Café de Hansen (2-Elena Aldao-2da parte)
Emilia
entró a la cocina donde Tomasa se hallaba preparando el desayuno.
Dio
un paso en falso y perdió el equilibrio.
La
criada no se dio cuenta y Emilia intentó disimularlo.
−¿Pasa
algo?
−No,
nada. ¿Mi esposo se fue al hospital? ¿Y Conrado? ¿Lo viste?
−El
señor Amadeo se fue tempranito y al niño no lo vi –contestó Tomasa observando,
con disimulo, por la ventana que le mostraba un día gris y casi lluvioso. Miró
el granero de piedra de la casa vecina y lo vio nebuloso, acoplado de bruma;
dos perritos jugaban bajo las gotas igual que niños con sus deseos de ser felices sin importarles el frío del paisaje o las hierbas secas castigadas por las
heladas del invierno.
−¡Qué
melancólico que es el frío! ¿No? –le comentó a doña Emilia.
−Para
mí todos los días son iguales.
−No,
el verano tiene más vida.
−La
vida está dentro de uno y no tiene nada que ver con las estaciones, porque se
siente latir con el entusiasmo, la sabiduría de las cosas simples, el deseo de
llegar a alguna parte: un logro cercano, una meta por alcanzar por más sencilla
que sea.
−Me
gustaría encontrar eso que usted dice…
−Ay,
Tomasa. Se siente no se busca.
Es
que la criada tenía una sensación de vacío porque carecía de familia propia, en
cambio doña Emilia debía ocuparse de Conrado y de Nieves. Aunque eso la sacaba
de su eje, sabía que debía estar bien para orientarlos por el buen camino. Sólo
que el varón le estaba dando más trabajo que la niña.
Las
mujeres, ayudadas por sus madres, iban a la modista y a reunirse con amigas de
vez en cuando, a algún baile o a la ópera. Siempre acompañadas. Eso a Emilia le
daba paz, aunque las adolescentes no tenían sosiego y deliraban hasta cuando
tocaban el piano.
−Ajusta
las agujas del reloj –le dijo Emilia a Tomasa.
−¿Qué?
−Digo,
que ordenes tus pensamientos y prioridades porque puedes caer en una depresión
y de allí es difícil salir.
“¿Depresión?
Eso es solamente tristeza y se pasa tomando un licor”, pensó Tomasa sin darle
importancia a la recomendación de doña Emilia.
Nieves
se hallaba leyendo junto a la ventana donde daba el sol porque le gustaba la
luz natural. Aunque ese día había aparecido de a ratos porque las nubes
encaprichadas lo dejaban a oscuras. Las mismas sombras que veía Tomasa y que le
traían descontento.
Los
vendedores ambulantes recorrían las calles con sus carros pobres y llevaban
desde velas a plumeros, desde cacharros de cocina hasta candelabros de latón.
−Pobre
gente –dijo Nieves por lo bajo.
−Sí,
querida –respondió Emilia quien pasaba para el zaguán con unas cartas−. Tendría
que ir a ver a la abuela Águeda. Ya hace tiempo que no voy y me dijo que le
dolían demasiado los huesos.
−Yo
te acompañaría, pero esta tarde tengo la “tertulia de las damitas”.
−¿Y
dónde se reúnen?
−En la casa de Genoveva del Campo.
−No
me gusta esa chica, es algo liberal para la época. Los padres no le ponen
límites. Me extraña tratándose de una gran familia. Dicen que ha tenido varios
novios. Uno no se puede enamorar tantas veces.
Doña
Emilia la tenía sentenciada a Genoveva del Campo porque una vez que había
venido a la casa por unas partituras de piano le había preguntado por su esposo
de una manera poco confiable y atrevida para su gusto. Era una niña y se
fijaba, al parecer, en hombre maduros.
−¿Es
su esposo? ¡Qué interesante!
Ese
comentario tan fuera de lugar hizo que doña Emilia la mirara con recelo y que
nunca más la invitara a alguna reunión. Quizá, el comentario no tenía nada de
malicioso, pero viniendo de una muchacha parecía un despropósito.
“La
juventud está perdida”, pensó Emilia sin decirlo en voz alta. No quería que
nadie supiera el vergonzoso momento que tuvo que pasar por culpa de Genoveva.
La verdad depende de
quien cuenta la historia.
Kate Morton
**
Café de Hansen (2-Elena Aldao-1era parte)
2-ELENA ALDAO
Tomasa
regresaba de la panadería, a las siete y media de la mañana, y alguien la tomó
de la cintura por la espalda. Se sobresaltó, pero al instante se dio cuenta de
quién se trataba.
