¿Tiene cita?
−No.
−Entonces tendrá que volver otro día –le respondió con enojo, y siguió leyendo unos papeles. En el interior del despacho se escuchaba que el doctor estaba hablando por teléfono. Aparentemente, no había nadie con él.
−Puedo esperarlo –contestó Guillermo al oír la voz.
−Si no tiene cita no insista.
−Pero… ¡Si no hay nadie! –replicó Guillermo.
−Qué raro que un párroco levante la voz –respondió la secretaría con sarcasmo−. Su deber es calmar a los descarriados.
−¡No me diga a mí lo que tengo que hacer! Me fastidia la gente como usted: no lo puede atender, venga mañana, trajo tal papel, le falta el documento… ¡Tantas preguntas absurdas!
Guillermo se encontraba fuera de su eje. Debía tranquilizarse, pero en un pueblo sombrío donde casi nadie transitaba las calles, salvo algún vendedor o campesino que llegaba del campo, que alguien le pusiera tantas trabas y obstáculos lo sublevaba.
−¡Qué pasa! –salió el doctor Morales.
−Acá el curita del pueblo se hace el guerrillero.
−¡Qué falta de respeto! –exclamó Guillermo insinuando que mujeres como ella no tenían compostura.
−Pase al escritorio –agregó el doctor Morales para calmar los ánimos−. Tome asiento. ¿Qué necesita?
−Yo soy el hijo de Dolores Ferrer.
−¡Hubiera empezado por ahí! Las cosas siguen iguales y ella insiste en decir que lo mató, pero no hay pruebas para afirmar o para desmentir nada.
−Yo tengo una –exclamó Guillermo y le entregó la carta ajada y amarilla.
−¿Y esto? Me extraña que confíe en este mísero papel.
−Hace unas semanas encontramos con el padre Roque en el campanario de la iglesia unos huesos debajo de los escombros, porque la torre se había derrumbado sin que nos diéramos cuenta. Junto a ese macabro hallazgo estaba el revólver de mi padre y esta carta. Allí una mujer, Clara Franch, dice que fue ella quien lo mató y que luego se suicidó.
−Por más que lo diga este papel no tiene validez, podría haberlo escrito usted. Lo del revólver es diferente. ¿Lo tiene?
−Sí, pero no lo traje. Está bien guardado en la parroquia.
−Pues debe entregarlo a la policía. ¿Alguien más sabe de esto?
−Solamente el padre Roque.
−Bien, déjeme la carta. Ya le avisaré. Ah… y cuando pueda traiga el arma que yo mismo la llevaráé a la policía.
−Está bien –respondió Guillermo algo decepcionado. Creyó que con esa prueba iban a soltar a Dolores de inmediato.
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