−¡Niño,
Conrado! Mire si son horas de llegar.
−Silencio.
Ahora me quitaré los zapatos y subiré al cuarto. Tú callada como siempre.
−¡Qué
feo, niño! Engañar a su madre me duele mucho, sabe.
−Silencio.
Conrado
se quitó los zapatos y se fue rápidamente por la escalera; entró a la
habitación y cerró con llave. Al rato, oyó unos pasos y se hizo el dormido.
Él
estaba enamorado de la vida y cada hoja de ese otoño-invierno era un
aniversario. Lo veía así, lo palpitaba, lo soñaba… Y sus padres, gente grande y
aburrida, pensaban en casarlo para aburrirlo más. Elena Aldao era como un río
blanco de azahares recostado sobre las níveas túnicas en los pórticos de las
iglesias: la novia, la que vestía siempre el mismo traje. Lo tenía guardado
desde tiempos inmemoriales para usarlo lo más pronto posible, y él se quedaba
mudo cada vez que la veía porque la falta de voluntad lo desmotivaba. Elena
bella e ingenua lo miraba intentando que Conrado tomara una decisión, pero él
sacaba el reloj con cadera de oro del bolsillo y decía:
−Me
disculpan, me esperan…
La
joven se quedaba con las manos enguantadas sobre la falda y el corazón sin
cortejo, entre dos mundos: la realidad y lo que esperaba de esa realidad. A
veces, hubiera querido insultarlo.
Una fina calleja pasaba por detrás de la imponente hilera de casas. Elena se estaba preparando para ir a la “tertulia de damitas”, por la tarde. Ésa era una de sus salidas, las otras ir a misa los jueves con su madre y los sábados a cenar a la casa de Conrado. Ella, como toda hija única, tenía sus propios códigos, ideas y pensamientos, y no se dejaba manejar demasiado por sus padres. El casamiento con Conrado aparentaba ser toda una imposición, pero él era tan guapo que no podía dejarlo en brazos de otra mujer.
−Quiero
ir a esa tertulia –dijo su primo Andrés que acababa de entrar por la puerta que
daba al jardín.
−No
es para hombres. Es solamente de mujeres.
−Cuando
la organicen en la casa de los Iriarte iré por sorpresa.
−Ah…
y se puede saber para qué –se rio Elena.
−No,
mi querida. No.
La
madre de Elena parecía sufrida y hablaba bajito. Lo cierto, era que se enojaba
con facilidad por todo, y solía decir:
−Bueno…
bueno…
Como
queriendo callar a quien tenía enfrente o simplemente poniendo sus límites a la
que consideraba la soberbia del otro lado. Sabía que Conrado era un tanto
frívolo y despreocupado, pero lo importante era que Elena se casara con alguien
de buena familia porque podía enamorarse de cualquier “pobre diablo” y eso era
mucho peor.
−Tía,
la política me tiene demasiado ocupado, pero tú no crees que debo ir pensando
en buscar novia.
−Sí,
sobre todo si te quieres ir al sur. Un intendente de un pueblo de Río Negro
tiene que llevar esposa. Eso da otra categoría. Incluso me parece que deberías
estar casado antes de las votaciones porque eso muestra una imagen positiva.
−Usted
va demasiado rápido.
−La
vida te empuja, Andrecito.
Él,
con cierta actitud cómplice, se puso el sombrero, se ató el pañuelo al cuello y
se fue para el comité. Debía ultimar detalles, con sus correligionarios. Tener
vocación de servicio no lo hacía ni mejor ni peor, pero le daba más energía y
valor. Consideraba una buena cualidad para dedicarse a la política. Sabía que
estaba lleno de oportunistas.
**
Café de Hansen. (1-Conrado Iriarte-2da parte)
La
madre, que había escuchado la conversación, subió rápidamente al balcón donde
se veía un infinito con las farolas encendidas que salpicaban con su luz los
techos rojos. En la noche cerrada, acostada en la bruma, Conrado se subió a una
galera y partió velozmente.
Emilia
Paz y Bustos como se aburría mucho se puso a bordar un mantel con flores
amarillas y rosadas. El rojizo resplandor de la llama le daba en el rostro. La
hora de la cena se retrasaba. Tendría que ir a la cocina a preguntarle a
Tomasa. Por una extraña razón, las salidas de Conrado la tenían preocupada e
inquieta; sabía que no debía hacerse problemas. Su corazón era débil y estaba
demasiado cansado. Se había vuelto grande y hablador porque lo sentía palpitar
por las noches cuando se recostaba. Cualquier ruido la asustaba; a veces, se
oían tiros a la distancia y entonces el temblor de su cuerpo era mayor. Se
levantaba y, entre las sombras del pasillo, con una vela, iba a mirar si
Conrado se hallaba durmiendo. Abría la puerta despacio y si lo veía la cerraba
con el mismo sigilo. Lo que la aturdía era todo lo contrario; si no estaba el
corazón le galopaba en el pecho como un corcel atrevido y huraño.
Eran
los males de la época.
Se
recostó antes de ir a hablar con Tomasa y soñó con un hecho pasado en la tapera
de los puesteros en el campo de su padre hacía muchos años, cuando ella era
pequeña:
Sobre el mantel donde
reposaba la yerba y el mate, dormía la cabeza de Roque sobre un manto de
sangre… La mirada del hombre se apagaba mientras contemplaba por la ventana la
bandada de teros. Lina yacía sobre la mesada de ladrillos centenarios que Roque
había construido. Todavía sostenía la cuchara de madera con la que revolvía la
sopa de zapallo unos minutos antes. En medio de ambos, rígido, un hombre
vestido de gaucho, con la cabeza envuelta en un gorro de lana y un pañuelo azul
al cuello, los miraba. Llevaba una rastra llena de monedas, que le había robado
al padre de Emilia, y botas de potro.
Ese
mal recuerdo la despertó sobresaltada. Eran los miedos que acudían a la cita.
La calle de noche era insegura, aunque su hijo fuera un hombre. Lo mejor sería
que se casara pronto y que hiciera vida de hogar. Elena Aldao era una mujercita
perfecta, demasiado callada para el gusto de Conrado, pero no podía dejar de
enamorarse de su docilidad, belleza y excelente conducta.
Emilia
bajó las escaleras medio mareada por la pesadilla que tuvo. No eran horas de
dormir. Tomasa se hallaba con el copón de sopa parada en la puerta del comedor
y don Amadeo y Nieves sentados a la mesa.
−¿Está
bien, madre? –preguntó la joven.
−Sí,
me quedé dormida con el bordado.
−¿Y
Conrado?
−Se
fue a la calle, como siempre –respondió de mala gana Amadeo porque esa vida
para su hijo no le gustaba.
−¿Dónde
va? –preguntó Nieves con inocencia−. Tiene que recordar que nos debe una salida
a la ópera a mamá, a Elena y a mí.
−¡Qué
ópera! Ni se acuerda de eso. Tendré que llevarlas yo mismo. Me crispa los
nervios ese hijo mío.
−¡Por
favor, estamos cenando! –agregó doña Emilia a quien no le gustaban los
reproches a la hora de comer porque después tendría que ir por su agua de limón
y las píldoras para el dolor de cabeza.
El
ambiente se tornaba tenso cada vez que, por las noches, debían sentarse a la
mesa los tres solos porque siempre surgía el mismo tema de conversación: la
calle, los peligros, las malas influencias, los arrabales, el enemigo que podía
cargar cualquier rostro y que acechaba para atacar a jóvenes de alta sociedad o
a orilleros que se peleaban por una mujer.
−¿Traigo el postre? –preguntó Tomasa con miedo.
−¡Para
mí no! Me voy al despacho a leer el diario –respondió Amadeo de mala gana.
Nadie le quitaba el malhumor que le causaba la impotencia de no poder corregir
la conducta de su hijo. A la mañana, debía ir al hospital por las consultas que
tenía pendientes, y le hubiera gustado que Conrado fuera para que comenzara de
a poco a interesarse por las distintas patologías, pero el “señorito” tenía que
dormir porque llegaba casi de mañana de las juergas. A la tarde, iba a la
facultad y se las ingeniaba para estudiar por el camino a la Universidad. En
eso tenía talento. Amadeo no lo entendía, pero no podía recriminarlo porque
siempre aprobaba los exámenes con altas calificaciones.
Emilia
no le decía nada, pero sabía de la incomodidad de su esposo y en eso
acompañaba. No le gustaba la oscuridad de los barrios, porque esas sombras
callejeras se transformaban en enemigas con el alcohol, el cigarrillo, la
policía que con sus rondas atrapaba a los “rateros”. Un universo impensado que
Conrado traía a la preocupaciones de los padres y que, con eso, ellos lo
consideraban un ingrato.
Creo en las negras nubes
que amenazan…
Felipe
Aldana.
**
Café de Hansen. Buenos Aires y sus tiempos viejos. (1-Conrado Iriarte-1era parte)
1-CONRADO IRIARTE
La
mujer anciana inclinada sobre la mesa del bar parecía dormida, pero estaba
muerta.
En
la madrugada unos jóvenes, dentro del lugar, la habían maltratado, se habían
burlado de ella… Por su debilidad y por los tantos golpes recibidos, cayó al
piso y se dio la cabeza con el filo del zócalo.
Uno
de los muchachos que se hallaban en el lugar la quiso proteger, pero no pudo.
Luego se fueron, entre risas…
El
dueño del bar, que la conocía demasiado, la levantó y la sentó en una silla
apartada, con el cuerpo reclinado sobre la mesa, cerró las persianas y apagó
las luces.
“Mañana
será otro día”, pensó.
Argentina
1901.
Conrado
Iriarte estudiaba medicina en la facultad de Ciencias Médicas-Universidad de
Buenos Aires-. La seriedad y su estampa de galán le daban más años, pero tenía
veintidós. Su padre, médico también, no soportaba las ínfulas de su hijo mayor
y, a menudo, se enfrentaban. Conrado traía huesos humanos desde la facultad
para estudiarlos y los dejaba sobre la mesa del comedor mientras preparaba los
exámenes.
−¿Es
necesario?
−Por
supuesto, padre.
−Sabes
que no me gusta. ¿Y si los ve tu madre? No quiero ni pensarlo…
−Los
verá, los verá… −respondía Conrado con ese aire de soberbia que enojaba tanto,
y que llegaba a molestar.
La
casona de Recoleta era demasiado grande y el escritorio quedaba en el primer
piso, pero él necesitaba estudiar en el comedor familiar. Parecía querer
incomodar a su padre, molestarlo, cansarlo…
¿Sería
que no era su vocación la medicina y se lo imponía?
Muchas
veces, los padres obligaban a los hijos a seguir las mismas carreras que ellos
porque argumentaban que tenían el camino más fácil; otros, en cambio, no habían
podido cumplir sus sueños y también, de alguna forma obligaban a alguno de sus
hijos a continuar los pasos que ellos hubieran querido dar para no sentirse
frustrados.
Era
la Argentina del 1900 con sus tranvías que iban desde la Plaza de Mayo hasta
Belgrano y los inmigrantes que llegaban de Italia y de España: hombres y
mujeres con deseos de hacer de este país un próspero escenario con futuro, de
la mano de Julio Argentino Roca como presidente de la Nación.
−La
política es sucia –solía decir Amadeo Iriarte, el padre de Conrado.
−Sí,
pero no hay uno que no quiera alcanzar el poder para acomodarse.
−¡Qué
tiempos! El que tiene poder tiende a abusar del mismo.
−Así es –respondió Conrado vestido con su mejor traje.
Conrado
salía de noche y su padre no sabía dónde iba, pero le molestaba bastante. Su
hijo era un hombre que pronto se recibiría de médico y debía guardar las
formas, más teniendo una novia como Elena Aldao, de excelente familia, con la
que se iba a casar cuando terminara la carrera de medicina.
**
La abuela francesa (Eduardo-1895-4ta parte)
Nicolás Chabot ya había
crecido y su madre, cual Celestina,
le buscaba novia porque deseaba convertirse en abuela. El joven era demasiado
huraño y no aceptaba las bromas, pero sabía muy bien lo que quería y no tardó
demasiado tiempo en encontrar a la muchacha de sus sueños. Tal vez, no fuera
tan romántico; en realidad, nadie adivinaba lo que podía llegar a sentir porque
era impenetrable y apático, pero esa postura no fue un obstáculo para alcanzar
su objetivo.
Ella se llamaba
Carlota Santa Cruz, de modales bruscos y autoritaria, quería manejar los
intereses de la familia. Su frivolidad cansaba al más pacífico caballero; no
era mala pero le gustaba salir, viajar y asistir a las tertulias. Buscaba
afuera la paz interior. No paraba un minuto y perseguía el dinero con un amor
místico que exasperaba los ánimos del pobre Nicolás que la quería ciegamente;
pues era demasiado astuta y podía convertirse en una mujer dulce y amable para
lograr su propósito y concretar sus ambiciones materiales.
Después de la luna
de miel se instalaron en la finca. El ambiente tórrido dejaba al descubierto
las miserias de esa desconocida que reinaba en un lugar que no le pertenecía
porque Melanie era la dueña.
El criado Jeremías
admiraba sus formas detrás de las cortinas y soñaba que Carlota se convertía en
una lavandera negra con turbante. Obviamente, estaba necesitando una mujer que
le diera su propia familia; eso lo descubrió una tarde, en el sótano, cuando
Carlota bajó a buscar cerveza del tonel. La muchacha colocó la jarra en el piso
al lado de la barrica y abrió la espita; el líquido comenzó a salir y se
hubiera derramado en su totalidad si no fuera porque Jeremías, que entró a
tiempo, cerró la canilla. Ella se había asustado al verlo en ese lugar porque
se movía como un mimo y gesticulaba bajo la bruma con brincos y gritos
indecorosos que le causaron repugnancia. El sirviente la imaginó tan oscura que
se enamoró y esa pasión fue alimentada día a día por una historia irreverente
que él se encargaba de hilar en su memoria, donde el sexo era el instrumento
que lo manipulaba y hacía de Jeremías un títere. Carlota nunca se dio cuenta
porque estaba presa de su ciencia y en un mundo de coplas y de irrealidades. No
podía dominar las horas, a veces le faltaban y otras le sobraban porque su
cabeza iba más rápido que ese tiempo en busca de progreso elemental.
El R. Manuel
Quintana asumió la presidencia el 12 de octubre de 1904. Era un hombre de edad
avanzada y su candidatura surgió como una transacción entre los oficialistas.
Cuando falleció en 1906 el vicepresidente Dr. José Figueroa Alcorta se hizo
cargo de
En su gobierno los
exaltados anarquistas recurrían a las bombas y a los atentados terroristas que
causaron víctimas; las ideas extremistas se arraigaron entre los obreros, mal
retribuidos, y con muy pocas leyes que los favorecían en un país caótico.
Los días avanzaban a
paso decidido…
Melanie regresaba a
la casa, después de cumplir con sus obligaciones, con los ojos cansados y el
corazón de fiesta; iba a la cocina y mientras ayudaba a sus hijas con las
mermeladas de duraznos y de ciruelas las aturdía con los comentarios sobre los
desvalidos del hospital, la construcción del colegio católico y la iglesia que
se había levantado con su aporte benéfico; casi en su honor, pensaba ella de
orgullosa que estaba por haber sido útil.
Eduardo era el que recompensaba su esfuerzo y seguía sus pasos. El niño era muy talentoso; escribía con pluma y tinta de varios colores en letras góticas y de una manera exageradamente perfecta para su edad. Se destacaba en matemáticas y componía muy bien los relatos sobre la vida del campo, describía con minuciosidad la conducta de chicos perversos o mal educados que se burlaban de los ancianos, coloreaba con palabras bellas la vida de los pájaros, las jornadas de caza y la suerte de los mendigos. Siempre dejaba una moraleja al final.
En el colegio de
curas la actividad comenzaba a las seis de la mañana con las oraciones del
desayuno; la tarde transcurría en orden, muerta como los mismos santos, y
terminaba cuando Patricio tocaba las campanas de las siete; esa era la hora del
acto de perdón para santificar el alma y prepararse para una supuesta vida
mejor, con resurrección incluida.
Eduardo no soportaba
el claustro con sus corredores helados, el olor a incienso y azucenas, el
susurro de los monjes y las paredes llenas de cruces. Observaba el altar con un
Cristo de mirada húmeda, según las devotas creyentes, y trataba de rezar el
rosario pero muy pronto se perdía en aventuras, donde los recuerdos del campo
se mezclaban con las citas de
Eduardo estaba
cansado, no creía en los milagros ni en las virtudes de
Un día miró la
cúpula de los árboles, desde los que tantas veces subido a las ramas había
espiado la ciudad con una curiosidad aberrante, y se escapó del lugar.
Jamás volvió a pisar
el monasterio.
¡Iustus est
Domine…!*
*
*¡Justo eres Señor…!
Hasta acá, por el momento, llego con los capítulos de mi querida bisabuela Melanie, la saga de la familia de inmigrantes que llegó de Suiza a América buscando una tierra fértil para sobrevivir, y con la esperanza de hacer de este país-Argentina-una patria grande.
La abuela francesa (Eduardo-1895-3era parte)
El coronel François
du Champ llegó a la casa; todos lo estaban esperando en torno al fogaril. El
militar, pálido, parecía que iba a trastabillar por la debilidad; no hablaba y
la cara no tenía conexión con el cuerpo casi desarticulado.
Finalmente, pudo
revelar el secreto en un arrebato de exasperación con el anhelo de desahogar la
pena que le lastimaba la piel. Había estado en la guerra; conocía muy bien lo
que era la masacre y, sin embargo, este hecho lo había transfigurado por
completo. Si quería podría enredarse en la intriga hasta desmenuzar los
acontecimientos paso a paso pero decidió decirlo rápido y no hacer conjeturas.
Nadie debía preguntarle si había matado porque sentía misericordia por los
nativos.
François pensaba en
el pecado que lo privaba de la vida espiritual y lo condenaba a pena eterna.
Melanie agradeció a Dios su regreso y no le hizo demasiadas preguntas pues notaba
que él no quería hablar. Elemir, en cambio, acurrucado junto a una especie de
cocinita de alcohol respondía a los interrogantes y daba soluciones sin tener
la certeza de cómo habían sucedido los hechos.
François era el
justiciero, con su amigo mosquete, porque llevaba la sangre aderezada con el
condimento propio de los vencedores. Su poder era consecuencia de las épocas de
combates en aquel territorio con el sonido de los cañones, el golpe en la sien
y la débil esperanza de salvarse.
Si lo necesitaba
podría satirizar las secuencias ahora que estaba lejos, pero tenía respeto por
los nativos y su manera recuperar un lugar. Su forma de pensar dejaba al
descubierto el mundo interior, desprovisto de malicia pero castigado por la
orfandad. François intentaba consolarse con su futuro de labrador, agradecía a
Dios sin un regaño, pero no podía olvidar su cuna y la familia que quedó
sepultada o tal vez con vida en el otro continente. Valoraba cada segundo y
hasta imaginaba su propio horizonte
porque era demasiado inteligente para dejarse llevar por el infortunio. Los
indios lo hicieron temblar y sintió miedo a lo desconocido, a la muerte que
parecía hablarle, a desaparecer para siempre de este mundo.
Los niños lo
rodearon para que contara la aventura con los rebeldes. Él no abrió la boca
porque estaba totalmente abstraído por un raro pesar que se parecía más al
remordimiento que al pánico de verse en brazos del enemigo. Elemir hablaba todo
el tiempo y narraba historias falsas de vaqueros sin advertir la imposibilidad
de su amigo. Los pequeños se divertían muchísimo con los relatos de ese actor
que se adueñaba de sus emociones. Sabían muy bien que la fuente de conocimientos
de Elemir era producto de un solo recurso demasiado fantasioso, pero él quería
conformarlos para que no molestaran a su padre. Los niños eran muy despiertos y
cualquier desliz de las personas que los rodeaban era juzgado de una manera muy
frontal.
Eduardo, de siete
años, asistía al colegio San José de
Artes y Oficios, un instituto de sacerdotes situado en la ciudad de
Rosario. En la biblioteca tenía los libritos religiosos forrados y ordenados;
estaban tan rígidos en su lugar que resultaba imposible imaginar que hiciera
uso de ellos. A Melanie le gustaba el orden y la ética pero al niño le
interesaba correr por el campo detrás de su tío Elemir y conducir las
herramientas de labranza, actividad que realizaba a escondidas de François.
En el establecimiento educativo tomó la primera comunión vestido con chaqueta a cuadros chicos, chaleco, corbata y botines negros. En su pecho cruzaba una banda blanca con flecos en los vértices que se unía con una escarapela.
Eduardo parecía
extraviado en la ceremonia junto con sus compañeros; se hallaban sentados en
sillones de tapizado claro sobre una tarima forrada con arabescos y llevaban en
la mano derecha una flor. Sus padres lo acompañaban y estaban orgullosos de él
por su inteligencia, aunque su carácter era imposible de dominar. A menudo, se
lo veía esquivo y enojado.
Frente a la modestia
de la arquitectura civil, contrastaba la riqueza del arte religioso. Esos
templos coloniales tenían superposición de estilos: en la parte inferior y en
el frontis se destacaban las líneas renacentistas, la parte superior-torres y
cúpula- predominaba el barroco español. La iglesia de Nuestra Señora de las Nieves tenía tres naves sostenidas por
grandes pilares de ladrillos vinculados por arcos con la techumbre de tejas y
madera labrada. De todas formas, no se comparaba con las construcciones de los
virreinatos del Perú, México o Nueva Granada.
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